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Teología y Vida, Vol. XLVIII (2007), 141 - 147
Andrés Covarrubias Correa
Instituto de Filosofía
Pontificia Universidad Católica de Chile
RESUMEN
En este artículo muestro las semejanzas y disimilitudes en la caracterización del orador perfecto bajo las perspectivas de Cicerón y San Agustín, sobre todo desde el punto de vista ético. Mientras en Cicerón se pone en evidencia la dificultad de encontrar un modelo de orador ideal, producto de su preferencia por articular el arte retórico desde la retórica jurídica y su desconfianza en la posibilidad de encontrar la verdad en el marco de la palabra persuasiva, San Agustín opta por el modelo que debe imperar en el buen orador eclesiástico, que se establece a partir de los textos de las Sagradas Escrituras y de quienes los escribieron, donde la verdad está garantizada. Para este análisis me centro en el Orator ad M. Brutum de Cicerón y en el libro IV del De doctrina Christiana del filósofo de Tagaste.
1. CICERÓN Y EL PERFECTO ORADOR EN EL ORATOR
Al comienzo del Orator, Cicerón reconoce la gran diferencia que es posible percibir cuando comparamos a todos los que son y han sido considerados buenos oradores, de modo que, por lo mismo, se hace muy difícil fijar la mejor representación de la oratoria (1, 2) (1). En todo caso, si se ha de destacar a un orador entre los demás, este es Demóstenes (2, 6). Sin embargo, a pesar de que el orador griego, a juicio de Cicerón, alcanza un alto nivel en su arte, el romano sostiene que él mismo, al describir al orador perfecto, lo representará "como quizá nunca existió ninguno, porque no busco quién lo fue, sino qué es aquello más perfecto que lo cual no puede haber nada; aquello que, en la cadena de sus discursos, deslumhra, no a menudo, incluso no sé si nunca, aunque sí de vez en cuando en alguna parte, y en algunos oradores con más frecuencia, en otros más raramente" (2, 7). Hasta aquí, pues, las intenciones de Cicerón, que restringe desde el principio la búsqueda al ámbito del discurso mismo (2).
En auxilio de aquello que Cicerón busca, tiene especial relevancia su adscripción a la filosofía platónica, ya que Platón es descrito como "autor y maestro de oratoria" (3, 10). En efecto, el ideal de la perfecta oratoria es susceptible de ser contemplado por el espíritu, de manera que podamos buscar con nuestros oídos la perfecta elocuencia, del mismo modo como contemplamos las ideas en el sentido platónico. Esto permite confesar a Cicerón que él es "un orador -si es que lo soy, o en la medida en que lo sea- salido, no de los talleres de los rétores, sino de los paseos de la Academia" (3, 12). Lo que intenta el orador romano es superar la dicotomía que puede formularse así; "... a los cultos les faltó oratoria popular, y a los oradores el refinamiento de la cultura" (3, 13). Lo anterior permite establecer una primera exigencia para identificar al orador ideal, a saber; sin filosofía no existe el orador que aquí se busca. Sin embargo, Cicerón aclara, "no en el sentido de que la filosofía lo sea todo, sino en el de que ella ayuda, como ayuda la palestra al actor" (4, 14) (3).
Además, como segunda característica relevante, el orador ideal no es el que sobresale en un solo estilo, contra la opinión de los neoáticos (4), sino que debe mezclar convenientemente el estilo sencillo, el medio y el sublime. En esto, según Cicerón -y aunque el orador perfecto nunca fue visto por Antonio o quizá no existió en absoluto (4, 19)- sobresale una vez más Demóstenes, pues, "no ha habido otro más vigoroso, ni más agudo, ni más moderado" (7, 23).
A partir de las dos características mencionadas, y que reflejan lo que debe ser el orador ideal, Cicerón manifiesta el principio desde donde surge el juicio oportuno sobre el orador perfecto; es así como "en todo tiempo la prudentia del auditorio ha sido la medida que orienta la elocuencia de los oradores" (8, 24) (5). Este criterio principal, sin embargo, implica enfrentar un problema relevante, que Cicerón expresa así: "En cualquier campo es muy difícil exponer el modelo -lo que en griego se llama charakter- de la perfección, ya que lo perfecto para unos es una cosa y para otros otra" (11, 36). En efecto, confiar el juicio sobre la mejor oratoria exclusivamente en el auditorio, implica el hecho de que hay muchos auditorios posibles, que pueden juzgar más persuasivo y perfecto un discurso en detrimento de otro, o considerar en un tiempo un discurso superior y en otro tiempo, lo contrario.
Ahora bien, ¿en qué género debemos buscar al orador perfecto? Cicerón entiende que ha de ser buscado en el género judicial, aunque es necesario reconocer que este toma gran cantidad de recursos del género demostrativo. Siendo este último, el epideiktikón, que busca el placer, "algo así como la nodriza (nutrix) del orador que pretendemos formar" (11, 37).
Además, Cicerón debe tomar una decisión fundamental al momento de encontrar el ideal buscado; el orador perfecto aparece, sobre todo, en la elocutio, la que tiene prioridad radical sobre la inventio y la dispositio, pues estas últimas no necesitan técnica ni esfuerzo, según el rétor romano (16, 51).
En el contexto de la oratoria judicial, Cicerón pondrá énfasis en el ocultamien-to como forma de presentar los argumentos, de modo que sean aceptados (6). Es así como llega a preguntar en relación a la inventio: "Si la discreción del orador no hace una importante selección de los mismos (se refiere a los lugares, tópoi, loci), ¿cómo se va a parar y a insistir en los que son buenos, cómo aliviará los que son duros, cómo ocultará los que no pueden ser refutados...?" (15, 49). Respecto, asimismo, a la dispositio, dice; "de entre los argumentos más sólidos, unos los colocará al comienzo, otros al final, e intercalará los más débiles" (15, 50) (7).
Pero es la elocutio, como hemos dicho antes, lo que permite la caracterización del rétor ideal. Ocurre que si en filosofía, sostiene Cicerón, "donde se mira el contenido y no importa la forma, es tan relevante cómo se dicen las cosas, ¿qué se debe pensar en el caso de las causas, en las cuales se impone totalmente la palabra?" (16, 51). Ocupa también un lugar, aunque como en la sombra -en el contexto de cómo hay que hablar- junto a la elocución, la acción {actio o pronuntiatio), que es, según Cicerón, "una especie de elocuencia del cuerpo, ya que se basa en la voz y en el movimiento" (17, 55).
A partir de aquí, Cicerón plantea cómo hay que influir en los sentimientos, y dice: "Los cambios en la voz son tantos como los cambios en los sentimientos, los cuales a su vez son especialmente provocados por la voz. Por ello, ese orador perfecto (...) adoptará un determinado tono de voz según el sentimiento que quiera dar la impresión que le afecta y según el sentimiento que quiera provocar en el ánimo del oyente" (17, 55) (8). El orador "recurrirá también a los movimientos, sin exageración. En el porte -continúa Cicerón- se mantendrá derecho y erguido; pocos pasos y cortos; desplazamientos moderados y escasos; nada de debilidad en el cuello, nada de movimiento en los dedos, nada de flexión en las falanges al ritmo de la voz; moderará más bien su movimiento con todo el tronco y con flexiones viriles el busto, extendiendo los brazos en los momentos de pasión y recogiéndolos en los de relajación" (18, 59). Luego se detiene en los ojos, pues mientras el rostro es la imagen del alma, los ojos son los intérpretes (18, 60).
A pesar de estas indicaciones, Cicerón insiste en que el orador perfecto solamente sobresale en la elocución, pues las demás cosas quedan como en la sombra (19, 61), ya que el orador ideal no es llamado 'inventor', ni 'compositor' ni 'actor', aunque domine todas esas funciones, sino 'rhetor' en griego, dice Cicerón, y 'elo-quens' en latín. Es así como el poder supremo de la palabra solo es concedido al orador.
¿Qué es lo que orienta, finalmente, al orador ideal de Cicerón? ¿Cuál es la base de la elocuencia? Lo conveniente (decorum o prepon) (21, 70). A partir de aquí, el elocuente buscado es "aquel que en las causas forenses y civiles hable de forma que pruebe, agrade y convenza; probar, en aras de la necesidad; agradar, en aras de la belleza; y convencer, en aras de la victoria. Y el orador romano agrega que "esto último es, en efecto, lo que más importancia de todo tiene para conseguir la victoria. Pero a cada una de estas funciones del orador corresponde un tipo de estilo; preciso a la hora de probar; mediano a la hora de deleitar; vehemente a la hora de convencer, que es donde reside toda la fuerza del orador" (21,69).
Con el fin de realizar un balance de la postura de Cicerón frente al orator perfectus, me parece extremadamente importante la conclusión a la que el mismo rétor romano llega; "Ya tienes Bruto -dice- mi modelo de orador, modelo que seguirás, si lo aceptas, o bien te mantendrás en el tuyo, si ese tuyo es otro distinto. En este asunto, ni discutiré contigo, ni afirmaré nunca que este modelo mío, del que tanto he hablado en este libro, es más cercano a la verdad que el tuyo. Puede, en efecto, no solo parecerme a mí una cosa y a ti otra, sino que a mí mismo puede unas veces parecerme una cosa y otras otra. Y no solo en este tema, cuyos parámetros son la aprobación del público (ad vulgi adsensum) y el placer de los oídos, parámetros que tienen una base muy ligera para el juicio (iudicandum levissima), sino que tampoco en otros asuntos más importantes he encontrado todavía nada más firme (firmius), como para aceptarlo e inclinar mi modelo hacia ello, que aquello que me ha parecido lo más cercano a la verdad, ya que la verdad misma está escondida en la sombra (cum ipsum illud verum tamen in occulto lateret)" (71,237).
Esta formulación escéptica de Cicerón respecto a la posibilidad de encontrar la verdad -lo que refleja el lado más escéptico de la Academia-, y el centrar la retórica en las causas judiciales, con la consiguiente habilidad para el ocultamiento, impiden en definitiva que los criterios morales sirvan para fijar la fisonomía del perfecto orador, quedando esta relegada a la azarosa aceptación del público en un espíritu que se distancia radicalmente de las intenciones de Platón en el Fedro, a pesar de la admiración que Cicerón profesa por el filósofo griego.
2. SAN AGUSTÍN Y EL ORADOR ECLESIÁSTICO; DESDE PERO MÁS ALLÁ DE CICERÓN
San Agustín experimenta otra realidad al describir al orador perfecto; este sí realmente ha existido, no se sujeta de modo absoluto a los requerimientos del auditorio, no apela al ocultamiento de los argumentos débiles y no busca la victoria propia del género judicial, sino, más bien, exponer de la mejor manera la palabra revelada, sin dar especial relevancia a la acción ni al movimiento corporal.
Pero veamos esto un poco más de cerca. En el libro IV del De doctrina Christiana, el Obispo de Hipona se ocupa del modo de exponer las cosas ya previamente entendidas, sin pretender aquí entregar los preceptos retóricos que él aprendió y enseñó, "no porque no tengan una utilidad -dice- sino porque si la tienen deben aprenderse aparte" (1, 2) (9), aunque es claro al afirmar que no encontraremos un compendio de preceptos en ninguna de sus obras.
A pesar de que la retórica puede persuadir sobre la verdad y la mentira, no es aceptable que quienes se ocupan de esta última sean capaces de hacer benévolo, atento y dócil al auditorio, exponiendo con brevedad, claridad y verosimilitud, mientras que los que exponen la verdad deban ignorar cómo persuadir, produciendo hastío al escucharla, trabajo el entenderla y repugnancia al momento de adoptarla (ibid.). San Agustín es enfático cuando interroga: "¿Quién dirá que aquellos al hablar moviendo y empujando al error los ánimos de los oyentes, los han de aterrar, contristar, alegrar y exhortar con ardor; y estos defendiendo la verdad han de dormitar con languidez y frialdad? ¿Quién será tan insensato que así sienta?" (ibid.).
Así queda prefigurado, para San Agustín, el fin del oficio propio del orador cristiano. El expositor de las Escrituras, en su calidad de defensor de la fe y de quien tiene la obligación de explicitar el error, debe abrazar lo bueno y desenseñar (dedo-cere) lo malo. Por el discurso, además, debe apaciguar a los contrarios, alentar a los tibios "y anunciar a los ignorantes de qué se trata y qué se debe esperar" (4, 6). Para enseñar a los oyentes, después de haberlos hecho o encontrado benévolos, atentos y dóciles, debe hacerlo mediante la narración, y para que lo dudoso se vuelva cierto se ha de raciocinar aportando pruebas. Sin embargo, si los oyentes deben ser excitados, entonces se requieren mayores arrestos de elocuencia; "aquí -dice San Agustín- son necesarios los ruegos y las súplicas, las reprensiones y las amenazas y todos los demás recursos que sirven para conmover los ánimos" (ibid.).
A pesar de la importancia que asigna San Agustín a la elocuencia, sin embargo, en términos absolutos, la primacía total está puesta en quienes puedan hablar y razonar sabiamente. De manera que hay que dejar atrás la necia elocuencia y, en este sentido, "tanto más debe evitarse cuanto más se deleita -dice Agustín- el oyente en las cosas inútiles que de él oye, pues como le oyen hablar con elegancia, juzgan que también dice la verdad" (5, 7). Esto, incluso, no pasó inadvertido para quienes se ocuparon antes de la oratoria (como Cicerón, De inventione 1), pues afirmaron que la sabiduría sin elocuencia aprovecha poco a los Estados. Esto a pesar de no conocer la verdadera sabiduría, según el filósofo de Tagaste.
Este es el momento donde San Agustín instaura su propio principio; "deleitará probando el que no puede deleitar diciendo. Ahora bien, el que quiera hablar no solo con sabiduría, sino también con elocuencia -y logrará sin duda más provecho si puede aunar una y otra cosa- con más gusto le remito a que lea, oiga o imite con el ejercicio a los elocuentes, que le mande a entregarse a profesores de elocuencia, con tal que los autores que se lean o se oigan sean alabados con motivo verdadero de que hablaron o hablan no solo elocuente, sino sabiamente. Los que hablan con elocuencia son oídos con gusto; los que hablan sabiamente, con provecho" (5, 8).
El principio antes propuesto permite a San Agustín mostrar el ejemplo del orador perfecto. Es así como los autores sagrados aunan sabiduría y elocuencia: esta elocuencia es, en efecto, la que convenía a estos autores y a ningún otro (6,9). Tales autores utilizaron la oratoria conocida con una propia y cierta, no basada en gracias y adornos propios de la elocuencia tradicional. De manera que en los pasajes de esta nueva retórica, que no abusa de la conocida antes ni la desprecia, "se dicen tales cosas que las palabras con que se dicen no parecen usadas por el que las dice, sino como naturalmente unidas a las cosas, como si se nos quisiera dar a entender que la sabiduría sale de su misma casa, es decir, del corazón del sabio, y que la elocuencia como criada (famulam) inseparable la sigue aun sin ser llamada" (6, 10).
San Agustín analiza con detalle, desde el punto de vista del discurso, pasajes de San Pablo y de los profetas. San Pablo, en primer lugar, aparece como el orador ideal para San Agustín. El Apóstol no siguió los preceptos retóricos, pero no se niega, sin embargo, que la elocuencia siguió a la sabiduría (7, 11). En este sentido, lo que es necesario mostrar es el hecho de que a quienes desprecian a los autores sagrados, se debe responder que sin carecer de la elocuencia, que aquellos estiman más de la cuenta, sin embargo, no la ostentan. Es en esto donde San Agustín marca una diferencia capital. También obraron como rétores insuperables los profetas, y por esto el Obispo de Hipona pregunta: "¿Por ventura aquellos que, teniéndose por sabios y elocuentes, desprecian a nuestros profetas por indoctos e ignorantes del lenguaje, si hubieran tenido que decir algo semejante y a semejantes hombres, hubieran querido decirlo de otro modo sin ser tenidos por necios?" (7, 16). Incluso los Profetas han usado tropos que no existen en la clasificación que los maestros de escuela han realizado (cf. 7, 20; donde se utiliza el nombre de José para todos sus hermanos). Así, pues, "estas palabras -dice San Agustín- no han sido compuestas por arte humano, sino que emanaron sabia y elocuentemente de la mente divina, no intentando la sabiduría que a ella siguiese la elocuencia, sino que la elocuencia no se apartó de la sabiduría" (7,21).
A partir de lo anterior se aclara mejor aún el verdadero fin de la oratoria que busca la enseñanza; buscando la claridad (y en esto los autores cristianos no deben imitar la oscuridad elocuente de los autores sagrados), y utilizando muchas veces un discurso que presente una diligente negligencia, como recomienda el mismo Cicerón, "absolutamente hablando -dice San Agustín- la elocuencia tratando de enseñar no consiste en que agrade lo que se aborrecía o en que se haga lo que se rehusaba, sino en hacer que se descubra lo que estaba oculto" (9, 26). Se trata de amar la verdad en las palabras y no las palabras por sí mismas, aunque se ha de condimentar el discurso como se sazonan los alimentos.
Aunque San Agustín mantiene la idea ciceroniana de que el orador debe enseñar, deleitar y mover, en vistas a la necesidad, la amenidad y la victoria, y que debe, además, utilizar los tres géneros oratorios mezclándolos (10), como lo hacen San Cipriano y San Ambrosio (a saber, el submisso; el temperatum, y el sublime o granáis), el orador eclesiástico siempre debe tratar materias grandes (la retórica jurídica, por el contrario, implica materias pequeñas, como disputas sobre aguas) y dar más importancia a la verdad de la doctrina que a la pulcritud de las palabras.
Además de la distancia que plantea San Agustín respecto a la oratoria descrita por Cicerón, y que responde a una certeza en la posibilidad de acceder a la verdad que el orador romano explícitamente niega al final del Orator, pienso que, en cuanto a la retórica misma, considerada estrictamente como arte, el filósofo de Tagaste aporta otro elemento fundamental hasta nuestros días, a saber; la esencia de la elocuencia que enseña, es hacer claro lo que estaba oculto, es decir, desocultar, con lo que el Obispo de Hipona da un impulso decisivo a la concepción de la retórica como arte hermenéutico, y cierra por lo mismo las puertas a las estrategias de ocultamiento intencional propuestas por Cicerón, quien buscaba al orador ideal donde para San Agustín no puede estar como paradigma de una recta elocuencia, esto es; en la retórica jurídica.
NOTAS
(1) Los números entre paréntesis en este apartado pertenecen al Orator.
(2) David Pujante en Manual de retórica, Madrid, Ed. Castalia, 2003, pp. 53-54, [ Links ] observa acertadamente que en el De oratore (55 a. de C.) Cicerón defiende al orador como un hombre completo, como un verdadero intelectual que va más allá de la mera preceptiva retórica. No estoy de acuerdo, sin embargo, con la afirmación "Esta coherencia ética se afianzará en el tratado de Quintiliano (i.e. la Institutio oratoria)". Precisamente lo que intento mostrar aquí es que la dimensión ética, en sentido estricto, es aplicable más bien a otras obras de Cicerón (p.e. Las leyes, II, 10, 24-25) y no para contextos eminentemente persuasivos, de cara a un amplio auditorio, como son los casos del De oratore, el Brutus y el Orator. Es así como en op. cit., D. Pujante, al reflexionar sobre el vir bonus de Quintiliano, en cuanto encarna una profunda concepción ética, dice que este funda sus raíces posiblemente en Catón y con seguridad en la polémica antisofística de Sócrates, sin hacer, empero, mención a Cicerón en este importante punto.
(3) Positum sit igitur in primis, quod post magis intellegetur, sine philosophia non posse effici quem quaerimus eloquentem, non ut in ea tamen omnia sint, sed ut sic adiuvet ut palestra histriones; parva enim magnis saepe rectissime conferuntur.
(4) Cicerón está de acuerdo con quienes entienden que el mejor estilo es el ático, como Cayo Licinio Calvo, sin embargo el orador romano considera que aquellos, aunque lo desean, no son fieles a tal estilo oratorio y a su desarrollo por parte de Demóstenes. Tampoco acepta que afirmen de él que utiliza el estilo asiático.
(5) En efecto, respecto al juicio de las mayorías, Cicerón lo prefiere frente al juicio de los doctos. Cf. Cicerón, Bruto: de los oradores ilustres, Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana, UNAM, 2004, Trad. B. Reyes Coria, Introducción, p. XLI.
(6) Este aspecto me inclina a aceptar solo en un sentido lato la proximidad entre retórica y filosofía que muchos comentaristas quieren ver en la doctrina de Cicerón expuesta en sus obras retóricas. Cf., por ejemplo, Dirk M. Schenkeveld, en Handbook of classical rhetoric in the Hellenistic period, Ed. Stanley E. Porter, Brill, 1997, cap. 8, p. 200, [ Links ] afirma: "Reconciliation between the two disciplines (i.e. filosofía y retórica) is attempted by Cicero in his De Oratore, where he proposes the ideal of the orator perfectus, who combines extensive knowledge of philosophy with perfect mastering of rhetorical techniques and attitudes". Esto conduce, a mi juicio, al autor a aproximar excesivamente a Cicerón con las exigencias de Quintiliano respecto al vir bonus (cf. op. cit., p. 202).
(7) De firmissimis alia prima ponet alia postrema inculcabitque leviora.
(8) Itaque ule perfectus, quem iam dudum nostra indicat oratio, utcumque se adfectum videri et animum audientis moveri volet, ita certum vocis admovebit sonum; de quo plura decerem, si hoc praecipiendi tempus esset aut si tu hoc quaereres.
(9) Los números entre paréntesis de este apartado pertenecen al libro IV del De doctrina Christiana.
(10) Además es explícita la admiración que San Agustín tiene por el Hortensius de Cicerón, obra inicial en la que este adhiere al ideal de sabiduría que propone la filosofía platónica; cf. De trinitate XIV, 19, 26. Respecto a la recepción de San Agustín de las enseñanzas de Cicerón como instrumento de evangelización frente a las posiciones hostiles a las técnicas persuasivas a favor de la palabra revelada, sumándole el novedoso elemento de la tradición hermenéutica bíblica, cf. David Pujante, op. cit., p. 60. Aún así, en De trinitate XIII, 4, 7, a propósito de la verdadera felicidad, y de la acertada reflexión en torno a ella de Cicerón en el Hortensius, menciona la raíz académica y escéptica del orador romano: "¿Será falso el principio del cual no dudó el académico Cicerón -los académicos dudan de todo- cuando, al pretender sentar una base cierta donde la duda no fuera posible, comienza su diálogo Hortensio con estas solemnes palabras: 'Ciertamente todos queremos ser felices'?". En Réplica a Adimanto, 11, San Agustín muestra una crítica más radical a Cicerón en el sentido de que este casi únicamente se ocupa de las palabras, mientras que los autores de las Escrituras se ocuparon de los contenidos.
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