Apuntes de clases

Clases de filosofía y ciencias bíblicas del Instituto de Humanidades Luis Campino, y la Parroquia de Guadalupe de Quinta Normal.


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miércoles, 30 de junio de 2021

279).-Patricio de Azcárate Argumento de Eutifrón VII a


Manuscrito en latín de la República de Platón, 1401.
Scherezada Jacqueline Alvear Godoy



La naturaleza de la santidad, o usando el lenguaje de Platón, lo santo, ocupa el fondo del diálogo; y un supuesto encuentro del adivino Eutifrón con Sócrates es lo que da origen a la cuestión. Eutifrón pretende realizar un acto santo, reclamado por la justicia, pidiendo, con ocasión de la muerte de un esclavo, una condena contra su padre. Al que piensa que obra santamente, tiene cualquiera derecho a exigir de él, que diga en qué consiste la santidad. Esto es lo que hace Sócrates, que representa en este caso la conciencia moral y la razón. ¿La santidad consiste, por ejemplo, en tomar por modelos a Saturno y a Júpiter, los más grandes de los dioses, que, según las leyendas, se erigieron uno y otro en jueces de su propio padre? Pero un ejemplo no puede ocupar el lugar de una definición; porque designar una acción santa no es precisar el carácter esencial y universal de la santidad. Es imprescindible que Eutifrón generalice su pensamiento y dé la siguiente definición: La santidad es lo que agrada a los dioses, y la impiedad es lo que les desagrada. – Pero los dioses no están acordes entre sí, como que están divididos. Lo que agrada a los unos puede desagradar a los otros, y en este concepto el mismo hombre y la misma acción serán santas e impías, todo a la vez. La santidad absoluta es, por consiguiente, incompatible con la pluralidad de los dioses. Esta consecuencia ruinosa, impuesta por la lógica, sale del fondo mismo de la teología politeísta. ¿Y qué argumentos pueden oponerse [6] a esta consecuencia? ¿Será gratuita y contradictoria esta afirmación, de que los dioses están siempre de acuerdo sobre la santidad de una acción? Admitamos por un momento la nueva definición que de aquí se deduce. La santidad es lo que agrada a todos los dioses, y la impiedad lo que a todos desagrada. Ahora se trata de indagar si lo que es santo es amado por los dioses porque es santo; o si es santo porque es amado por los dioses; lo que equivale a averiguar si la santidad por su esencia y su fuerza propias tiene derecho al amor de los dioses; si se impone a su amor por ser superior a él, distinto e independiente de él; o bien si el amor de los dioses a un objeto cualquiera es el que convierte este objeto en una cosa santa. Podrá responderse que lo santo no puede menos de ser amado por los dioses. ¿Pero qué se sigue de aquí? Esta conclusión decisiva: de que lo santo es amado por los dioses por lo mismo que es santo, o en otros términos, que es amable en sí y por sí. – Desde este acto la segunda definición no es más sostenible que la primera; porque decir que la santidad es lo que es amado por los dioses, es admitir la sinonimia de dos términos de hecho distintos; es asociar dos ideas en el fondo muy diferentes. En efecto, lo que es santo, siendo amable en sí, amado por sí, no tiene ninguna relación con lo que es amado, y que sólo es amable en tanto que es amado. Lo primero subsiste independientemente del amor que exige; lo segundo sólo existe por el capricho del amor. La última consecuencia de este razonamiento es, que no está en poder de los dioses constituir a su placer ni lo santo ni lo impío.

Por consiguiente, el ser amado por los dioses no es más que una de las propiedades de la santidad, pero no es su esencia. Pero entonces, ¿qué es la santidad en sí, y por qué la aman los dioses? Esto es lo que estamos ahora en el caso de averiguar. Para ello recurramos a una tercera [7] definición. Lo santo es lo justo; y para dar la prueba, examinemos la naturaleza de la relación que liga la santidad a la justicia. ¿Cuál de las dos comprende la otra? ¿Lo justo es una parte de lo santo, o lo santo es una parte de lo justo? Si es cierto decir que las acciones santas son siempre justas, mientras que no todas las acciones justas son necesariamente santas, no puede menos de admitirse que la justicia es más extensa por esencia que la santidad. La santidad es sólo esta parte de la justicia que se refiere a los cuidados y atenciones que el hombre debe a los dioses: verdadera sirviente de los dioses, la santidad les honra con el doble ministerio de la oración y de los sacrificios. Pero orar es pedir, y sacrificar es dar; de donde se sigue que los hombres, al parecer, ejercen con los dioses una especie de cambio, un tráfico. ¡La santidad un tráfico! Así lo exige una lógica rigurosa; y además es este un tráfico del que no resulta ninguna ventaja a los dioses, puesto que el hombre puede ganar, efecto de la divina benevolencia, y en cambio sólo puede ofrecer a los dioses un sacrificio absolutamente estéril para la divinidad. ¿Se dirá que el culto es agradable a los dioses? Sin duda. Pero como el culto no es otra cosa que la santidad, se vuelve por un círculo inevitable a la definición ya refutada: La santidad es lo que agrada a los dioses. Este tercer esfuerzo no tiene mejor resultado que los precedentes: la discusión no adelanta, y Sócrates suplica al adivino que la lleve a su término; pero éste lo esquiva y la corta en tal estado.

Tal es el curso que ha llevado este diálogo, rico en su brevedad. Se ha echado en cara a Platón la forma negativa y la falta de conclusión del Eutifrón. La única respuesta que debe darse a lo primero es que hay cierta singularidad en convertir en cargo contra Platón una de las necesidades de la polémica, cuyo deber es ciertamente presentar, pelear y destruir el error bajo todas sus [8] formas, antes de establecer la verdad. La ruina de los sistemas rivales, ¿no es el más sólido fundamento de toda filosofía dogmática? Además, demostrar la falsedad de ciertos principios, ¿no es dar una mayor claridad a los principios verdaderos? – En segundo lugar, sostener que este diálogo no concluye, es negarse voluntariamente, a mi parecer, a sacar las consecuencias de las premisas sentadas en el curso de la discusión. ¿No puede concluirse de tales premisas, por lo menos implícitamente, el haber demostrado la impotencia moral del politeísmo, lo ridículo y lo peligroso de sus tradiciones fabulosas, la vanidad y esterilidad de su culto, la incapacidad radical de sus ministros para comprender y definir la santidad, el haber puesto, en fin, en plena evidencia este verdadero y sólido principio, conquista del espiritualismo naciente, de que la santidad absoluta en sí, superior a la voluntad de los hombres, lo mismo que a lo arbitrario de los dioses del paganismo, es eterna e inmutable como Dios mismo, Dios único, su principio y su fin? Este es el primer esfuerzo de las doctrinas nuevas, que después de haber arruinado la degradante influencia de las supersticiones mitológicas ciegamente aceptadas, debían despertar, en las conciencias, el sentimiento de la libertad y de la dignidad del hombre, y, en su razón, la idea verdadera de Dios y la de una religión digna de él.



{Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate,
tomo primero, Madrid 1871, páginas 5-8.}

puerta al infierno

jueves, 24 de junio de 2021

278).-Patricio de Azcárate Observaciones sobre el orden de los Diálogos VI a





No es cuestión fácil de resolver la relativa al orden que debe seguirse en la colocación de los Diálogos de Platón.{1} No es esta una dificultad nueva, sino que data de la más remota antigüedad; así Diógenes Laercio cita cuatro sistemas de clasificación, que hacía ya mucho tiempo se disputaban la opinión de los sabios.{2}

Unos dividían los Diálogos en dos grandes clases, según sus caracteres intrínsecos: los diálogos didácticos, que tienen por objeto la enseñanza de la verdad, y los diálogos zetéticos, que tienen por asunto el arte de descubrirla. Se dividían los primeros en teóricos y prácticos; los segundos en gimnásticos y agonísticos, y cada una de estas categorías comprendía nuevas subdivisiones.

Otros considerando la forma de los diálogos más que el fondo, los clasificaban en tres series; diálogos dramáticos, diálogos narrativos, diálogos mixtos.

Una tercera clasificación, atribuida por Trasilo a Platón mismo, agrupaba los diálogos en nueve [XXXIV] tetralogías. «Es sabido, dice Diógenes Laercio, que en los concursos poéticos, en las Panateneas, en las Dionisiadas, y en otras fiestas de Baco, debían presentarse tres tragedias y un drama satírico, y que estas cuatro piezas reunidas formaban lo que se llama una tetralogía. Este ejemplo de los trágicos es el que quiso imitar Platón según Trasilo.

Los diálogos que componen la primera tetralogía tienen, según Trasilo, un objeto común, esforzándose el autor en sentar cuál debe ser la vida del filósofo. A la cabeza se coloca el Eutifron o de la santidad, después la Apología de Sócrates, el Criton o del deber, y el Fedón o del alma.»

Segunda tetralogía: Cratilo o de la exactitud de los nombres; Teetetes o de la ciencia; el Sofista o del ser; y el Político o del reinado.

Tercera tetralogía: Parménides o de las ideas; Filebo o del placer; el Banquete o del bien; Fedro o del amor.

Cuarta tetralogía: Alcibiades o de la naturaleza del hombre; el Segundo Alcibiades o de la oración; Hiparco o del amor a la ganancia; los Rivales o de la filosofía.

Quinta tetralogía: Teages o de la filosofía; Carmides o de la templanza; Laques o del valor; Lisis o de la amistad.

Sexta tetralogía: Eutidemo o de la disputa; Protágoras o de los sofistas; Gorgias o de la retórica; Menon o de la virtud.

Séptima tetralogía: los Dos Hipias, el primero sobre lo honesto, y el segundo sobre la mentira; Ion o de la Iliada; Menexenes o el elogio fúnebre.

Octava tetralogía: Clitofon o exhortaciones; la República o de lo justo; Timeo o de la naturaleza.

Novena tetralogía: Minos o de la ley; Las Leyes o de la legislación; el Epinomis titulado también: conversaciones nocturnas o la filosofía; en fin, trece cartas.

Otros sabios, y entre ellos Aristófanes, el gramático, [XXXV] dividían los diálogos, no en tetralogías, sino en trilogías. En la primera colocaban la República, el Timeo y el Critias; en la segunda, el Sofista, el Político y el Cratilo; en la tercera, las Leyes, Minos y el Epinomis; en la cuarta, Teetetes, Eutífron, y la Apología; en la quinta, Criton, Fedon y las cartas. En cuanto a los otros diálogos los dejaban aislados o no establecían entre ellos ningún orden.{3}

Aquí tenemos ya bastantes sistemas de clasificación, y, sin embargo, a todos se pueden hacer fuertes objeciones.

El primer sistema, por lo pronto, es completamente arbitrario, defecto común a los otros tres; pero además es de una complicación verdaderamente incomprensible. Diógenes Laercio, que le aprueba, nos hace ver, por los ejemplos mismos que cita, hasta qué punto está desprovisto de simplicidad. He aquí, nos dice, algunos ejemplos en apoyo de nuestra división:

Género físico: el Timeo.

Género lógico: el Político, el Cratilo, el Parménides y el Sofista.

Género moral: la Apología, el Criton, el Fedon, &c.

Género político: la República, las Leyes, el Minos, &c.

Género meéutico: Alcibiades, Teages, Lisis, Laques.

Género experimental: Eutifron, Menon, Ion, &c.

Género demostrativo: Protágoras.

Género destructivo: Eutidemo, los Dos Hipias, &c.

¿Qué más complicado, más arbitrario, ni más pedantesco que todas estas categorías? ¿ni qué cosa más opuesta a la manera libre y fácil de Platón, enemigo mortal de la pedantería, a quien por otro lado eran desconocidas la mayor parte de estas divisiones regulares, introducidas después por Aristóteles y los Estoicos?

La segunda clasificación no vale la pena de ser [XXVI] discutida; tan arbitraria y superficial es. Diógenes observa, que es una división teatral, y no una división filosófica.

Llegamos a la tercera clasificación, la de Trasilo, la única que admite seria defensa. Si sucumbe, arrastrará en su ruina la cuarta clasificación, la de Aristófanes el gramático, que tiene los mismos inconvenientes sin tener las mismas ventajas.

Por lo pronto es preciso descartar la autoridad de Platón falsamente invocada por Trasilo. Basta, entre otras mil pruebas, para hacer ver que Platón no tuvo la extravagante y pueril idea de dividir sus diálogos en tetralogías, la circunstancia de no ser de Platón muchos diálogos que figuran en dichas tetralogías. No hablamos ni del Primer Alcibiades, cuya autenticidad es solamente dudosa, ni del Segundo Hipias, ni de Menexenes, mirados sin embargo como apócrifos por los mejores críticos de nuestro tiempo; ¿pero quién se atrevería hoy día a defender el Minos, los Rivales y el Epinomis? No afirmaremos con Schleiermacher, Ast, Socher y Enrique Ritter, que el Epinomis sea de Filipo de Oponte; pero de seguro no es de Platón, lo mismo que los Rivales o el Minos, lo mismo que las Cartas, que todas, excepto quizá la séptima, descubren señales marcadas de falsificación. Por consiguiente, la división por tetralogías no tiene otra autoridad que la de Trasilo, y no puede prevalecer sino por sus méritos intrínsecos. ¿Cuáles son? Lo ignoramos, pero vemos claramente sus inconvenientes y sus defectos.

¿Hay nada menos natural y menos serio que encadenar el genio libre de un artista inspirado, tal como Platón, encerrándole en las divisiones artificiales de nueve tetralogías? Y además, ¿con qué derecho y con qué fundamento se distribuyen de cuatro en cuatro las obras del gran maestro? La primera tetralogía, que es quizá la menos forzada, reúne a Eutifron, la Apología, el Criton y Fedon; y convenimos en que todos estos diálogos se refieren [XXXVII] a la vida y muerte de Sócrates; pero por lo pronto la Apología es de una autenticidad dudosa. Además, ¡qué distancia entre el Eutifron y el Criton, diálogos de la juventud de Platón, en los que apenas se traspasa el horizonte socrático, y el Fedon, vasta y magnífica composición que sólo en su edad madura ha podido trazar, y en la que nos presenta la teoría de la reminiscencia y la teoría de las ideas con toda la profusión, precisión y grandeza de su completo desenvolvimiento!

La tercer tetralogía comienza por el Parménides y concluye con el Fedro; pero ¿qué relación hay entre estas dos obras? El Fedro es un diálogo de lo que se puede llamar la primera manera de Platón. Diógenes Laercio nos dice, que esta encantadora obra pasaba por el primer arranque del discípulo de Sócrates. Es difícil creer que en su primer vuelo se haya remontado tan alto; pero considerando la riqueza, un tanto exuberante, de los ornamentos; la frescura toda juvenil del colorido; el atrevimiento de las conjeturas, y la abundancia de los datos mitológicos, se ve en claro, que el autor del Fedro se halla en aquella época de la vida, en que la imaginación impide el paso al razonamiento, y en la que las concepciones nacientes del genio no han pasado aún por la prueba de la reflexión, ni adquirido la precisión y rigor de la ciencia. Todo lo contrario sucede en el Parménides, en el que los procedimientos del razonamiento, en lo que tienen de más sutil y más severo, son llevados hasta el último extremo del análisis, hasta una abstracción que toca en las cimas más altas a que es dado llegar. El filósofo que ha escrito este diálogo no es un simple discípulo de Sócrates, ensayándose en la definición y en la inducción; es un lógico acabado, iniciado en los misterios más profundos de la dialéctica. Evidentemente, Platón había abandonado a Atenas; había visto a Megara y conversado con Euclides; había ido a la gran Grecia en busca de las tradiciones aún [XXXVIII] vivas de la escuela de Elea; en una palabra, había entrado en el segundo período de su carrera de artista y de filósofo, en el período de las indagaciones serias, de las discusiones críticas y de la larga serie de los razonamientos. Por lo tanto, es contraria a todas las reglas de la analogía y a todos los datos de la historia colocar a Fedro al final de la tercera tetralogía, al lado del Parménides, del Filebo y del Banquete.

No es necesario llevar más adelante el examen detallado de las tetralogías, siendo suficiente lo dicho para probar que este orden ha sido todo obra de fantasía, sin valor filosófico ni literario, y sin la menor autoridad histórica.

Sin embargo, tiene sencilla explicación lo que aconteció en el año de 1513, cuando Aldo Manucio, secundado por el griego Marco Musuro, publicó la primer edición impresa de las obras de Platón, siguiendo el orden de las tetralogías. Por lo pronto éste había sido indudablemente el orden de los manuscritos, y además este orden tenía en su apoyo la antigua autoridad de Trasilo, que parecía apoyarse a su vez en la autoridad de Platón. Los editores de Basilea, Operino y Grineo, en 1534, siguieron el ejemplo de Musuro, y desde aquella lejana época hasta nuestros días se encuentra, en las diversas ediciones y traducciones de Platón, el rastro más o menos fiel del orden primitivamente adoptado.

Quede, pues, sentado, que este orden es arbitrario y defectuoso y que sería muy de desear encontrar otro mejor. Pero ¿cómo hacerlo? El problema es de los más espinosos. Pero ¿es completamente insoluble? Nosotros no lo creemos así.

Es claro que hay un orden, que, si pudiera descubrirse, sería el más natural, el más sencillo, el más útil, es decir, el orden seguido por Platón mismo en la composición de sus obras, el orden histórico. [XXXIX]

En efecto, ¿por qué es importante leer los Diálogos de Platón en un cierto orden más bien que a la aventura? Porque importa saber por dónde comenzó y por dónde concluyó, para seguir el desenvolvimiento natural de su genio de filósofo y de artista, confrontando la serie de sus obras con el curso de los sucesos de su vida, y coger el hilo de las influencias que sucesivamente han estimulado y modificado su espíritu; tales, por ejemplo, como la influencia de Sócrates, la de Heráclito, la de Euclides, la de los Eleatas y la de los Pitagóricos. Las conversaciones de Platón con sus contemporáneos, sus viajes, sus informaciones, las luchas que sostuvo contra sus adversarios; todo esto ha debido influir en el curso de sus pensamientos, y en sus grandes composiciones debe encontrarse el rastro de todas estas influencias. He aquí lo que haría instructivo e interesante el orden histórico si fuera posible descubrirle. Figuraos un museo, en el que estuvieran reunidos todos los cuadros de Rafael, todos sus diseños, en una palabra, su obra toda entera desde sus primeros ensayos en la escuela de Perugino hasta la Trasfiguración. ¿Qué cosa más curiosa que seguir una a una todas las trasformaciones de su maravilloso talento, verle desprenderse por grados de la manera de Perugino para crearse una manera más libre, más sencilla, más variada, más original, e inspirarse en las otras grandes escuelas de la Italia, de Leonardo, de Masaccio, de Miguel Ángel, hasta llegar al fin de sus días, a esa gran manera, momento crítico de trasformación para él, ya para degenerar, ya para engrandecerse?

Por lo contrario, representaos la obra de algún otro gran genio, y pasando de la pintura a la poesía, escoged a Molière. Figuraos una edición de sus obras, que comenzase por las Mujeres sabias y concluyese por los Preciosos ridículos, en la que un editor extravagante tuviese el necio capricho de unir, formando una trilogía, el [XL] Anfitrión, el Avaro y el Siqueo, con el pretexto de ser los dos primeros imitaciones de Plauto y todos tres de autores antiguos; ¿qué diríais de tal colocación, y de la aplicación que pudiera hacerse en igual forma a las obras de Racine o a las de Shakespeare? Por consiguiente, si hay alguna cosa clara en el mundo es, que el único orden que presenta interés y verdad en el curso de las obras de un poeta, de un filósofo o de un artista, es el orden histórico. Resta averiguar, si es posible dar con este orden histórico en los Diálogos de Platón. A esta pregunta pueden darse dos respuestas. Si se habla rigurosamente, no; si no se entiende de este modo, sí. Expliquémonos.

¿Queréis clasificar los diálogos de Platón, como pueden clasificarse las tragedias de Racine o las comedias de Moliére? ¿Queréis saber, respecto de cada diálogo, en qué época precisa ha sido compuesto, si antes o después de tal otro, y todo esto de una manera cierta e irrefragable? Sentado el problema de esta manera es insoluble, porque excede las fuerzas de la crítica, y aun cuando se hicieran los mayores progresos en el conocimiento de la antigüedad, y aun cuando se descubrieran nuevos orígenes de informaciones, lo que no es probable, jamás podría llegarse a un resultado tan completo, tan preciso y tan cierto.

Pero si sólo se quiere saber de una manera probable, y dejando a un lado los vacíos que puedan encontrarse, cuáles son los diálogos que se refieren a la juventud de Platón, cuáles datan de su edad madura, y cuáles son, en fin, los que corresponden a su ancianidad, nos atrevemos a decir entonces, que la crítica está en posición de dar a este problema una solución satisfactoria; solución que será siempre provisional e incompleta, pero que con el progreso de la crítica y de la erudición podrá aproximarse más y más a una gran probabilidad.

Por lo pronto, sabemos con toda certeza por dónde [XLI] comenzó Platón. No diremos que fue por el Lisis y menos aún que fue por el Fedro, porque esta obra parece indicar un arte ya muy ejercitado, y por otra parte aparecen ya en él sensiblemente las influencias pitagóricas, mezcladas con el espíritu socrático; pero sí diremos resueltamente, que el Lisis y el Fedro son diálogos de la juventud de Platón, son dos tipos de su primera manera de escribir. Si se exigen pruebas, daremos como prueba extrínseca la tradición tan probable y tan interesante, transmitida en estos términos por Diógenes de Laercio:

«Dícese, que habiendo oído Sócrates a Platón la lectura del Lisis, exclamó: –¡Oh Dios!, cuántos préstamos me ha hecho este joven!»{4}

He aquí otra tradición que confirma la precedente y que es de forma más agradable o ingeniosa:

«Vio Sócrates en sueños un cisne joven, acostado en sus rodillas, que, soltando sus alas, voló al momento, haciendo oír armoniosos cantos. Al día siguiente, Platón se presentó a Sócrates y dijo éste; he aquí el cisne que yo he visto.»{5}

Diógenes de Laercio nos dice también, que se aseguraba haber sido el Fedro el primer diálogo compuesto por Platón, y a ser verdadera esta tradición de escuela, se explicaría perfectamente la exclamación de Sócrates y la narración simbólica de su visión. Pero sea de esto lo que quiera, es un hecho cierto, plenamente confirmado por el examen intrínseco de los Diálogos, que durante los años de su juventud, pasados bajo la disciplina de Sócrates, Platón compuso cierto número de diálogos, en los que, queriendo quizá limitarse a reproducir la doctrina de su maestro, su genio naciente se marchaba hacia [XLII] regiones superiores. El Lisis y el Fedro pertenecen a este grupo, y una vez adquirido este resultado, ¿cómo no ha de colocarse en la misma categoría toda la serie de diálogos en que el arte es menos delicado y mucho menos profundo, y cuya doctrina, sobre todo, está mucho más severamente contenida en los límites de la enseñanza socrática, tales como el Eutifron, el Criton, el Carmides, el Laques, el Protágoras, y el Primer Alcibiades y el gran Hipias, suponiendo que estos dos sean verdaderamente obra de Platón? He aquí por lo tanto un primer grupo de diálogos, a los que no se puede fijar seguramente con precisión su fecha respectiva, pero que tomados en masa, puede ponérseles perfectamente aparte bajo el nombre de diálogos socráticos, en concepto de ser obras de la juventud y de la primera manera de Platón.

Acabamos de decir por dónde ha comenzado Platón; pues se sabe de una manera más cierta aún y más precisa por dónde ha concluido. Por lo pronto no puede dudarse que la República es una obra de su ancianidad. Existe una tradición auténtica, reproducida por Cicerón en un pasaje célebre de su tratado De senectute, por el que se ve que Platón, en el momento de morir, se ocupaba aún en rever y retocar el preámbulo de su República, uno de los últimos frutos de sus largas meditaciones. Por otra parte, el Timeo, al empezar, recuerda expresamente la República, y el Timeo mismo es materialmente inseparable del Critias, obra que Platón dejó por concluir. Si se añade a esto que hay muy excelentes razones, y razones de todas clases, para colocar las Leyes después de la República, sin poderlas separar por un largo intervalo, llegaréis a este resultado, cierto o casi cierto: que las últimas obras de Platón son la República, el Timeo, las Leyes, y, en fin, el Critias, que es probablemente su último escrito. [XLIII]

Considerad ahora el carácter dominante de estas grandes composiciones de la lozana ancianidad de Platón. Son dogmáticas a diferencia de todas las demás, en las que Platón busca la verdad, pero sin llegar a descubrirla, disertando mucho, refutando sin cesar y no concluyendo nunca. ¿Y cuáles son estos raros diálogos que participan del carácter dogmático del Timeo, de la República y de las Leyes? Justamente son aquellos que por la grandeza y armonía de las proporciones, por la firmeza de la mano, por la sobriedad de los ornamentos, por la delicadeza de los matices, por la tranquila luz que ilumina y embellece las partes, muestran al autor, hecho dueño y poseedor de todos los secretos de su arte; son el Fedón, el Gorgias, el Banquete.

En esta forma nos vemos conducidos naturalmente a formar una serie de diálogos, que pueden llamarse Diálogos dogmáticos, y que nos representan la última manera de Platón y los resultados definitivos de sus vastas especulaciones.

Estos dos grupos, una vez aceptados, el tercero se forma por sí mismo, porque comprende todos los diálogos colocados entre la juventud y la ancianidad. Observad que las obras de este tercer grupo intermedio presentan caracteres sensiblemente análogos. Todos son polémicos y refutatorios; como el Teetetes en que aparecen discutidas y sucesivamente destruidas todas las definiciones de la ciencia; el Parménides, que nos patentiza las diferentes tesis que se pueden sentar sobre el ser y sobre la unidad, para mostrarlas sucesivamente como insuficientes y erróneas; el Sofista, cuyo objeto principal es batir en brecha las doctrinas de las escuelas de Elea y de Megara. En ninguno de estos diálogos veréis, que la discusión conduzca a ninguna conclusión dogmática. Por este carácter, esencialmente negativo, los diálogos, de que hablamos, se separan completamente de las grandes [XLIV] composiciones dogmáticas por donde Platón ha terminado su carrera filosófica. Y por otra parte, ¿qué línea profunda de demarcación no se nota entre los diálogos, tales como el Sofista, el Teetetes, el Parménides, el Filebo, en los que se desenvuelven los más grandes problemas de la metafísica en todas sus profundidades, y estas composiciones encantadoras, pero evidentemente más modestas, en que el joven discípulo de Sócrates se esfuerza ante todo, como en el Eutifron, el Protágoras, el Criton, en hacer revivir la persona, el método y la enseñanza de su maestro. El Fedro, que colocamos en la primera serie, ofrece, lo confieso, un cuadro singularmente vasto, y un vuelo especulativo lleno de brillantez y atrevimiento; pero predominan en él la poesía y la imaginación, y se nota que la edad de las meditaciones viriles aún no ha llegado.

Esto acaba de convencernos de que esta clasificación de los diálogos en tres grandes series es la más natural y la que corresponde evidentemente a las tres épocas de la vida de Platón. Antes de los treinta años no salió de Atenas; encantado con Sócrates, abandonó la poesía por la filosofía; no conocía las grandes escuelas filosóficas de la Grecia sino por noticias vagas e indirectas. He aquí la época de su primer estilo, la época del Lisis, y de todos estos diálogos que llamamos socráticos. Después de la muerte de Sócrates, Platón abandona a Atenas por Megara; conversa con Euclides; visita a Cirene y al matemático Teodoro; emprende su marcha a Sicilia, quizá a Italia, quizá también a Egipto; serie de viajes llenos de indagaciones y de aventuras. A esta segunda época de una vida agitada deben corresponder los diálogos de su segunda forma de escribir; diálogos severos, en los que a los arranques de la imaginación y del entusiasmo se unen los más atrevidos esfuerzos de la reflexión y del razonamiento; diálogos todo históricos, todo refutatorios, en que Platón [XLV] reclama de todos los sistemas la verdad, sin que encuentre uno que le satisfaga, y donde se lanza a la crítica de las grandes especulaciones metafísicas de Heráclito, de Parménides, de Filolao, de Empedocles, amontonando ruinas sobre ruinas y buscando entre estos despojos los materiales del edificio que un día habrá de construir.

Restituido a Atenas después de sus viajes, Platón se fija en la Academia, se reconoce en el fondo de su alma, y allí, en el silencio de una reflexión madurada por la experiencia y nutrida con toda la sustancia de las grandes filosofías de lo pasado, traza las grandes líneas de su propia filosofía, y escribe esos diálogos tan particularmente vastos, serenos y profundos, el Fedon, el Banquete, la República, el Timeo, donde dice su última palabra sobre la naturaleza, sobre la divinidad, sobre el arte de educar y gobernar a los hombres.

Tal es la única clasificación que nos es permitido admitir, atendidas las informaciones de la historia y las reglas de la crítica.{6} ¿Queréis en el seno de cada una de estas tres categorías fijar un orden exacto y preciso, como Schleiermacher lo ha ensayado? Os arrojaréis a conjeturas arbitrarias, y os veréis en mil embarazos intrincados. Es preciso saber contenerse, y una vez que las grandes líneas de este monumento están tiradas, es conveniente dejar fluctuantes y a la aventura las líneas secundarias. En nuestra opinión, el orden que nos proponemos es el más probable, el más vecino al orden histórico y el más cómodo para la lectura seguida y para la inteligencia de los diálogos de Platón.

———

{1} Ajustándonos, según queda dicho, en la colocación de los diálogos al método seguido por Chauvet y Saisset, nos ha parecido conveniente publicar las observaciones que estos escritores hacen para demostrar la procedencia de este orden.

{2} Diógenes Laercio, libro III.

{3} Diógenes Laercio, libro I.

{4} Diógenes, lib. III.

{5} Apuleyo De dogmate Platonis, lib. I, y el anónimo de Heeren.

{6} Además de las tres series, hemos colocado en una complementaria diálogos muy dudosos, como el Teages, o ciertamente apócrifos, como el Axioco, y, por último, las cartas y ligeros fragmentos.


{Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate,
tomo primero, Madrid 1871, páginas XXXIII-XLV.}

puerta al infierno

viernes, 11 de junio de 2021

276).-Patricio de Azcárate Noticias biográficas acerca de Platón IV a

 


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; 




Los documentos auténticos sobre la vida de Platón se reducen a los cuatro siguientes: 1º Diógenes Laercio, libro III; 2º Apuleyo, preámbulo del libro I. De dogmate Platonis; 3º Olimpiodoro, en su comentario sobre el Primer Alcibiades; y 4º, un fragmento anónimo publicado por la primera vez por Heeren, y que no difiere mucho de la biografía de Olimpiodoro.

De estos cuatro documentos, el más antiguo, el más atendible, el más extenso, y el que quizá ha servido de base a todos los demás, es la biografía de Diógenes Laercio. Le seguiremos fielmente, completándolo sobre algunos puntos con las indicaciones tomadas de los otros tres biógrafos.

Platón de Atenas, dice Diógenes Laercio, era hijo de Ariston; su madre, Perictiona o Potona, descendía de Solon, por Drópides, hermano del legislador y padre de Critias, que tuvo por hijo a Calleschrus. De este último nació Critias, uno de los treinta tiranos, y Glaucon; de Glaucon, Carmides y Perictiona madre de Platón. También era Platón descendiente en sexto grado de Solon, suponiéndose éste mismo procedente de Neleo y de Neptuno. Se pretende igualmente, que su padre contaba entre sus antepasados a Codro, hijo de Melanto, uno de los descendientes de Neptuno, después de Trasylo. Según un rumor acreditado en Atenas, y reproducido por Spensipe en el Banquete fúnebre, por Clearco en el elogio [XVIII] de Platón, y por Anaxílides en el segundo libro de los Filósofos, deseando Ariston consumar su unión con Perictiona, que era muy hermosa, no pudo conseguirlo; renunció entonces a sus tentativas, y vio al mismo Apolo en los brazos de su mujer, lo que le obligó a no unirse a ella hasta el fin de su matrimonio. Platón nació según las Crónicas de Apolodoro, en el primer año de la olimpiada 88, séptimo del Targelion, día en que los habitantes de Delos creen que nació Apolo. Murió en un convite de boda, según Hermipo, el primer año de la olimpiada 108 a la edad de 81 años. Neante pretende, que murió de edad de 84 años. Tenía seis años menos que Isócrates, puesto que éste nació bajo el arcontado de Lisímaco, y Platón bajo el de Aminias, el año mismo en que murió Pericles. Aureliano dice en el último libro de los Tiempos, que Platón era del barrio de Colito; pero otros sostienen que nació en Egina, en casa de Fidiadas, hijo de Tales. Favorino, en particular, sostiene esta opinión en sus Historias diversas; y dice que su padre formaba parte de la colonia enviada a esta isla, y que se trasladó a Atenas en la época en que los eginetas, auxiliados por los lacedemonios, arrojaron a los antiguos colonos. Atenodoro refiere en el libro octavo de los Paseos, que Platón dio en Atenas juegos públicos a expensas de Dion.

Tenía dos hermanos, Adimanto y Glaucon, y una hermana llamada Potona, de la que nació Spensipe. Estudió las letras con Dionisio, que cita en los Rivales, y la palestra con Ariston de Argos. Alejandro dice en las Sucesiones, que fue Ariston el que le dio el nombre de Platón, a causa de su robusta constitución, y que antes se llamaba Aristocles, del nombre de su abuelo. Otros pretenden que se le llamó así por la anchura de su pecho, y Neante ve en esto una alusión a lo espacioso de su frente. Algunos autores, entre otros Dicearco en Las Vidas, han pretendido igualmente que disputó el premio de la [XIX] palestra en los juegos Istmicos.{1} Se dice que cultivó la pintura y compuso obras poéticas, primero ditirambos, y después cantos líricos y tragedias.

Timoteo de Atenas dice en Las Vidas, que tenía la voz atiplada. Se refiere también con este motivo el hecho siguiente: Sócrates vio en sueños un cisne joven puesto sobre sus rodillas, que soltando sus alas voló al momento haciendo escuchar cantos armoniosos. Al día siguiente, Platón se presentó a él, y dijo Sócrates: he aquí el cisne que yo he visto.

Platón enseñó por lo pronto en la Academia, y después en un jardín cerca de Colona, por relación de Heráclito, citado por Alejandro en Las Sucesiones. No había renunciado aún a la poesía, y se preparaba a disputar el premio de la tragedia en las fiestas de Baco, cuando oyó a Sócrates por la primera vez. Quemó en el momento sus versos, exclamando: Vulcano, acude aquí; Platón implora tu socorro.{2} A partir desde este momento intimó con Sócrates, contando entonces 27 años. Después de la muerte de Sócrates siguió las lecciones de Cratilo, discípulo de Heráclito, y las de Hermógenes, filósofo de la escuela de Parménides. A la edad de 28 años, según Hermodoro, se retiró a Megara cerca de Euclides, con algunos otros discípulos de Sócrates; después fue a Cirene a oír a Teodoro el matemático, y de allí a Italia cerca de los pitagóricos Filolao y Euritus. Pasó en seguida a Egipto para conversar con los sacerdotes. Se dice que Eurípides le acompañó en este viaje, durante el cual contrajo una enfermedad de la que le curaron los sacerdotes con el agua del mar. Esto le sugirió el verso siguiente:

la mar lava todos los males de los hombres.{3} [XX]

Y también le obligó a decir con Homero, que todos los egipcios eran médicos.

Platón tuvo al mismo tiempo intención de visitar a los magos; pero la guerra que desolaba el Asia se lo impidió. De vuelta a Atenas, se puso a enseñar en la Academia; gimnasio plantado de árboles y llamado así del nombre del héroe Academus, como lo atestigua Eupolis en Los soldados libertados: «bajo los paseos sombríos del Dios Academo.»

Timon, a propósito de Platón, dice también: «a su cabeza marchaba el más despejado de todos ellos, agradable parlante, rival de las cigarras que hacen resonar sus cantos armoniosos en las sombras de Academo.»

Era amigo de Isócrates. Praxifano nos ha conservado una conversación sobre los poetas, que tuvieron los dos en una casa de campo, en la que Platón recibió a Isócrates.

Aristoxenes dice, que tomó parte en tres expediciones: la de Tánagro, la de Corinto y la de Delis, en la que alcanzó el premio del valor.

Algunos autores, entre otros Sátiro, pretenden que escribió a Dion en Sicilia, para que comprara a Filolao tres obras pitagóricas por el precio de cien minas. Entonces Platón estaba en la opulencia; porque Onetor asegura, en la obra titulada: Si el sabio puede enriquecerse, que había recibido de Dionisio más de ochenta talentos.

Hizo tres viajes a Sicilia. La primera vez no llevó allí otro objeto que visitar la isla y los cráteres del Etna; pero habiendo exigido Dionisio el Tirano, hijo de Hermócrates, que fuera a conversar con él, Platón le habló de la tiranía, y le dijo entre otras cosas, que el mejor gobierno no era aquel que redundaba sólo en provecho de un hombre, a menos que este hombre estuviera dotado de cualidades superiores. [XXI] Dionisio, irritado, le dijo con cólera: «tus discursos se resienten de la vejez.» «–Y los tuyos, repuso Platón, se resienten de la tiranía.» Arrebatado Dionisio con esta respuesta, al pronto quiso hacerle morir, pero templado con las súplicas de Dion y de Aristodemo, se contentó con entregarle a Pollis, que se encontraba entonces cerca de él en calidad de enviado de los lacedemonios, para que le vendiese como esclavo. Pollis le condujo a Egina, donde en efecto le vendió. Pero apenas Platón estuvo en Egina, cuando Carmandro, hijo de Carmandrides fulminó contra él una acusación criminal, en virtud de una ley del país que mandaba condenar a muerte al primer ateniense que abordase a la isla. Esta ley había sido dictada a petición del mismo Carmandro, al decir de Favorino en las Historias diversas. Una chistosa ocurrencia salvó a Platón, porque habiendo dicho uno, como por irrisión, que era un filósofo y nada más, se le declaró absuelto. Según algunos autores se le condujo a la plaza pública, fijándose en él las miradas de todos; pero él, sin pronunciar palabra, se resolvió a sufrir cuanto pudiera sucederle. Los eginetas le concedieron la vida y le condenaron solamente a ser vendido como cautivo. Anniceris de Cirene, que se encontraba allí por casualidad, le compró por veinte minas, otros dicen treinta, y le envió a Atenas a sus amigos. Como estos quisieran reintegrarle el precio de la compra, Anniceris lo rehusó, y les respondió, que no eran ellos solos los dignos de interesarse por Platón. Otros pretenden que Dion dio a Anniceris la suma gastada, y que en lugar de rehusarla, la consagró a comprar a Platón un pequeño jardín cerca de la Academia. En cuanto a Pollis, Favorino refiere en el primer libro de los Comentarios, que fue vencido por Cabrias, que más tarde le tragaron las olas no lejos de las riberas del Helix, víctima de la cólera de los dioses, irritados contra él por su conducta para con el filósofo. Dionisio, inquieto por su parte, [XXII] escribió a Platón, luego que supo su libertad, suplicándole que no le maltratara en sus discursos, a lo que Platón respondió, que no tenía tiempo para acordarse de Dionisio.

Fue por segunda vez a Sicilia, con ánimo de pedir a Dionisio el Joven tierras y hombres para realizar el plan de la república. Dionisio lo prometió, pero no cumplió su palabra. Se pretende al mismo tiempo, que Platón corrió entonces algún peligro, bajo pretexto de que excitaba a Dion y Feotas a dar la libertad a Sicilia. El peripatético Arquitas escribió en esta ocasión a Dionisio una carta justificativa, a la que debió Platón el verse sano y salvo en Atenas. He aquí la carta:

«Arquitas a Dionisio, salud.

Todos nosotros, amigos de Platón, te enviamos a Lamisco y Fotidas para reclamar de ti a este filósofo, en conformidad a la palabra que nos has dado. Es justo que recuerdes el ansia que tenías por verle, cuando nos apurabas con insistencia para que le comprometiéramos a ir cerca de ti. Entonces nos prometiste que nada le faltaría, y que a tu lado podía contarse seguro, ya quisiera permanecer o ya quisiera marcharse. Acuérdate igualmente de la alegría que te causó su llegada y el afecto que desde entonces le has manifestado. Si entre vosotros ha sobrevenido posteriormente algún incidente desagradable, no por eso dejas de estar obligado a mostrarte generoso, y enviárnosle sano y salvo. Obrando de esa manera, harás justicia y adquirirás derecho a nuestro reconocimiento.»

El objeto del tercer viaje de Platón era reconciliar a Dion con Dionisio, pero volvió a Atenas sin haberlo conseguido. Platón vivió siempre extraño a los negocios [XXIII] públicos, aunque sus obras prueban una alta capacidad política. Daba por razón de su alejamiento de los negocios la imposibilidad de reformar bases de gobierno largo tiempo adoptadas, y que él no podía aprobar. Pánfila refiere en el libro 25 de las Memorias, que los arcadienses y los tebanos le reclamaron leyes para una gran ciudad que habían construido, pero que Platón se excusó porque supo que no querían establecer la igualdad. Se dice que fue el único que tuvo valor para encargarse de la defensa de Cabrías, acusado de un crimen capital, defensa que ningún ateniense quiso aceptar. Cuando con él subía al Acropolo, encontró al detractor Crobilo, quien dirigiéndose a Platón le dijo: «vienes a defender a otro, sin considerar que la cicuta de Sócrates te espera a tu vez.» Platón le respondió: «cuando llevaba las armas me exponía al peligro por mi patria; ahora combato en nombre del deber, y desprecio el peligro por un amigo.»

Favorino dice en el libro octavo de las Historias diversas, que fue el primero que empleó el diálogo; el primero que indicó a Leodamas de Tasos el método de resolución por el análisis; el primero que se sirvió en filosofía de las palabras antípodas, elementos, dialéctica, acto, superficie plana, providencia divina. El primero entre los filósofos que refutó el discurso de Lisias, hijo de Céfalo; discurso que aparece literal en el Fedro; el primero que ha sometido a un examen científico las teorías gramaticales; en fin, ha sido el primero que ha discutido las doctrinas de casi todos los filósofos anteriores, a excepción sin embargo de Demócrito.

Neante de Cicico dice, que cuando Platón se presentó en los juegos olímpicos, se atrajo las miradas de todos los griegos, y que allí fue donde tuvo una conversación con Dion, en el momento en que éste se preparaba para atacar a Dionisio. Se lee también en el primer libro de los Comentarios de Favorino, que Mitrídates de Persia levantó [XXIV] una estatua a Platón en la Academia con esta inscripción: «Mitrídates de Persia, hijo de Rodobato, ha consagrado a las musas esta estatua de Platón, obra de Sisanion.»

Heráclides dice que Platón era tan reservado y tan juicioso en su juventud, que jamás se le vio reír a carcajada. Sin embargo, su modestia no pudo garantirle de los dichos punzantes de los cómicos. Teopompo le muerde con estas palabras en el Heducaris:

«Uno no hace uno, y apenas, según Platón, dos hacen uno.»

Anaxandrides dice en el Teseo:

«Cuando devoraba los olivos como Platón.»

Timon dice, por su parte, burlándose de su nombre:

«Semejante a Platón, que sabía forjar tan bien concepciones imaginarias.»

Alexis, en la Meropide:

«Vienes a tiempo; porque, semejante a Platón me paseo a lo largo y a lo ancho, embarazado, incierto, y no encontrando nada bueno, no hago más que fatigar mis piernas.»

En el Ancilion:

«A fuerza de hablar de cosas que no conoces y de correr como Platón, encontrarás el salitre y la cebolla.»{4}

Anfis en el Anficrates:

«El bien a que esperas llegar, ¡oh maestro mío! es aún más problemático para mí que el bien de Platón. Escúchame, pues...»

Y en Dexidemides:

¡Oh Platón! no más que una sola cosa; tener un humor sombrío y arrancar tu frente severa, como una concha de ostra.» [XXV]

Cratino, en la Falsa suposición:

«Evidentemente eres un hombre y tienes un alma; no ha sido Platón el que me lo ha dicho, pero a pesar de eso lo creo.»

Alexis, en el Olimpiodoro:

«Mi cuerpo mortal ha sido anonadado, pero la parte inmortal ha volado por los aires. ¿No es esto puro platonismo?»

Y en el Parásito:

«O bien, como Platón, hablar solo.»

Anaxilas le critica igualmente en el Botrilion Circe y en Las Mujeres ricas. Aristipo dice en el libro cuarto de la Sensualidad antigua, que Platón estaba enamorado de un joven llamado Aster, que estudiaba con él la astronomía, así como de Dion, de quien ya hemos hablado. Algunos pretenden que también amaba a Fedro. Se cree encontrar la prueba de esta pasión en los epigramas siguientes que pudo dirigirle:

«Cuando tú consideras los astros, yo quisiera ser el cielo para verte con tantos ojos como hay de estrellas.»
«Aster, en otro tiempo estrella de la mañana, brillabas entre los vivos; ahora, estrella de la tarde, brillas entre los muertos.»

A Dion:

«Las Parcas han tejido con lágrimas la vida de Hecuta y de los antiguos troyanos; pero a ti, Dion, los dioses te han concedido los más gloriosos triunfos y las mas vastas esperanzas. Ídolo de una inmensa ciudad, te ves colmado de honores por tus conciudadanos. ¡Querido Dion, con cuánto amor abrasas mi corazón!»

Estos versos fueron grabados, se dice, sobre la tumba de Dion en Siracusa. Platón había amado igualmente a Alexis y a Fedro, de que hablamos más arriba. Acerca de ellos hizo los versos siguientes:

«Ahora que Alexis no existe, pronunciad solamente [XXVI] su nombre, hablad de su belleza, y cada uno tome su rumbo. Mas, ¿por qué, alma mía, excitar en ti vanos pesares{5} que en seguida es preciso ahogar? Fedro no era menos bello, y le hemos perdido.»

Se dice también que obtuvo los favores de Arqueanassa, a la que consagró estos versos:

«La bella Arqueanassa está conmigo. El amor abrasador reposa aún en sus arrugas. ¡0h! con qué ardor ha debido abrazaros, a vos que habéis gustado las primicias de su juventud.»

Se le atribuyen también los versos siguientes sobre Ágaton:

«Cuando cubría yo a Ágaton de besos, mi alma toda entera estaba en mis labios, dispuesta a volar.»

Otros:

«Te doy esta manzana, si eres sensible a mi amor; recíbela y dame en cambio tu virginidad; si me la rechazas, tómala también, y considera cuán fugaz es la belleza.»

Otros:

«Mírame, mira, esta manzana que te arroja un amante, cede a mis votos ¡oh Xantipa! porque ambos a dos nos marchitaremos igualmente.»

Se le atribuye también este epitafio de los Eretrienses, sorprendidos en una emboscada:

«Somos Eretrienses, hijos de Eubea, y reposamos cerca de Suza, bien lejos ¡ay de nosotros! del suelo de la patria.»

Los versos siguientes son igualmente de él:

«Cypris dijo a las Musas: Jóvenes, rendid homenaje a Venus, o envío contra vosotras el Amor con sus dardos. –No te chancees, dijeron las Musas; este niño no se separa de nuestro lado.» [XXVII]

Estos en fin.

«Un hombre iba a colgarse; encuentra un tesoro, deja allí la cuerda en lugar del tesoro. El dueño de éste, no encontrándole, coge la cuerda y se ahorca.»

Molon aborrecía a Platón, y dijo un día que era menos extraño ver a Dionisio en Corinto que a Platón en Sicilia. Xenofonte abrigaba alguna prevención contra Platón. Al parecer había entre ambos alguna rivalidad por haber tratado los mismos objetos: el Banquete, la Apología de Sócrates, los Comentarios morales. Además Platón ha tratado de la República, y Xenofonte de la Educación de Ciro. Platón en las Leyes dice, que esta última obra es una pura utopía, y que Ciro no se parecía nada al retrato que hace Xenofonte. Ambos citan frecuentemente a Sócrates, pero jamás se citan el uno al otro; una sola vez, sin embargo, Xenofonte nombra a Platón en el tercer libro de las Memorias.

Cuéntase que Antístenes fue un día a suplicar a Platón que asistiera a la lectura de una de sus obras. Platón preguntó sobre qué materia versaba. –Sobre la dificultad de comprender, respondió Antístenes. –Entonces, replicó Platón, ¿para qué escribes sobre esta cuestión? y le demostró que incurría en un círculo vicioso. Antístenes, herido, escribió contra Platón un diálogo titulado Saton, y desde este momento fueron enemigos. Dícese igualmente, que Sócrates, habiendo oído a Platón leer el Lisis, exclamó: «¡Dioses! ¡qué de cosas me presta este joven!» Y en efecto, ha puesto como de Sócrates muchas cosas que éste jamás ha dicho.

Platón estaba indispuesto con Arístipo; y así le acusa en el Tratado del alma{6} de no haber asistido a la muerte de Sócrates, aunque en aquel acto había ido a Egina, a poca distancia de Atenas. Tampoco amaba a [XXVIII] Esguines, porque se celaba de la estimación que le daba Dionisio. Con este motivo se refiere, que habiéndose visto precisado Esguines a ir a Sicilia, Platón le rehusó su apoyo, y que fue Aristipo el que le recomendó al tirano. Y Domeneo asegura, por su parte, que no fue Criton, como lo supone Platón, sino Esguines, el que propuso a Sócrates su evasión; y Platón no pudo atribuir este ofrecimiento al primero, sino como resultado del odio que tenía al segundo. Por lo demás, no cita jamás a Esguines en sus diálogos, excepto en el Tratado del alma y en la Apología.

Aristóteles observa que su estilo ocupa un medio entre la poesía y la prosa. Favorino dice en alguna parte, que cuando Platón leyó su Tratado del alma, sólo Aristóteles quedó escuchándole, y que todos los demás se marcharon. Filipo de Oponte pasa por haber trascrito las Leyes que Platón había dejado solamente en borrón; también se le atribuye el Epinomis. Euforion y Parecio dicen, que se encontró un gran número de variantes para el exordio de la República. Aristoxene pretende, por su parte, que esta obra se encontraba ya casi toda entera en las Contradicciones de Protágoras. El Fedro pasa por su primera composición, y a decir verdad, este diálogo se resiente de la mano joven que le hizo. Dicearco llega hasta el punto de censurar todo el conjunto de esta obra, y no encuentra en ella ni arte, ni placer.

Habiendo visto Platón a un joven jugando a los dados, le reprendió. Por poca cosa me reprendes, dijo el joven. –¿Crees tú, repuso Platón, que el hábito es poca cosa?

Le preguntaron si dejaría algún monumento durable, como los filósofos que le habían precedido: «lo primero que hay que hacer, dijo, es crearse un nombre, y hecho esto, lo demás ya vendrá.»

Como entrara Xenocrales en casa de Platón, le suplicó éste que castigara en su lugar a uno de sus esclavos, [XXIX] porque no quería hacerlo él mismo, por estar montado en cólera. Otra vez dijo a un esclavo: «te abofetearía, si no estuviera irritado.» Montó un día a caballo, y se apeó luego, temiendo que el caballo podía comunicarle su fiereza. Aconsejaba a los borrachos que se miraran a un espejo, para que la vista de su degradación les preservase para lo sucesivo. Decía que jamás era conveniente embriagarse, excepto, sin embargo, durante las fiestas del Dios a quien se debe el vino. También llevaba a mal el exceso del sueño, y a este propósito dice en las Leyes: «un hombre que se duerme no es bueno para nada.»

Pretendía que lo más agradable del mundo es oír la verdad, o, según otros, decirla. He aquí, por lo demás, cómo habla de la verdad en las Leyes: «La verdad, querido huésped, es una cosa bella y durable, pero no es fácil convencer a los hombres.» Deseaba que su nombre se perpetuara o en la memoria de sus amigos o mediante sus obras. Se asegura igualmente que hacía frecuentes viajes.

Ya hemos dicho cómo murió. Favorino, en el tercer libro de los Comentarios, refiere este suceso como acaecido en el tercer año del reinado de Filipo. Teopompo habla de las reprensiones que este príncipe le dirigió. Miromano, por otra parte, refiere un proverbio citado por Filon, del cual debía resultar, que Platón había sucumbido a consecuencia de una enfermedad pedicular. Sus discípulos le hicieron magníficos funerales y le enterraron en la Academia, donde había enseñado durante la mayor parte de su vida, y de la que ha tomado su nombre la escuela platoniana.

Su testamento estaba concebido en estos términos:

«Platón dispone de sus bienes de la manera siguiente: La tierra de Efestia que linda al Norte con el camino que viene del templo de Cefisias, al Mediodía con el templo de Hércules situado en el territorio de Hefestia, al Oriente con la propiedad de Arquestrato de Prearros, [XXX] y al Poniente con la de Filipo de Collis,{7} no podrá ser ni vendida ni enajenada; pertenecerá, si puede ser,{8} a mi hijo Adimanto. Le doy igualmente la tierra de los Eresides, que compré a Calímaco, y que linda al Norte con otra de Eurimedon de Mirrina, y al Poniente con el Cefiso. Además le doy tres minas de plata, un vaso de plata de peso de ciento sesenta y cinco dracmas, un anillo y un pendiente de oro, que juntos pesan cuatro dracmas y ocho óbolos. Euclides, el escultor, me debe tres minas. Declaro libre al esclavo Artemis; en cuanto a Ticon, Bicta, Apoloneades y Dionisio los dejo a mi hijo, al que lego igualmente todos los muebles y efectos especificados en el inventario que está en poder de Demetrio. No debo nada a nadie. Los ejecutores testamentarios serán Sóstenes, Spensipe, Demetrio, Hegias, Eurimedon, Calímaco, Trasipo.»

Tal es su testamento. Sobre su tumba se han grabado muchos epitafios; el primero está concebido así:

«Aquí descansa el divino Aristocles, el primero de los hombres por la justicia y la virtud. Si algún hombre ha podido hacerse ilustre por su sabiduría, es él; ni la envidia misma ha manchado su gloria.»

Y otro:

«El cuerpo de Platón, hijo de Ariston, descansa aquí en el seno de la tierra; pero su alma bienaventurada habita en la estancia de los inmortales. Iniciado hoy en la vida celeste, recibe desde lejos los homenajes de los hombres virtuosos.»

La que sigue es más moderna:

«Águila, ¿por qué vuelas por cima de esta tumba? Dime a qué punto de la estancia celeste se dirige tu [XXXI] mirada. –Yo soy la sombra de Platón, cuya alma ha volado al Olimpo; la Ática, su patria, conserva sus restos mortales.»

También se le ha compuesto el epitafio siguiente:

«¿Cómo Febo hubiera podido, si no hubiera dado un Platón a la Grecia, regenerar por las letras las almas de los mortales? Esculapio, hijo de Apolo, es el médico de los cuerpos; Platón lo es del alma inmortal.»

Y he aquí otro sobre su muerte:

«Febo ha dado a los mortales Esculapio y Platón; éste médico del alma, aquel del cuerpo. Platón asistía a una comida nupcial cuando partió para la ciudad eterna, que él mismo se había construido, y a la que había dado por base la estancia de Júpiter.»

Tuvo por discípulos: Spensipe, de Atenas; Xenocrates, de Calcedonia; Aristóteles, de Estagira; Filipo, de Oponte; Hestireo, de Perinto; Dion, de Siracusa; Amielo, de Heraclea; Erasto y Coriseo, ambos de Excepsis; Timolao, de Cizica; Evemon, de Lampsaco; Piton y Heráclides, uno y otro de Enia; Hippotales y Cálipo, de Atenas; Demetrio, de Anfipolis; Heráclides, de Ponto, y muchos otros, entre quienes se cuentan dos mujeres: Lastenia, de Mantinea, y Axiotea, de Plionte. Dicearco dice que esta última vestía traje de hombre. Algunos ponen a Teofastro en el número de sus discípulos; Chamaleon añade aún al orador Hiperide y a Licurgo; también Polemon cita a Demóstenes; en fin, Sabino pretende, en el libro cuarto de las Meditaciones, que Muesistrato de Tasos recibió lecciones de Platón, y apoya su opinión en pruebas bastante probables.

———

{1} Apuleyo refiere igualmente que Platón hizo tantos progresos en los ejercicios de la lucha que disputó el premio en los juegos Pitienses y en los juegos Istmicos. (De dogmate Platón.)

{2} Imitación de un verso de la Iliada, canto 18, v. 392.

{3} Ifigenia en Tauride, I, 93.

{4} Es decir, tú llorarás, tú encontrarás amarguras.

{5} El texto dice: porque muestras el hueso a los perros para rechazarlos en seguida.

{6} Es decir, en el Fedon.

{7} Efestia, Cefisias, Prearros-Collis, son los distritos del Ática.

{8} Nosotros; si Dios quiere.



{Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate,
tomo primero, Madrid 1871, páginas XVII-XXXI.}

puerta al infierno

viernes, 4 de junio de 2021

275).-Patricio de Azcárate Introducción III a

 

Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; 



Al aparecer por tercera vez nuestro nombre al frente de una obra de Filosofía, debemos recordar lo que en trabajos anteriores dijimos acerca del patriótico fin, a cuya realización nos proponíamos contribuir, consagrando nuestra actividad a esta clase de trabajos.

Decíamos en el Examen histórico-crítico de los sistemas filosóficos modernos, que nuestro pueblo había sido, a raíz del Renacimiento, eminentemente filosófico, y lo fue en la dirección única posible, dadas las circunstancias en que España entonces se encontraba. El sostenimiento de una guerra de siete siglos contra el Islamismo hizo que patria y religión fuesen una misma cosa, no pudiéndose concebir la una sin la otra, y esta circunstancia dio lugar a que se produjera en nuestro país un espiritualismo radical, que ha formado constantemente la base del carácter nacional de España. Y se engañan grandemente los que creen que esta identificación de patria y religión, que aparece siempre en las grandes crisis de nuestra historia, como ha sucedido recientemente en la guerra de la Independencia y aún en medio de nuestras disensiones políticas, sea obra exclusiva de un fanatismo religioso exagerado. [VI]

En Francia, Alemania e Inglaterra combatían los partidarios de distintas creencias cristianas unos contra otros; pero era para todos base común el espiritualismo. En nuestro país combatió el cristianismo, eminentemente espiritualista, con la religión o secta materialista de Mahoma, y como el triunfo de la religión era el triunfo de la patria, de ahí que echara tan profundas raíces el espiritualismo, unido de esta suerte a la causa de nuestra independencia.

Pero con la conquista de Granada, este gran suceso que dio existencia a la nacionalidad española, coincide el Renacimiento, que despertaba las inteligencias, descubriendo nuevos horizontes, desconocidos en la Edad Media, y que comenzaba por la aparición de los antiguos sistemas: el platonismo, el aristotelismo en sus fuentes originales, el estoicismo, el epicureismo y todas las demás doctrinas filosóficas, que ponían de manifiesto las antiguas glorias de la Grecia, y mostraban los grandiosos resultados que puede alcanzar el espíritu humano, mediante el cultivo de su razón. Nuestro país, que en aquel momento ocupaba una posición elevada entre las naciones, tanto por su poderío como por su ciencia, y que abrigaba en su seno ese instinto que le llevaba a identificar el sentimiento nacional con el sentimiento católico, se inclinó naturalmente al platonismo, prefiriendo dentro de esta doctrina la tendencia determinada por los alejandrinos, que fue la que apareció en el Renacimiento.

No contribuyó poco a esto el terrible poder que por aquel tiempo ejercía ya nuestro tribunal de la fe, que, fuera de ésta, tenía cerrada toda salida al pensamiento. [VII] De aquí esa pléyade de místicos nacionales del siglo XVI, que, aún en tan estrecho recinto, no pudieron moverse sin graves peligros, como lo muestra sobradamente nuestra historia. Sin embargo, a pesar de tales obstáculos, el sentimiento religioso y el filosófico con sus formas místicas marcharon a la par en aquel siglo. Mas esto no fue ni podía ser duradero; en el siglo siguiente campeó sólo el sentimiento religioso, que privado del auxilio que en el anterior le prestaban las ciencias filosóficas, degeneró, quedando reducido a un brutal fanatismo, sostenido por las hogueras de la Inquisición. El pensamiento filosófico se extinguió y dejamos de pertenecer a la Europa culta.

Es cierto que en el siglo último se han hecho esfuerzos para recobrar el terreno perdido, siendo muy dignos de estimación los trabajos de muchos sabios que consagraron sus vigilias a propagar entre nosotros ciertos conocimientos útiles; y bastante hicieron consiguiendo mejorar nuestra educación en la esfera de las artes, de la literatura, de la administración y del orden económico. Pero si esto hizo el siglo XVIII en aquellas ramas de la ciencia, toca al XIX arraigar entre nosotros la Filosofía, que ocupa la cumbre del saber humano, ya que van desapareciendo los obstáculos que lo impedían. Por esto es un deber para todos los que amen de corazón a su patria, trabajar para que se acelere este movimiento, que ha de colocarnos al nivel de las naciones que marchan delante de nosotros, y para darle la dirección más conveniente y la más análoga con nuestro carácter. Esta fue la idea que nos movió a publicar las Veladas y el Examen histórico-crítico de los sistemas filosóficos modernos, y que nos mueve hoy [VIII] a publicar la traducción de las obras de los grandes filósofos con que se honra la humanidad.

Tratándose de esto, necesariamente habíamos de fijarnos en primer término en el divino Platón, para enlazar nuestras tradiciones del siglo XVI con las aspiraciones del siglo XIX; no presentando la doctrina de este filósofo con el colorido místico con que apareció en aquel siglo, debido a la filosofía alejandrina, sino en toda su pureza, tal como resulta de sus obras originales, grabadas con el sello de ese puro espiritualismo que ha constituido constantemente el fondo de nuestro carácter nacional, y cuya permanencia será siempre una de las glorias de España, y acción patriótica cuanto se haga para conservarlo.

Además, la humanidad se ha inspirado constantemente en las obras del filósofo, a quien por espacio de veinticuatro siglos ha dado el nombre de divino, y en mucho tiempo no puede dejar de acudir a esta fuente de pura doctrina. Después de su muerte, la aparición de los escritos de su discípulo Aristóteles, que combatía la teoría de las ideas, base y fundamento de la filosofía platoniana, y la de nuevos sistemas, como el epicureismo, el estoicismo y otros, y la falta, siempre irreparable, del genio fundador, único que con su voz e inteligencia puede sostener el prestigio de sus propias concepciones, hicieron que casi desapareciera el platonismo como escuela, pero no desapareció la indeleble y profunda impresión causada por los escritos de este hombre grande en la marcha y progreso de los conocimientos humanos. Renació posteriormente con el nombre de Nueva Academia, bajo los auspicios de Arcesilao y Carneades, pero su dogma, que consistía en [IX] admitir como único criterio de verdad la probabilidad, con lo cual creían poder combatir el dogmatismo y el escepticismo, es tan pobre y está tan en pugna con el sólido e indestructible dogmatismo de Platón, que bien puede decirse que la nueva Academia fue platoniana sólo en el nombre.

Bajo mejores auspicios apareció en Alejandría con el nombre de neo-platonismo. Ammonio, Sacas, Plotino, Jamblico, Proclo, Porfirio y otros, quisieron, en aquel centro de la civilización entonces conocida, reducir a un cuerpo de doctrina la mitología oriental y la filosofía griega, proclamando que el sabio se iniciaba en todos los misterios, en todas las escuelas, en todos los métodos, valiéndose, para descubrir la verdad, de la iniciación, de la historia, de la poesía y de la lógica. Así que los alejandrinos, a la vez griegos y bárbaros, filósofos y sacerdotes, aunque tomaron por fundamento de su doctrina la de Platón, la exageraron hasta el punto de convertir la unidad platoniana en una unidad vacía de sentido, a la que se llegaba por el arrobamiento y el éxtasis, concluyendo en un iluminismo desesperado, y en proclamar la impotencia de la razón para descubrir la verdad.

En los siglos medios es indudable que Aristóteles ejerció una visible preponderancia sobre Platón, debido a la diferencia radical de sus doctrinas, y no poco a la distinta forma en que fueron presentadas. El sistema de Aristóteles es racionalista, pero encerrado en la naturaleza exterior tiene un sello indudable de empirismo; mientras que el sistema de Platón, también racionalista, tiene el sello del idealismo, que eleva el alma del que le [X] estudia y contempla a las regiones del infinito; y esta misma circunstancia le hizo menos aceptable a la generalidad de las inteligencias. Aristóteles clasificó las ciencias, tratando cada una por separado, con un orden rigorosamente didáctico, cosa desconocida hasta entonces; con una explicación directa, seca y tan severa como la requiere la ciencia. Platón, poeta más que filósofo en la forma, optó por el método de los oradores y no por el de los geómetras; y en vez de clasificaciones científicas y de un lenguaje sencillo de explicación, usa del diálogo, introduce interlocutores, pinta con la imaginación y aparecen resueltos los más vastos problemas con las bellezas del estilo y los encantos que sólo se encuentran en los poetas inspirados. Estas diferencias fueron causa de la preferencia que alcanzó Aristóteles, que fue mirado como el fundador de la metafísica, de la psicología, de la moral, de la política, de la lógica, de la retórica, de la poética, de la economía política, de la física, de la historia natural y de todos los ramos tratados en obras separadas e independientes. Mas con la invasión de los bárbaros y otras concausas de tal manera se desnaturalizaron y corrompieron las doctrinas del Estagirita, que hasta llegaron a desconocerse las obras originales, sustituyéndose la verdadera ciencia peripatética con la ciencia grotesca y bárbara de los escolásticos. Sin embargo, en aquellos mismos siglos, Platón fue altamente considerado y mereció siempre la atención de los sabios, como había merecido en alto grado la de los padres de la Iglesia, debido indudablemente a la afinidad que se advierte entre la filosofía platoniana y los principios del cristianismo. [XI]

No pueden leerse a San Justino, San Clemente de Alejandría, ni a ninguno de los padres griegos, sin advertir cuán instruidos estaban en las obras de Platón. San Agustín mismo{1} dice: «puesto que Dios, como Platón lo repite sin cesar (esto supone una lectura muy asidua), tenía en su inteligencia eterna, con el modelo del universo, los ejemplares de todos los animales, ¿cómo podría dejar de formar todas las cosas?» Quidquid à Platone dicitur vivit in Agustino, se decía.

Si de aquí pasamos a la época del Renacimiento, una nueva gloria se prepara para Platón. Sus obras, desconocidas en el Occidente, aparecieron traducidas por Marsilio Ficino{2} y Juan Serres{3}, y desde entonces su lectura se hizo general entre los hombres de letras; y aunque posteriormente se lamentaba el abate Fleury{4}, el autor de la Historia eclesiástica, de que no eran tan estudiadas las obras de Platón como lo reclamaba el amor a la ciencia, es lo cierto que eran generalmente conocidas en toda Europa, y que Leibnitz, que advertía las tendencias espiritualistas que iban determinando entre los sabios, decía: «si alguno llegase a reducir a sistema la doctrina de Platón, haría un gran servicio al género humano»{5}. No fue extraña España a este movimiento, y si [XII] bien se dio la preferencia a las obras de Aristóteles como sucedía en el resto de Europa, llegando a veintidós lógicas las que se publicaron en los siglos XVI y XVII en nuestro país sobre la base del Organum de Aristóteles, también aparecieron una traducción latina concordante de Platón y de Aristóteles en el Timeo, en el Fedon y en los libros de la República, debida a la pluma de Sebastián Foxio, y una traducción en lengua castellana del Cratilo y de Gorgias por Pedro Simón Abril; indicaciones harto evidentes del espíritu místico o neo-platónico que se infiltró en nuestros sabios en los siglos que siguieron al Renacimiento.

El siglo XVIII fue funesto para el platonismo, como lo fue para todos los sistemas racionalistas. El yugo de hierro que impuso a las inteligencias en la vecina Francia la filosofía empírica, sostenida por Locke y Condillac, hizo que se miraran con horror el platonismo, el malebranchismo, el cartesianismo, los cuales, decía Garat, imponen al hombre agentes o ídolos que han obtenido del espíritu humano un culto supersticioso, culto que convirtió las escuelas en templos; pero cuyas estatuas y altares despedazó primero el gran Bacon{6}.

Pero la reacción comenzada en Alemania a fines del siglo último, y realizada en el presente en toda Europa, es inmensa, ya por el descrédito en que ha caído el empirismo, ya por la altura a que se han elevado todas las cuestiones filosóficas en el campo del idealismo, y ya por [XIII] el conocimiento más profundo que se tiene de la dignidad y grandeza de nuestro ser, que tiende sus miradas a las regiones del infinito a que le llaman sus altos destinos. Para honra del género humano, Platón se ha levantado del descrédito injurioso del siglo XVIII y el conocimiento de sus obras se va haciendo general; y día llegará en que no habrá hombre de ciencia que no vea honrada su librería, por modesta que sea, con los diálogos del divino Platón. Este gran filósofo está ya hablando en todas las lenguas cultas; en Inglaterra, Tailor{7}; en Alemania, Mendelssohn y Schleiermacher{8}; en Italia, Ruggiero Bonghi{9}; en Francia, de una manera parcial, Le Clerc{10}; y de una manera general Cousin{11} y posteriormente Chauvet y Amadeo Saisset{12}, han llevado a cabo esta tarea en sus respectivas lenguas, animados por el deseo de propagar las ideas platonianas, que tanto contribuyen a ensanchar la esfera del saber en el inmenso campo de la ciencia.

Esta misma idea y el amor a mi patria son las razones que me impulsaron a publicar mis anteriores libros, y me mueven hoy a ofrecer al público, en lengua castellana, las obras de Platón. La experiencia me ha hecho conocer lo arduo de la empresa; pero mi fe inquebrantable, y el [XIV] creer que hago un verdadero servicio a mi país, contribuyendo, con lo poco que puedo, a que arraiguen en él los buenos principios, me han llevado a un trabajo muy superior a mis débiles fuerzas. Pasar a una lengua viva lo que hace veinticuatro siglos se ha escrito, no en el lenguaje sencillo de la ciencia, que presenta siempre cierta homogeneidad en todas las lenguas, como se advierte en las obras de Aristóteles, sino en forma de diálogos, con todas las galas del buen decir y con todas las especialidades y modismos que lleva consigo un lenguaje que se supone hablado y no escrito, es una dificultad inmensa y en ocasiones insuperable.

He tomado como base para mi trabajo la traducción en latín de Marsilio Ficin, que con el original griego publicó lo Sociedad Bipontina en la ciudad de Dos-puentes, en Alemania, en el año de 1781, en doce tomos; el último de los cuales es un juicio crítico del historiador de la filosofía Diet. Tiedemann; he consultado en los casos dudosos la magnífica traducción de Cousin, y la de Chauvet y Saisset, tomando de esta última las noticias biográficas, la clasificación de los diálogos, como menos defectuosa, los resúmenes y algunas notas.

Réstanos sólo decir, por qué nos hemos abstenido de entrar en la crítica de la doctrina de Platón, limitando esta introducción a explicar el móvil que nos impulsa a publicar la Biblioteca Filosófica y la razón que hemos tenido para comenzar por las obras de aquel filósofo. Deseando asociar a la patriótica empresa que emprendemos las personas que en nuestro país han consagrado, más o menos, su actividad al cultivo de los estudios filosóficos, [XV] hemos rogado a algunas de aquellas que tomaran a su cargo el escribir un Juicio crítico de cada uno de los filósofos, cuyas obras formaran parte de la Biblioteca, a fin de que de este modo nos ayudaran eficazmente en este trabajo superior a nuestras escasas fuerzas. Pues bien, tenemos la indecible satisfacción de decir, que este ruego ha sido atendido del modo que era de esperar de quienes tantas muestras tienen dadas de su amor a la ciencia y a su país. Reciban todos el sincero testimonio de nuestra profunda gratitud. En su virtud, el conocido profesor de Metafísica de la Universidad de Madrid, D. Nicolás Salmerón y Alonso, se ha encargado de escribir el Juicio crítico de Platón, con el cual se cerrará la publicación de las obras de este filósofo. De la crítica de los demás se ocuparán a su tiempo los señores D. Manuel A. Berzosa, D. Ramón de Campoamor, D. Francisco de Paula Canalejas, D. Federico de Castro, D. Francisco Giner de los Ríos, D. Gumersindo Laverde Ruiz, D. Nicomedes Martín Mateos, D. José Moreno Nieto, D. Juan Valera y Don Luis Vidart. Por este motivo, la sección correspondiente a cada filósofo comenzará con la biografía, que siempre facilita la inteligencia de los escritos de un autor, y concluirá con el Juicio crítico de su doctrina.

Al citar los nombres de estos ilustrados críticos; al pensar que no son solos, sino que antes bien a la par de ellos cultivan las ciencias filosóficas otros profesores, jurisconsultos y literatos; al ver cómo de día en día crece en la juventud el amor al estudio de la filosofía; no podemos menos de celebrar con alborozo este notable progreso en la cultura de nuestro país, en el que hace pocos [XVI] años eran, sólo por excepción, cultivados los estudios filosóficos.

¡Quiera el cielo que este movimiento civilizador se acelere y sea dirigido del modo más conveniente para el engrandecimiento de nuestra querida patria!

Patricio de Azcárate

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{1} De la Ciudad de Dios, XII, XXVI, c.f. VIII, IV.

{2} Nacido en Florencia en 1433, y muerto en 1499.

{3} Nacido en Villanueva de Berg en 1540, y muerto en 1598.

{4} Discurso sobre Platón, dirigido a Monseñor de Samoignon de Basville.

{5} Leibnitz, edic. Erdonann, p. 725 y 701. Cartas a Montmort.

{6} Exposición histórico-crítica de los sistemas filosóficos, tomo IV, p. 39.

{7} 1804; 5 vol. en 4º.

{8} Berlín, 1817-1828; 6 vol., 2ª edición.

{9} Milán, 1857.

{10} Pensamientos de Platón. París 1824, 2ª edición.

{11} Obras completas de Platón. París 1824-1840; 13 vol.

{12} Obras completas de Platón, de MM. Chauvet y Amadeo Saisset, compuestas de 10 vol., 1861.

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Santa Juana de Arcos (Domrémy, Francia, 1412 - Ruán, id., 1431) Santa y heroína francesa. Nacida en el seno de una familia campesina acomoda...