Tercer emblema: "el tiempo pasa rápido" Scherezada Jacqueline Alvear Godoy |
Sócrates – Criton – Eutidemo – Dionisodoro – Clinias – Ctésipo
Criton
Sócrates, ¿quién era aquel hombre con quien disputabas ayer en el liceo? Me aproximé cuanto pude para oíros, pero la apretura de la gente que os rodeaba, era tanta, que no pude entender nada. Me empiné entonces sobre las puntas de los pies, y me pareció que la persona con quien hablabas, era un extranjero: ¿quién es?
Sócrates
¿De quién quieres hablar? Criton. Porque allí había más de un extranjero; eran dos.
Criton
Te pregunto por aquel que estaba sentado el tercero a tu derecha; el hijo de Axioco estaba entre vosotros dos. Advertí que ha crecido bastante, y que es poco más o menos de la misma edad que mi hijo Critóbulo; pero éste es de constitución delicada, mientras el otro es más robusto y de mejores formas.
Sócrates
Ese por quien preguntas se llama Eutidemo. Su [304] hermano, que se llama Dionisodoro, estaba a mi izquierda, y también tomaba parte en la conversación.
Criton
Ni a uno ni a otro conozco, Sócrates.
Sócrates
Al parecer son de los nuevos sofistas.
Criton
¿De qué país son y que ciencia profesan?
Sócrates
Creo que son de la isla de Cos, y fueron a establecerse a Turto; pero huyeron de allí y andan rodando por esta tierra hace algunos años. Con respecto a su ciencia, te aseguro, Criton, que es una maravilla, porque todo lo saben. Yo ignoraba lo que son los atletas consumados; pero aquí tienes estos, que conocen toda clase de luchas, no como los hermanos Acarnanienses, que sólo sobresalen en los ejercicios del cuerpo, sino que éstos, por el pronto, son notables en este género, y combaten hasta el punto de vencer a todos sus adversarios; pero además saben servirse de toda clase de armas, y por el dinero enseñan a todo el mundo a manejarlas, y más aún, son invencibles en materia jurídica, y enseñan a abogar y a componer defensas forenses. Hasta ahora sólo eran hábiles en estas cosas, pero hoy poseen ya el secreto de toda clase de luchas, y hasta han inventado una nueva, en la que no hay quien sea capaz de resistirles, y dígase lo que quiera, ellos saben combatirlo todo igualmente, sea verdadero o falso. Así es, Criton, que estoy resuelto a ponerme en sus manos; porque prometen hacer a cualquiera, en muy poco tiempo, tan sabio en su arte, como lo son ellos mismos.
Criton
Pero, Sócrates, ¿no te detiene tu edad?
Sócrates
De ninguna manera, Criton, y lo que me da ánimos, es [305] que estos extranjeros no eran de menos edad que yo, cuando se entregaron a esta ciencia de la disputa, porque hace uno o dos años que todavía la ignoraban. Lo que temo es, que un alumno de mi edad no sea objeto de chacota, como me sucede con el maestro de cítara Connos, hijo de Metrobo, que me está aún dando lecciones de música, y los jóvenes, mis condiscípulos, se burlan de mí, y llaman a Connos pedagogo de viejos. Temo, pues, que estos extranjeros se burlen también, y no me reciban quizá. Así, Criton, después de haber decidido a algunos ancianos como yo a concurrir a la escuela de música, intento persuadir a otros, para que vengan a esta nueva escuela, y si me crees, vendrás tú igualmente, y quizá deberíamos llevar allí tus hijos, como un cebo, porque la esperanza de instruir a esta juventud decidirá a los extranjeros a darnos lecciones.
Criton
Consiento en ello, Sócrates, pero dime antes lo que enseñan los extranjeros, para que sepa yo lo que hemos de aprender.
Sócrates
No defraudaré tu curiosidad, so pretexto de que no puedo responder por no haberles oído; por el contrario, presté la mayor atención, y nada he olvidado de lo que dijeron; voy a hacerte una relación fiel de todo ello desde el principio hasta el fin.
Estaba, por casualidad, sentado solo donde me viste, que es el lugar en que se dejan los trajes, y me disponía a marcharme, cuando el signo divino consabido se me manifestó de repente. Me volví a sentar, y a muy luego Eutidemo y Dionisodoro entraron seguidos de muchos jóvenes, que me parecieron sus discípulos. Se pasearon un corto rato en el pórtico, y apenas habían dado dos o tres vueltas, cuando entró Clinias, ese joven a quien encuentras con razón bastante crecido, que venía acompañado [306] de gran número de amantes y de jóvenes, y entre ellos de Ctésipo, joven de Peanea, de excelente natural, pero un poco ligero, como lo es la juventud. Clinias, viendo al entrar que estaba yo sentado y solo, se aproximó a mí, y como tú lo observaste, se sentó a mi derecha. Habiéndolo percibido Dionisodoro y Eutidemo, se pararon y conversaron entre sí. De tiempo en tiempo fijaban sus miradas en nosotros, porque yo los observaba con cuidado, pero al fin se nos aproximaron y se sentaron, Eutidemo cerca de Clinias, y Dionisodoro a mi izquierda. Los demás tomaron asiento como pudieron. Yo les saludé amistosamente, como a gentes que hacía mucho tiempo que no veía, y dirigiéndome a Clinias, le dije: aquí tienes, mi querido Clinias, dos hombres, Eutidemo y Dionisodoro, que no se ocupan en bagatelas y que tienen un perfecto conocimiento del arte militar, y de lo que debe practicarse para presentar en batalla un ejército y hacerle maniobrar. Te enseñarán también cómo se defiende uno en los tribunales, cuando se ve atacado. Eutidemo y Dionisodoro como que se compadecieron al oírme hablar así, y mirándose uno a otro, se echaron a reír. Eutidemo, dirigiéndose a mí, dijo:
—Nosotros no consideramos esa clase de cosas, Sócrates, sino como un puro pasatiempo.
Sorprendido yo de oír esto, le dije: precisamente, vuestra principal ocupación debe ser de mucho interés, puesto que todas estas cosas no son para vosotros más que bagatelas; pero hacednos el favor, en nombre de los dioses, de enseñarnos cuál es el arte admirable de que hacéis profesión.
—Estamos persuadidos, Sócrates, me dijo, de que nadie enseña la virtud tan fácilmente ni tan pronto como nosotros.
¡Por Júpiter! exclamé yo; ¿qué es lo que decís? ¡Ah! ¿cómo habéis llegado a hacer tan feliz descubrimiento? Yo creía que sólo sobresalíais en el arte militar, como manifesté antes, y sólo en este concepto os alabé; porque me acuerdo que cuando vinisteis aquí la [307] primera vez, os preciabais de poseer sólo esta ciencia; pero si poseéis además la de enseñar la virtud a los hombres, estadme propicios, yo os saludo como dioses, y os pido que me perdonéis el haber hablado de vosotros en los términos en que lo hice antes. Pero tened cuidado, Eutidemo y tú, Dionisodoro, de no engañarnos, y no extrañéis que la magnitud de vuestras promesas me hagan un poco incrédulo.
—Nada hemos dicho que no sea cierto, y tenlo así entendido, Sócrates; –respondieron ellos.
—Os tengo por más felices que el gran Rey con todo su reino; pero decidme: ¿es vuestro designio el enseñar esta ciencia o tenéis otro propósito?
—Nosotros no hemos venido aquí, sino para enseñarla a los que quieran aprenderla.
—Si es así, todos los que la ignoran querrán conocerla, y yo en este punto os respondo por mí el primero, después por Clinias y Ctésipo, y, por último, por todos estos jóvenes que veis en torno vuestro.
Y entonces les mostré los amantes de Clinias que ya nos habían rodeado. Ctésipo se había sentado al principio casualmente, a lo que me pareció, después de Clinias; pero como Eutidemo se inclinaba cuando me hablaba, Clinias, colocado entre nosotros dos, dejaba oculto a Ctésipo, lo cual obligó a éste a levantarse y a ponerse frente a nosotros, para ver a su amigo y oír la disputa; todos los demás amantes de Clinias y los partidarios de Eutidemo y de Dionisodoro hicieron otro tanto y nos rodearon. entonces, señalándoles a todos con el dedo, aseguré a Eutidemo, que no había uno solo, que no tuviese deseo de tomarle por maestro. Ctésipo se ofreció con calor, y todos los demás hicieron lo mismo, y suplicaron a Eutidemo que les descubriera el secreto de su arte. entonces, dirigiéndome a Eutidemo y a Dionisodoro: es preciso, les dije, satisfacer a estos jóvenes y yo uno mis súplicas a las suyas. Hay mucho de que hablar, pero por el pronto, decidme: ¿os es tan fácil hacer virtuoso a un hombre que duda, tanto que pueda aprenderse la [308] virtud, como que seáis vosotros capaces de enseñarla, que a otro que esté persuadido de lo uno y de lo otro? ¿Os suministra medios vuestro arte, para convencer a un hombre, preocupado de esta manera, de que la virtud puede ser enseñada, y que para esto sois vosotros los mejores maestros?
—Todo eso es igualmente de la competencia de nuestro arte, replicó Dionisodoro.
—¿No hay nadie que pueda, mejor que vosotros, exhortar a los hombres al ejercicio de la filosofía y de la virtud?
—Nosotros por lo menos lo creemos así, Sócrates.
—Nos lo haréis ver con el tiempo, pero en este momento, lo que deseamos es que convenzáis antes a este joven, de que debe consagrarse por entero a la filosofía y a la virtud, con lo que quedaremos altamente complacidos yo y todos nosotros, porque nos inspira este joven el mayor interés, y deseamos hasta con pasión que sea el mejor hombre del mundo. Es hijo de Axioco, nieto del antiguo Alcibiades, primo hermano del Alcibiades que vive, y se llama Clinias. Como es joven aún, tememos, que alguno se apodere primero de su espíritu y le contamine; de manera que no pudisteis haber llegado más a tiempo, y si no tenéis cosa que os lo impida, podéis tantear a Clinias, y conversar con él a presencia nuestra.
Luego que hablé poco más o menos de esta manera, Eutidemo, con un tono altanero y como seguro de sí mismo, dijo:
—Consiento en ello, con tal que este joven quiera responder.
—Está ya acostumbrado, le contesté; sus compañeros y él se interrogan y discuten entre sí muchas veces, y Clinias no tendrá dificultad en responderte.
Pero ¿cómo podré, Criton, referirte lo que después ocurrió? Porque no es poco hacerte una relación fiel de la prodigiosa sabiduría de estos extranjeros, y por esto, antes de proceder a ella, es preciso que, siguiendo el ejemplo de los poetas, invoque las Musas y la diosa Mnemosina. Eutidemo comenzó así poco más o menos. [309]
Los que aprenden, Clinias, ¿son sabios o ignorantes? El joven, como si la pregunta fuese difícil, se ruborizó, y me miró aturdido. Viendo la turbación en que estaba, le dije: valor, Clinias, responde con resolución lo que te parezca, porque redundará quizá en bien tuyo. Sin embargo, Dionisodoro, inclinándose hacia mí y riéndose, me dijo por lo bajo al oído: Sócrates, responda lo que quiera, caerá en el lazo. Mientras me decía esto, Clinias, a quien no tuve yo tiempo para advertirle que tuviera cuenta con lo que respondía, dijo: que los sabios eran los que aprendían. –¿Crees tú que hay maestros, –le preguntó Eutidemo–, o que no los hay?– Confesó que los había. –¿No son los maestros los que enseñan? ¡No eran el tocador de laúd y el gramático tus maestros y tú y tus compañeros sus discípulos?– Convino en ello. –Pero cuando aprendíais, ¿no sabíais aún las cosas que aprendíais? –No sin duda. –Luego, no erais sabios cuando ignorabais estas cosas. –Así es. –Puesto que no erais sabios, precisamente erais ignorantes. –Es cierto. –Luego cuando aprendíais las cosas que no sabíais, las aprendíais siendo ignorantes–. Clinias convino en ello. –Luego son los ignorantes los que aprenden, Clinias y no los sabios, como decías antes–. entonces todos los partidarios de Eutidemo y de Dionisodoro, como de concierto, rompieron en grandes carcajadas y en aplausos. Dionisodoro, sin dar tiempo a Clinias para respirar, tomando la palabra, le dijo: ¿pero, Clinias, cuando vuestro maestro recita alguna cosa, qué son los que aprenden aquello que él recita? ¿Son sabios o ignorantes? –Sabios. –Luego son los sabios los que aprenden y no los ignorantes, y por lo tanto, no has respondido bien a Eutidemo.
Al oír esto se oyeron nuevas carcajadas y nuevos aplausos de los admiradores de la sabiduría de Eutidemo y de Dionisodoro. Nosotros, sorprendidos, permanecimos en [310] silencio. Eutidemo, viendo nuestro asombro, para darnos aún mayor prueba de su sabiduría, arremete de nuevo al joven, y le pregunta dando otra dirección al mismo asunto; a manera de hábil bailarín, que gira dos veces sobre un mismo punto: los que aprenden, ¿aprenden lo que saben o lo que no saben? En este momento, Dionisodoro me dijo al oído: aquí va a caer la primera vez. –¡Por Júpiter! le respondí, la primera polémica me ha parecido maravillosa–. Todas nuestras preguntas son de la misma naturaleza, añadió él; no es posible desenredarse de ellas. –He ahí, le repliqué, lo que os da tanta autoridad entre vuestros discípulos–. Clinias había respondido ya a Eutidemo, que los que aprendían, aprendían lo que no sabían. Eutidemo dirigió a Clinias las preguntas de siempre: –¿sabes las letras?– le dijo. –Sí. –¿Pero las sabes todas? –Todas. –Cuando alguno recita alguna cosa, ¿no recita letras? –Seguramente. –¿Luego recita lo que tú sabes, puesto que sabes todas las letras? –Conforme. –Y bien, ¿aprendes tú lo que se te recita, o es el que no sabe las letras el que aprende? –No, yo soy el que aprende. –¿Luego tú aprendes lo que sabes, puesto que sabes todas las letras?–. Él lo confesó. –Luego no has respondido bien–, añadió Eutidemo.
Apenas había cesado de hablar, cuando Dionisodoro, recibiendo la pelota la arrojó contra Clinias, como blanco a que dirigía sus tiros. ¡Ah! Clinias, le dijo, Eutidemo no obra de buena fe contigo. Pero dime, ¿aprender no es adquirir el conocimiento de una cosa que se aprende? –Convino en ello–. Y saber, ¿no es haber adquirido el conocimiento de esta cosa? –También convino–. Ignorar una cosa, ¿no es no haber adquirido el conocimiento de ella? –Él lo confesó–. ¿Quiénes son los que adquieren una cosa, los que la tienen o los que no la tienen? –Los que no la tienen–. ¿No me has concedido que los ignorantes pertenecen al número de los que no la tienen? [311] –Es cierto–. Los que aprenden, ¿son, por consiguiente, de número de los que adquieren y no del número de los que tienen la cosa? –Sin duda–. Luego son, Clinias, los ignorantes los que aprenden y no los sabios.
Eutidemo se preparaba a dirigir, como se hace en la lucha, un tercer ataque a Clinias, pero viéndole casi acobardado con todos estos discursos, tuve yo compasión de él, y para consolarle, le dije: –No te asustes, Clinias, de esta manera de discurrir, a que no estás acostumbrado. Quizá no conoces la intención de estos extranjeros; quieren hacer contigo lo que hacen los Coribantes con los que se inician en sus misterios, y si tú has sido admitido allí, debes de acordarte que comienzan por juegos y danzas. En igual forma estos extranjeros danzan y juegan en torno tuyo, para después iniciarte. Imagínate, pues, que estos son preludios de los misterios de los sofistas, porque en primer lugar, como Prodico lo ha ordenado, es preciso saber la propiedad de las palabras. Esto es lo que estos extranjeros te han enseñado. Ignorabas que aprender significa adquirir un conocimiento, que no se tenía antes. Y lo mismo cuando después de haber adquirido el conocimiento de una cosa, se reflexiona por medio de este conocimiento sobre esta misma cosa, ya sea un hecho o una idea. Ordinariamente se llama esto más bien comprender que aprender, si bien algunas veces se le da este último nombre. No sabias, como estos extranjeros lo han hecho ver, que un mismo nombre se atribuye a cosas contrarias, ya se sepa o no se sepa. En la segunda cuestión, que han promovido, sobre si se aprende lo que se sabe o lo que no se sabe, sucede esto mismo, que no son más que juegos de palabras; y por esto te he dicho que se divertían contigo, y lo llamo un juego, porque, aun cuando se supiese un gran número de tales objetos, aun cuando se los supiese todos, no por eso sería uno más hábil en el conocimiento de las cosas. A la verdad, es fácil sorprender a [312] a las gentes, valiéndose de equívocos, como aquellos que hacen caer a alguno por medio de una zancadilla, o los que retiran a uno a hurtadillas el asiento en el acto de irse a sentar, dando ocasión a que se rían las gentes cuando os ven en tierra. Pase todo cuanto han dicho hasta ahora estos extranjeros, Clinias, por una broma. Lo serio vendrá después, y entonces, yo el primero, les suplicaré que me cumplan la promesa que me han hecho. Porque debo esperar de ellos, que me enseñen el medio de excitar los hombres a la virtud, pero sin duda han creído que debían comenzar por una chuscada. Basta ya de chanzas; Eutidemo y Dionisodoro, vamos al asunto y llenad el corazón de este joven con el amor a la virtud y a la sabiduría. Permitidme que os explique antes mi intención, y que os diga las cosas sobre las que deseo oíros. Sin embargo, no os burléis de mi modo de obrar grosero y ridículo; el deseo que tengo de aprovecharme de vuestras enseñanzas me impide trataros con cierta circunspección. Repito que tanto vosotros como vuestros discípulos tengáis la paciencia de escucharme sin reíros; y tú, hijo de Axioco, respóndeme.
¿Hay alguno que no desee ser dichoso? ¿No es ridícula esta pregunta y no parece que arguye haber perdido el buen sentido el hacerla? Porque ¿quién no desea vivir dichosamente? –Nadie–, me respondió Clinias. Pues bien, le dije, puesto que todo el mundo quiere ser dichoso, ¿cómo podrá conseguirlo? ¿Será poseyendo muchos bienes? Aún es preciso carecer más de sentido común que al hacer la pregunta anterior, para dudar de una cosa tan clara, porque es la pura evidencia. –Convengo en ello–. Puesto que es así, ¿qué es lo que los hombres llaman bien?, ¿tan difícil es adivinarlo? Por ejemplo, ¿se me dirá que no es un bien el ser rico? ¿No lo es?, Clinias. –Seguramente–. La belleza, la salud y otras perfecciones semejantes del cuerpo, ¿no son bienes? –Quién lo duda–. ¿Qué diremos [313] de la nobleza, del crédito y de los cargos honoríficos de la República? No los comprenderemos entre los bienes? –Sin duda–. ¿No hallaremos aún otros bienes además de todos estos? Por ejemplo: la templanza, la justicia, la fortaleza, ¿no merecerán el nombre de bienes? ¿Alguno podría negarlo?, ¿y tú? –Estos son bienes–, dijo. Sí, ¿y dónde colocaremos la sabiduría? ¿Le daremos cabida entre los bienes o no? –Seguramente; es un bien–. Cuida de que no se nos escape ningún bien, que sea digno de consideración. –Me parece que ninguno se nos ha olvidado–. Recapacitando en mí, exclamé: ¡por Júpiter! hemos dejado olvidado el mayor de todos los bienes. –¿Cuál?– dijo Clinias. Es, le dije, el buen éxito en todas las cosas, lo cual hasta los más ignorantes reconocen como el soberano bien. –Dices verdad–, respondió Clinias. Fijando la reflexión sobre lo que yo acababa de decir le dije: ha faltado poco, para que tú y yo fuéramos objeto de risa para estos extranjeros. –¿Cómo?– repuso Clinias. Porque hemos hablado ya del don de acierto en todas las cosas, y aún continuamos hablando. –¿Qué importa?– ¿No es ridículo repetir dos veces una misma cosa? –¿Porqué dices eso?– replicó Clinias. Es, respondí yo, porque el don de acierto y la sabiduría son una misma cosa; hasta los niños están de acuerdo con esto. El joven Clinias, a causa de su poca experiencia, estaba ya del todo sorprendido; yo lo advertí y añadí: ¿no es cierto que los tocadores de flauta consiguen mejor que nadie el manejo de este instrumento? –Sí–. ¿No sucede lo mismo con los gramáticos respecto a la gramática y escritura? –Sí–. Y en las cosas de mar, los más experimentados pilotos ¿no son mejor que nadie una garantía de buen éxito para librarse de los peligros de las olas? –Sin dificultad–. ¿Si fueras a la guerra, no querrías más fiarte, en medio de los peligros, de un buen general que de uno malo? –¿Quién lo duda?–. Y si estuvieses enfermo, llamarías a un buen médico o [314] a uno ignorante? –A un buen médico, seguramente–. Es decir, que tú esperarías mejor resultado de un buen médico, que de otro que no supiera su oficio. –Conforme–. La sabiduría es la que hace a los hombres dichosos, porque la sabiduría consigue siempre su fin, porque en otro caso no sería sabiduría. En fin, estamos de acuerdo, aunque no sé cómo, en que donde está la sabiduría allí está el buen éxito.
Luego que convinimos en lo que acabo de decir, proseguí de esta manera.
¿Pero qué pensaremos de las cosas que al principio han sido concedidas? Porque hemos dicho, que con tal que tengamos muchos bienes, viviremos dichosos. –Clinias lo confesó–. Para vivir dichosos, ¿es preciso, que los bienes nos sirvan de algo o que no nos sirvan de nada? –Es preciso que nos sirvan de algo–. ¿Pero nos servirán si nos contentamos con poseerlos, sin hacer de ellos ningún uso? Por ejemplo: ¿de qué serviría tener cierta cantidad de viandas y de excelentes vinos a aquel que no quisiese comer ni beber? –Sería una provisión inútil–, dijo. Y supongamos que un artesano tenga todos los instrumentos necesarios para ejercer su oficio, y que no los emplease, ¿qué ventajas, ni qué felicidad, sacaría de esto? ¿De qué le serviría la sola posesión? Por ejemplo: un carpintero, poseyendo los instrumentos y la madera necesaria para trabajar, pero sin trabajar, ¿qué ventaja le puede resultar de esta posesión? –Ninguna–. Y si un hombre posee las grandes riquezas de que hemos hablado, sin atreverse a tocarlas, ¿la posesión sola de tantos bienes le hará feliz? –Yo no lo creo, Sócrates–. Resulta, pues, que para ser dichoso no es bastante ser dueño de todos estos bienes, sino que es preciso usar de ellos. Sin esto ¿de qué sirve poseer? –Es cierto, Sócrates–. ¿Pero, crees tú, que la posesión y el uso de los bienes bastan para ser dichoso? –Sí–. ¿Cualquiera uso que de ellos se haga bueno o malo? –Es preciso hacer un uso bueno–, dijo Clinias. Has respondido sabiamente, porque [315] valdría más no usar de un bien que abusar de él; esto último es un mal, lo primero no es mal ni bien; ¿no es éste tu parecer? –Sí–, dijo. Para trabajar bien la madera, ¿hay necesidad de otro arte que el de carpintero? –No–. ¿No hay igualmente un arte para trabajar los metales? –Seguramente–. ¿No diremos asimismo que es la ciencia la que enseña a servirse bien de los bienes, de la belleza, de la salud, de las riquezas? ¿O bien es otra cosa distinta que la ciencia? –Es la ciencia–. Es, pues, la ciencia y no el don del acierto el que enseña a los hombres a usar bien de las cosas y hacerlas bien.
Él lo confesó.
Pero, ¡por Júpiter!, ¿se puede poseer útilmente una cosa sin la prudencia y la sabiduría? ¿Cuál vale más?, un hombre que posee mucho y que toma parte en muchas cosas, pero que no sabe conducirse, o un hombre que no tiene bienes, que no puede nada, pero que está dotado de buen sentido. Fija bien tu atención: ¿no es cierto, que el que obra menos comete menos faltas?, ¿que el que comete menos faltas, sufre menos mal?, ¿que el que sufre menos mal, es en la misma proporción menos desgraciado?
Clinias convino en ello.
Pero, ¿quién obra menos, el rico o el pobre? –El pobre–. ¿El fuerte o el débil? –El débil–. ¿El que ha recibido honores o el que no los tiene? –El que no los tiene–. ¿El hombre instruido y valiente o el tímido? –El tímido–. ¿El negligente obra menos que el activo? –Sí–. ¿El hombre pesado que el hombre ágil? ¿El que ve y entiende mal menos que el que entiende y ve bien?
Conformes ya en todos estos puntos, añadí:
De todo este discurso, Clinias, concluyamos que todos estos bienes de que hemos hecho relación, no son bienes en sí mismos; que por el contrario, si a ellos se une la ignorancia, son peores que los males que les son opuestos, porque suministran más amplia materia para el mal al mismo que los posee; que si todas estas ventajas van acompañadas de la prudencia y de la sabiduría, son preferibles a los males [316] contrarios; pero que en sí mismos los bienes no deben ser tenidos por buenos ni por malos. –Me parece que tienes razón–, dijo Clinias. ¿Qué concluiremos de todo esto? Que excepto dos cosas, todo lo demás no es bueno ni malo; que la sabiduría es un bien y la ignorancia un mal.
Clinias lo confesó.
Ahora, dije yo, pasemos a lo demás. Puesto que cada uno quiere ser dichoso, y que para serlo es preciso usar las cosas y usarlas bien, y que debemos a la ciencia estas dos ventajas, ¿deben o no deben hacerse los mayores esfuerzos para adquirirla y hacerse lo más sabio que sea posible? –Eso está fuera de duda–, dijo él. Luego debemos creer, que nuestros padres, nuestros tutores, nuestros amigos, todos los que bien nos quieren y hasta los que aspiran a ser nuestros amantes, extranjeros o conciudadanos, no pueden hacernos un presente más precioso que la sabiduría, la que es preciso obtener de ellos a fuerza de súplicas y de instancias, y que no es vergonzoso comprar un bien tan grande por medio de toda clase de servicios y de complacencias decorosas para con un amante o cualquiera otro; ¿no es éste tu parecer? –Sí–, dijo, –creo que tienes razón–. Ya sólo resta examinar si la sabiduría puede enseñarse o si es un don del azar, porque tú y yo no hemos fijado aún este punto. –En mi concepto, Sócrates–, dijo él, –creo que la sabiduría puede enseñarse–. ¡Oh tú, el más excelente de los hombres!, exclamé yo entusiasmado; puesto que me das ya resuelta una dificultad, que me hubiera ocupado mucho, sobre si la sabiduría puede o no enseñarse; pero una vez que me aseguras que puede enseñarse y que es la única cosa que puede hacer a los hombres dichosos, ¿no opinas que es preciso entregarse enteramente a su indagación? ¿Y tú mismo no tienes intención de aplicarte a ella? –Sí–, dijo, –lo haré hasta donde alcancen mis fuerzas–.
Satisfecho de esta respuesta, yo continué: He aquí, Eutidemo y Dionisodoro, un modelo tosco y difuso de [317] exhortación a la virtud, que con gran trabajo he podido trazar. Pero tenga uno de vosotros la bondad de reproducirlo con mejor orden. Si no os queréis tomar este trabajo, por lo menos suplid lo que falta a mi discurso en obsequio de este joven, y hacedle ver, si es preciso que aprenda todas las ciencias, o si le bastará una sola, para ser hombre de bien y dichoso, y cuál sea esa ciencia; porque, como ya os dije, nosotros deseamos vehementemente que se haga sabio y bueno.
Después de haber hablado de esta manera, Criton, esperaba con impaciencia los medios y las razones de que se valdrían, para excitar a Clinias al estudio de la virtud y de la sabiduría. Dionisodoro, que era el de más edad de los dos, tomó la palabra el primero; nosotros fijamos la vista en él, persuadidos de que iba a entretenernos con un discurso maravilloso, y en este punto no fueron vanas nuestras esperanzas. Porque ciertamente, Criton, nos dijo cosas admirables, y que merecen bien ser referidas. Después de esto, no puede menos de amarse la virtud. He aquí lo que dijo:
—Decidme, Sócrates y todos vosotros los que deseáis que este joven sea virtuoso, ¿es de corazón vuestro deseo, o no es más que una apariencia?
Entonces sospeché, que estos extranjeros, cuando les suplicamos que interrogaran a Clinias, habían creído que esta súplica no había sido de buena fe, y que quizá por esto cuanto habían dicho sólo había sido por broma y diversión. Por esta razón respondí con viveza a Dionisodoro: seguramente es de corazón. –Mira lo que dices, Sócrates–, repuso Dionisodoro; –no sea que niegues después lo que afirmas ahora–. Sé bien lo que digo, respondí, y estoy muy seguro de que no lo he de negar. –¿Qué es lo que decís? ¿No deseáis que este joven se haga sabio?– Sí. –Y bien, ¿Clinias es sabio o no es sabio?–. Dice que no lo es aún, porque es un joven sin orgullo. –¿Queréis, pues, que Clinias sea sabio y no [318] ignorante?– Sí. –Por consiguiente, ¿queréis que se haga lo que no es, y que no sea lo que ahora es?
Como no dejara de chocarme este razonamiento, Dionisodoro se apercibió de ello, y se apresuró a añadir:
—Puesto que queréis que Clinias no sea en lo sucesivo lo que ahora es, ¿querríais que él no viviera? ¡Vaya unos buenos amigos y excelentes amantes que desean la muerte de una persona que les es tan querida!
Entonces Ctésipo, lleno de cólera a causa de sus amores, respondió:
—¡Extranjero de Turio, no sé si podré contenerme, para no decirte que mientes, y que falsamente nos imputas a mí y a los demás el desear lo que es un crimen, la muerte de Clinias!
Eutidemo, saliéndole al encuentro, le dijo: –¿crees tú, que sea posible mentir? –Sí, ¡por Júpiter! si no estoy falto de juicio. –Pero el que miente, ¿dice la cosa de que se trata o no la dice? –La dice. –Si dice la cosa de que se trata, ¿no dice ninguna otra cosa que aquélla que dice? –Es claro. –Lo que dice ¿no es una cosa que difiere de todas las demás? –Es cierto. –El que la dice ¿dice una cosa que existe? –Sí. –Pero el que dice lo que existe dice la verdad, y por lo tanto, puesto que Dionisodoro ha dicho lo que existe, os ha dicho la verdad y no os ha mentido. –Lo confieso, pero Dionisodoro, hablando como lo ha hecho, no ha dicho lo que es. –Entonces–, dijo Eutidemo, –las cosas que no existen, no existen. –Conforme. –¿Las cosas que no existen, no existen de ninguna manera? –De ninguna manera. –¿Pero puede un hombre obrar sobre lo que no existe, o hacer lo que no existe en manera alguna? –Yo no lo creo–, dijo Ctésipo. –Cuando los oradores arengan al pueblo ¿no hacen nada? –Hacen alguna cosa. –Si hacen alguna cosa, precisamente obran. –Sí. –Arengar es obrar, es hacer. –Sin duda. –Nadie dice lo que no es, porque haría alguna cosa, y acabas de confesarme que es imposible hacer nada respecto de lo que no existe. Así, pues, según [319] tu propia opinión nadie puede decir falsedades; y si Dionisodoro ha hablado, ha dicho cosas verdaderas y que efectivamente existen. –¡Por Júpiter!– respondió Ctésipo, –Dionisodoro ha dicho lo que es, pero no lo ha dicho como es. –¿Qué dices? Ctésipo–, repuso Dionisodoro, –¿hay gentes que digan las cosas como ellas son? –Las hay–, respondió Ctésipo, –y son los hombres de bien, los hombres veraces. –Pero–, replicó Dionisodoro, –¿el bien no es bien, y el mal no es mal? –Sí. –¿No dices que los hombres de bien dicen las cosas como ellas son? –Lo digo. –¿Luego los hombres de bien dicen mal el mal, puesto que dicen las cosas como ellas son? –Sí, ¡por Júpiter!– replicó Ctésipo, –y hablan mal de los hombres malos, y procura no ser de este número para evitar que hablen mal de ti. En efecto, tú sabes bien que los buenos hablan mal de los malos. –¿Pero–, repuso Eutidemo, –hablan ellos de los hombres grandes grandemente y de los bruscos bruscamente? –Sí, y de los ridículos ridículamente–, replicó Ctésipo, –y así dicen que sus discursos son ridículos. –¡Ah! ¡ah! ¡Ctésipo!–, dijo Dionisodoro, –¡he aquí que ya apelas a la injuria! –No, ¡por Júpiter! ya me guardaré de eso–, respondió Ctésipo; –te considero demasiado para injuriarte, pero te advierto, como amigo, que no vengas a decir cara a cara, que deseo la muerte de personas que me son infinitamente queridas.
Como vi que se acaloraban, dije a Ctésipo: No tomes a mal, Ctésipo, como es nuestro deber, lo que estos extranjeros nos dicen, y no disputes con ellos sobre nombres, con tal que quieran hacernos partícipes de su ciencia; porque si saben refundir los hombres, de suerte que de uno perverso y necio hacen un hombre de bien y sabio, poco importa que sean ellos los autores de esta ciencia admirable, o que la hayan aprendido de otro. No hay duda de que ellos no la saben, ellos que han afirmado hace un rato, que en poco tiempo han inventado un arte [320] que convierte los pícaros en hombres de bien. Siendo esto así, pasemos por lo que quieren; que sacrifiquen a Clinias con tal que le hagan un hombre de bien, y a este precio que nos pierdan a todos nosotros. Y si vosotros, jóvenes, teméis esta experiencia, que la hagan en mí, como si fuera un Cariense; es menos pérdida la de un viejo que la de un jóven, y así me entrego a Dionisodoro como a otra Medea de Colcos. Que me mate, que me cuezca cuanto quiera, con tal que me haga hombre de bien.
—Otro tanto digo yo, Sócrates, dijo Ctésipo; me entrego a estos extranjeros; que me desuellen si gustan, con tal de que llenen mi piel, no de viento como la de Marsias, sino de virtud. Dionisodoro cree que yo estoy resentido de él, y no es cierto; y lo único que he hecho ha sido rechazar lo que sin razón me imputaba. Pero no creas, Dionisodoro, que por esto te haya injuriado, porque hay mucha diferencia entre injuriar y contradecir.
Entonces Dionisodoro tomó la palabra y dijo:
—¿Pero crees tú que hay alguna cosa que admita contradicción?
—Sí, lo creo; pero tú, Dionisodoro, ¿no crees lo mismo?
—Te desafío a que me pruebes que se hayan visto nunca dos hombres que se contradigan el uno al otro.
—Conforme. Pero veamos si te lo puedo probar, contradiciendo yo, Ctésipo, a Dionisodoro.
—¿Prometes probármelo respondiéndome?
—Seguramente.
—¿No se puede hablar de todas las cosas?
—Sí.
—¿Según son las cosas o según no son?
—Como son.
—Porque si te acuerdas, hemos probado ya que nadie dice más que aquello que existe, porque ¿cómo se habla de la nada?
—Pues bien, –replicó Ctésipo–, ¿impide esto el que no podamos contradecirnos?
—¿Nos contradeciríamos si ambos dijéramos una misma cosa, o diríamos más bien en este caso una misma cosa?
—Seguramente no nos contradeciríamos.
—¿Nos contradeciríamos si uno y otro no dijésemos la cosa como ella es, lo que equivaldría a no saber uno y otro lo que dijimos?
Ctésipo contestó que en este [321] caso tampoco había contradicción.
Dionisodoro continuó:
—¿Nos contradeciríamos cuando dice uno una cosa como es, y otro una cosa distinta, resultando que uno habla de una cosa y otro de otra? Si en este caso hubiera contradicción, ¿el que no dice nada, contradeciría al que dice algo?
A esto Ctésipo no contestó nada. Respecto a mí, quedé sorprendido de lo que oía. ¿Cómo dices eso, Dionisodoro? le dije: no es la primera vez que oigo y admiro semejante razonamiento. Los discípulos de Protágoras, y otros más antiguos que ellos, se servían de él ordinariamente, y a mi parecer, es magnífico para destruirlo todo y destruirse a sí mismo. Yo espero que tú, mejor que ningún otro, me descubras hoy el secreto de tal razonamiento. ¿No es tu propósito hacer ver que es imposible decir cosas falsas, y que necesariamente es preciso que el que habla diga la verdad o que no diga nada?
Dionisodoro lo confesó. Yo añadí: ¿quiere decir esto que no se pueden decir cosas falsas, y que sólo se pueden pensar?
—Ni pensar tampoco–, dijo él.
—¿Luego no cabe formar opiniones falsas?
—No.
—¿Es decir que no hay ignorancia ni ignorantes, porque si uno pudiera engañarse, sería por ignorancia?
—Seguramente.
—Pero esto no puede suceder.
——No, ciertamente.
—Por favor, Dionisodoro, dime si al hablar de esta manera lo haces sólo por divertirte y para sorprendernos, o si crees efectivamente que no hay ignorantes en el mundo.
—Pues pruébame que yo me engaño.
—¿Cómo se te ha de rebatir, si dices que no es posible el engaño?
—No –dijo Eutidemo–; no puede ser.
—Pero –repuso Dionisodoro– yo no te he dicho que refutes mi error; porque ¿cómo se pide lo que no es posible?
¡Oh Eutidemo!, respondí yo; no puedo comprender en su fondo todas estas cosas magníficas, si bien comienzo a vislumbrarlas. Quizá te haga una súplica impertinente, pero perdónamela, si gustas. Si nadie puede engañarse ni tener una opinión falsa y si no hay ignorantes, es [322] imposible que nadie cometa falta alguna en su conducta, porque el que obra no podrá engañarse en sus acciones. ¿Es así como vosotros lo entendéis?
—Así es.
—He aquí como consecuencia de esto la pregunta grave que os quiero hacer: si nadie puede engañarse, ni en sus acciones, ni en sus palabras, ni en sus pensamientos, ¿qué es, ¡por Júpiter! lo que venís a enseñarnos? No os alababais, hace un momento, de saber mejor que nadie enseñar la virtud a cuantos quieran aprenderla?
—Tú chocheas, Sócrates, replicó Dionisodoro, al venir alegando con lo que dijimos antes. A este paso, si hubiera adelantado una opinión hace un año, me la echarías en cara, y lo que conviene es que te fijes en lo que decimos ahora.
—No sin razón, porque son cosas difíciles, que han sido dichas por personas muy entendidas. Sobre todo, encuentro que no es fácil responder a tus últimas objeciones, porque cuando me echas en cara, Dionisodoro, que no tomo en cuenta lo que dices, ¿qué es lo que pretendes? ¿Es para que no tenga yo nada que responderte? ¿Qué otra cosa quieren decir tus palabras, sino que no tengo nada que oponer a tus argumentos?
—Pero tú mismo, replicó Dionisodoro, ¿qué quieres que yo oponga a los tuyos? Responde, Sócrates.
Pero Dionisodoro, responde antes.
—¿Por qué no quieres tú responder?
—¿El primero? Eso no es justo, repliqué yo.
—Por el contrario, muy justo.
—¡Ah! ¿por qué razón? Sin duda es porque, siendo tu un hombre maravilloso en el arte de hablar, sabes perfectamente cuándo debe responderse y cuándo no. Así que no me respondes, porque no crees procedente hacerlo ahora.
—Eso es chancearse, dijo él, no es responder; pero créeme, haz lo que te digo, y puesto que estás de acuerdo en que soy más hábil que tú, respóndeme.
—Es preciso obedecer; es una necesidad, puesto que eres el maestro. Interroga todo lo que quieras.
—Las cosas que quieren decir algo ¿son animadas o no lo son?
—Son animadas.
—¿Conoces tú palabras [323] animadas?
—No, ¡por Júpiter!
—¿Por qué preguntabas antes lo que mis palabras querían decir?
—¿Qué sé yo? Yo soy un ignorante, quizá también no me haya engañado, y habré tenido razón para atribuir inteligencia a las palabras; ¿qué te parece? He dicho bien ó mal? Porque si no me he engañado, tú serás el poco hábil; no podrás responderme ni decir nada de mis palabras; y si me he engañado, no tienes razón para decir que es imposible engañarse; ya ves que no te cito ahora opiniones de hace un año. Pero todo esto viene a parar en lo mismo: estos discursos son de tal calidad, que, destruyendo todos los demás, se destruyen a sí propios, y a este respecto os encuentro poco precavidos, por más que admire por otra parte la sutileza de vuestras palabras.
En este momento, Ctésipo exclamó: buenos amigos de Turio, de Quios o de la ciudad que queráis, esto es muy bello, pero parece que os divertís en soñar estando despiertos. Yo temí que pasaran al terreno de las injurias; traté, pues, de apaciguarlos, y le dije a Ctésipo: te repetiré a ti lo que dije antes a Clinias; no conoces la maravillosa ciencia de estos extranjeros; antes de enseñarla seriamente, nos la ocultan, como Proteo el sofista egipcio. Pero nosotros a la vez no nos desanimemos como Menelao, y démosles treguas hasta que con formalidad nos hayan descubierto su secreto, porque si quieren espontanearse a nosotros, no dudo que nos enseñarán cosas admirables. Empleemos, pues, nuestras súplicas y nuestros conjuros para obtener de los mismos este beneficio. Pero antes quiero explicarles lo que exijo de ellos, y para esto voy a tomar el discurso, donde quedó interrumpido, para darle la última mano. Quizá conseguiré excitar su compasión, y que me instruyan de tan buena fe, como de buena fe exijo yo ser instruido.
¿Dónde lo dejamos? Clinias, dímelo, te lo suplico. ¿No era en aquel punto, en que estábamos de acuerdo, de que [324] es preciso entregarnos al estudio de la filosofía? –El mismo, respondió. –¿No es la filosofía la adquisición de una ciencia? –Seguramente. –¿Pero qué ciencia es la que conviene adquirir?, ¿no es la que nos puede ser provechosa? –La misma. –Si recorriendo el mundo supiéramos dar con un país donde se encuentre el oro abundante, ¿este conocimiento nos seria útil? –Es posible, dijo. –¿Pero no te acuerdas que antes convinimos en que todo el oro del mundo es inútil, aun cuando le poseyéramos, sin necesidad de profundizar la tierra ni de usar del arte de convertir las piedras en oro, si no sabemos hacer de él un buen uso? –De acuerdo. –Por consiguiente, ninguna ciencia, ni el arte de enriquecerse, ni la medicina, ni otra alguna es útil, si no enseña a servirse de aquello de que se trata. –Él lo confesó. –Por ejemplo: la que nos hiciese inmortales de nada nos serviría, si no nos enseñaba a servirnos de la inmortalidad conforme a lo que hemos dicho. –En esto convinimos ambos. –Tenemos necesidad, mi querido Clinias, de una ciencia que sepa hacer y sepa usar de aquello que ella trata? –Lo confieso, dijo. –No es necesario que aprendamos la ciencia del constructor de liras, porque hay mucha diferencia entre un constructor y un tocador de lira: la manera de hacer una lira y la de hacer uso de ella no son las mismas, ¿no es así? –Sin duda. –¿Qué necesidad tenemos del arte de hacer flautas, puesto que no se aprende a hacer uso de ellas? –Lo concedió. –¡Pero en nombre de los dioses!, ¿para ser dichosos no haremos bien en adquirir el arte de pronunciar arengas?– Yo no lo creo, respondió. –¿Por qué? –Porque he visto a estos oradores servirse tan mal de sus arengas, como los constructores de instrumentos de sus liras. Las hacen para los demás que saben emplearlas y no hacerlas. En las arengas sucede lo mismo que en todo lo demás; el arte de componerlas y el de servirse de ellas, no son lo mismo. –He aquí, dije yo, lo que prueba [325] suficientemente que el arte de arengar no es capaz de hacer la felicidad de los hombres. –Sin embargo, me imaginaba que era esta la ciencia, que hacía mucho tiempo buscábamos, porque a decir verdad, Clinias, siempre que hablo con los oradores, los encuentro admirables y su arte me parece divino; lo considero como una especie de encantamiento, porque así como por la virtud de los encantos se dulcifica el furor de las víboras, de las arañas, de los escorpiones, de otros animales venenosos, y el de las enfermedades, las arengas tienen igualmente fuerza de calmar el ánimo de los jueces, de los oyentes, de las asambleas y de la multitud; ¿no es este tu parecer? –No tengo otro, dijo. –¿A dónde volveremos los ojos? ¿cuál es la ciencia a la que debemos dirigirnos? –Estoy perplejo. –Aguarda; creo haberla encontrado. –¿Cuál es?, me dijo Clinias. –El arte militar, dije, es a mi parecer el que debe adquirírse para, ser dichoso. –Témome que te engañas. –¿Por qué? –Porque no es más que una caza de hombres. –¿Y entonces? –El cazador, dijo, no hace más que descubrir y perseguir su presa, y cogida, ya no sabe qué hacer de ella, y haciendo lo que el pescador la pone en manos del cocinero. Los geómetras, los astrónomos, los aritméticos son también cazadores; no hacen las figuras ni los números; los encuentran todos hechos, y no sabiendo servirse de ellos, los más sabios los entregan a los dialécticos a fin de que los utilicen. –¡Oh Clinias, tú, el más elegante y sabio de los jóvenes! ¿Es cierto eso que dices? –Sin duda; y así de igual modo los generales de ejército, después que se han hecho dueños de una plaza o de un país, lo abandonan a los políticos, porque su fin exclusivo es la victoria, y hacen lo que los pajareros, que después que cogen los pájaros en sus redes, los entregan a otros para que los mantengan. Por consiguiente, si para hacernos dichosos tenemos necesidad de un arte, mediante el que se sepa usar de lo que es objeto del mismo o de lo [326] que se ha cogido en la caza; busquemos otro que no sea el arte militar.
Criton
¿Te burlas? Sócrates. ¿Es posible que Clinias haya dicho lo que acabo de oírle?
Sócrates
¿Dudas de ello?
Criton
Sí, ¡por Júpiter!, dudo, porque si ha hablado de esa manera, ninguna necesidad tiene ni de Eutidemo ni de ningún otro para maestro.
Sócrates
¡Por Júpiter!, ¿sería quizá Ctésipo el que dijo tales cosas? porque a la verdad no lo recuerdo.
Criton
Ctésipo, dices?
Sócrates
Por lo menos estoy seguro de que ni Eutidemo ni Dionisodoro fueron los que lo dijeron. A menos que no fueran inspirados, mi querido Criton, por algún espíritu superior; pero de no habérselo oído a ellos, estoy seguro.
Criton
Sí, ¡por Júpiter!, cualquiera que sea el autor, es un espíritu superior. Pero, en fin, encontrasteis la ciencia que buscabais o no la encontrasteis?
Sócrates
¿Cómo, si la encontramos? Pasó una cosa graciosa. Nos sucedió lo que a los niños que corren tras de las alondras; que cuando creíamos tenerla cogida, se nos escapaba, y dejando a un lado todas las ciencias que examinamos, nos fijamos en la del arte de reinar, y nos preguntamos a nosotros mismos, si era él capaz de hacer a los hombres dichosos. Pero como si hubiéramos entrado en un laberinto, cuando creímos estar al fin, nos encontramos como al principio, y como si nada hubiéramos hecho. [327]
Criton
¿Pues cómo?, Sócrates.
Sócrates
Te lo diré. La política y el arte de reinar nos parecieron una misma cosa.
Criton
¿Y luego?
Sócrates
Viendo que el arte militar y todas las demás ciencias someten sus obras a la política, como única ciencia que sabe hacer buen uso de ellas, creímos que era ésta la que buscábamos, y también la causa de la felicidad pública, y en fin, como dice Esquiles, que ella gobernaba sola y lo arreglaba todo teniendo por norte el interés general.
Criton
¿Por ventura os engañasteis en eso?, Sócrates.
Sócrates
Juzgarás por ti mismo, Criton, sólo con que tengas paciencia para oír lo demás. Continuamos nuestras indagaciones de esta manera. El arte de reinar, al que todos los demás están sometidos, ¿hace algo o no hace nada? Todos confesaron que hacía alguna cosa; y creo, que tú, Criton, serás de la misma opinión.
Criton
Sin dificultad.
Sócrates
¿Cuál es, pues, su obra? Si yo te preguntase qué produce la medicina, me responderías que la salud.
Criton
Sí.
Sócrates
¿Y la agricultura qué produce?, ¿qué hace? Me responderías que saca nuestros alimentos de la tierra.
Criton
Es cierto. [328]
Sócrates
Y la ciencia de reinar, por su parte, ¿qué produce? Quizá me pedirás tiempo para pensarlo.
Criton
Lo confieso, Sócrates.
Sócrates
Nosotros decimos lo mismo; pero sabes, por lo menos, que, si es esta la ciencia que buscamos, debe ser provechosa.
Criton
Lo creo.
Sócrates
Es decir, que es preciso que nos proporcione un bien.
Criton
Así es necesario, Sócrates.
Sócrates
Nos pusimos, pues, de acuerdo Clinias y yo, en que el bien era una ciencia.
Criton
Es lo que ya me tienes dicho.
Sócrates
Pero la obra principal de la política parece ser la riqueza, la libertad y la unión de los ciudadanos. Sin embargo, nosotros hemos demostrado ya que todas estas cosas no son bienes, ni males. Por consiguiente, es preciso que la política, para que sea una ciencia útil a los hombres y que los haga felices, los instruya y los haga sabios.
Criton
Me has referido que Clinias y tú estabais conformes en eso.
Sócrates
Pero la ciencia de reinar ¿hace a los hombres buenos y sabios?
Criton
¿Quién puede impedirlo? Sócrates. [329]
Sócrates
¿Pero hace a todos buenos y en todas las cosas, y les proporciona todas las ciencias, como la del curtidor, la del carpintero y todas las demás?
Criton
No, seguramente, Sócrates.
Sócrates
Pero ¿qué ciencia nos proporciona y qué provecho podemos sacar de ella? No basta que nos dé a conocer cosas, que no son buenas ni malas; tampoco hay necesidad de que nos enseñe otra ciencia, que no sea ella misma. Digamos, pues, lo que es ella, y para qué es buena. En este concepto, ¿podremos decir, Criton, que es una ciencia, con la que podemos hacer a los hombres virtuosos?
Criton
Eso es lo que yo quiero.
Sócrates
Mas, ¿para qué son buenos y útiles los hombres virtuosos? Diremos que ellos harán que otros les imiten y a estos otros y otros? ¿Pero cómo puede decirse en qué concepto son buenos, si no sabemos todo lo que es producto de la política? Así es que no hacemos más que repetirnos sin cesar, y, como ya decía, henos aquí más lejanos que nunca de encontrar esta ciencia, que hace a los hombres dichosos.
Criton
¡Por Júpiter! Sócrates, yo os encuentro en una gran dificultad.
Sócrates
Así es, que viéndonos en este conflicto tendí las manos a Eutidemo y a Dionisodoro, y les supliqué humildemente, como Cástor y Polux, que tuviesen compasión de Clinias y de mí, que apaciguaran esta tormenta y nos enseñaran seriamente la ciencia, de que tenemos necesidad, para pasar dichosamente el resto de nuestros días. [330]
Criton
Y bien, ¿lo hizo así Eutidemo?
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