Apuntes de clases

Clases de filosofía y ciencias bíblicas del Instituto de Humanidades Luis Campino, y la Parroquia de Guadalupe de Quinta Normal.


miércoles, 23 de agosto de 2017

102).-Inspiración divina de la biblia (I) a

  Esteban Aguilar Orellana ; Giovani Barbatos Epple.; Ismael Barrenechea Samaniego ; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; -Rafael Díaz del Río Martí ; Alfredo Francisco Eloy Barra ; Rodrigo Farias Picon; -Franco González Fortunatti ; Patricio Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda ; Jaime Jamet Rojas ; Gustavo Morales Guajardo ; Francisco Moreno Gallardo ; Boris Ormeño Rojas ; José Oyarzún Villa ; Rodrigo Palacios Marambio; Demetrio Protopsaltis Palma ; Cristian Quezada Moreno ; Edison Reyes Aramburu ; Rodrigo Rivera Hernández; Jorge Rojas Bustos ; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba ; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala ; Marcelo Yañez Garin; 


 Curso de ciencias bíblicas en la parroquia de  Guadalupe de la comuna de Quinta Normal, años 2009



1. Noción y existencia de la inspiración. 2. Criterios para reconocer la inspiración. 3. Fuentes documentales que ilustran la fe cristiana en la existencia de libros inspirados. 4. Naturaleza de la inspiración bíblica. 5. Desarrollo histórico de la doctrina sobre la naturaleza de la inspiración (a. Antigüedad cristiana. b. Escolástica medieval. c. Santo Tomás de Aquino. d. La teoría de la causalidad instrumental. e. Noción de inspiración en S. Tomás. f. Cuestiones no tratadas en la doctrina tomista). 6. Síntesis doctrinal acerca de la naturaleza de la inspiración. 7. La inspiración activa. 8. La inspiración pasiva: a. Influjo divino en el intelecto. b. Influjo divino en la voluntad. c. Influjo inspirativo en las potencias ejecutivas. 9. La inspiración terminativa y extensión de la inspiración: a. Inspiración real. b. Inspiración verbal. 10. Nuevas cuestiones y perspectivas: a. La «tradicjón bíblica»: la Iglesia y la Biblia. b. La inspiración bíblica, conjunto de la inspiración pastoral, oratoria y escriturística. c. Inspiración y Tradición. d. Revelación e inspiración. 11. Otras cuestiones: a. El Espíritu Santo inspirador de la Escritura. b. Inspiración del ayudante o completadóres del hagiógrafo.
     

1. Noción y existencia de la inspiración. 

Pueden darse varias descripciones de la inspiración divina de la S. E., que siendo sustancialmente idénticas, subrayan uno u otro aspecto del tema o algunos de sus elementos constitutivos. Como una primera aproximación, podría decirse que la inspiración bíblica es un carisma sobrenatural, dado por Dios a ciertos hombres en el seno del Pueblo de Dios del A. y del N. T., para consignar por escrito, con validez general y pública, aquellos misterios de Dios y de su intervención en la historia de la salvación humana, que Dios ha querido que fuesen de ese modo entregados a su Iglesia, por causa de nuestra salud y santificación.
      La inspiración (i.) divina es, pues, el constitutivo necesario para que un libro forme parte de la Biblia (B.). La i. divina de un escrito es previa y necesaria para que ese escrito sea canónico, es decir, perteneciente a la B. (v. II). Metodológicamente, antes del estudio más hondo de la naturaleza de la i., es conveniente tratar de la cuestión previa de su existencia, es decir, de si existen libros inspirados, esto es, escritos no con las solas fuerzas humanas, sino mediante ese carisma sobrenatural que llamamos i.
      Consta documentalmente que, al menos desde los últimos siglos del A. T., en el pueblo de Israel se había recibido una colección de libros con el nombre de libros santos o Escritura Sagrada (cfr. 1 Mach 12,9; 2 Mach 8,23). En tiempo de Jesús, los escribas (v.) o doctores judíos reconocían pacífica y unánimemente un valor absoluto y sagrado a tales libros (v. 1, 2; II, A,i). En el uso litúrgico (ceremonias del Templo de Jerusalén y reuniones en las sinagogas) se leían, comentaban y veneraban tales libros, con inclusión de ritos purificatorios tras su lectura. Todo ello implica el reconocimiento de que tales libros tienen origen y carácter divinos. En cuanto a la tradición cristiana, ha sido unánime y constante, a través de toda la historia de la Iglesia, la confesión de la existencia de unos libros divinos y sagrados. La cadena de citaciones a este respecto sería casi interminable. Baste por ello aducir, a modo de ejemplo, un solo texto del Magisterio eclesiástico, a saber, uno de los cánones del conc. Vaticano I: «si alguien no recibiere como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura, íntegros, con todas sus partes, según recensionó el Santo Concilio Tridentino, o negare que tales libros han sido divinamente inspirados, sea anatema» (cfr. Denz.Sch. 3029). Ello implica que la aceptación de la i. y carácter divino de los libros que integran la S. E., es una cuestión de f e divina y católica, es decir, parte integrante del dogma católico (v. t. II, A).
      Las declaraciones al respecto de la Tradición son tan constantes y numerosas, que nos eximimos de toda cita. Limitémonos a reproducir dos textos de la misma S. E.: «Toda Escritura divinamente inspirada (theopneustos) es útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia» (2 Tim 3,16). «Ninguna profecía de la Escritura es de interpretación particular, pues la profecía no ha sido proferida en los tiempos pasados por voluntad humana, antes bien, movidos por el Espíritu Santo, hablaron de parte de Dios los hombres» (2 Pet 1,2021).

2. Criterios para reconocer la inspiración. 

¿Por qué medios, argumentos o criterios podemos establecer con certeza la existencia de tales libros inspirados? De lo que acabamos de decir surge espontáneamente la respuesta: en la multisecular y continua Tradición de la Iglesia (v.), instituida por Dios mismo, y por Él asistida, es donde consta indefectiblemente la fe en la existencia de tales libros.
      La cuestión de los criterios de inspiración surgió históricamente a raíz de la reforma protestante. Al no aceptar ésta el Magisterio de la Iglesia y al minimizar extremadamente el valor de la Sagrada Tradición (v.), para quedarse con la Scriptura sola, interpretada según el libre examen (v.), es como pudo plantearse el problema: ¿Cómo puede cada fiel estar seguro de encontrarse ante un escrito inspirado?
      Planteada así la cuestión, fuera de la Tradición y el Magisterio, los reformadores se vieron en la necesidad de buscar otros argumentos o criterios. Y adujeron principalmente tres clases de criterios: 1) Tomados de la índole de cada libro: sublimidad de su doctrina, «propensión hacia Cristo» (Lutero), unidad fundamental de su contenido. Pero este criterio es muy impreciso y vago; existen otros muchos libros, que no han sido especialmente inspirados por Dios, y que, sin embargo, contienen doctrina admirable. 2) Criterios tomados de los sentimientos que la lectura produce en el lector o auditor del escrito. Evidentemente este criterio está sometido a todos los fáciles engaños de la apreciación subjetiva. 3) La gracia del Espíritu Santo en el lector: este criterio, propuesto especialmente por Calvino, supone que el Espíritu Santo hace ver a cada fiel, le da una luz o gracia, para que sepa si el pasaje que lee es o no inspirado por Dios. Es evidente que Dios puede comunicar tales gracias cuando quiera, pero otra cosa es que se ponga como necesaria en cada caso tal gracia especial de Dios; no consta en la Revelación que Dios actúe así de modo ordinario; tal posición calvinista implica además gran subjetivismo y falta de sentido de la misión de la Iglesia. No es, pues, válido tampoco este criterio como norma genérica. 4) Criterios tomados de la persona del autor del libro: se exigía que fuera Profeta para los libros del A. T. y Apóstol para los del N. T. Este criterio tiene amplios fundamentos históricos y doctrinales, pues, de hecho, la mayor parte de los autores del N. T. fueron Apóstoles (excepto Marcos y Lucas) y buena parte de los del A. T. fueron Profetas; pero se le opone que una parte de los hagiógrafos del A. y del N. T. no fueron ni Profetas ni Apóstoles (en sentido estricto), es decir, el carisma inspirativo es distinto que el profético o el apostólico, aunque de hecho hayan confluido muchas veces en la misma persona.
      Intentados, con resultados no convincentes, todos estos criterios, queda como conclusión que el único criterio válido, con carácter de universalidad, claridad e infalibilidad, es el testimonio público de Dios, conservado en la rica y multisecular Tradición (v.) de la Iglesia, y formulado repetidas veces por el Magisterio (v.) eclesiástico. La Iglesia ha reconocido como sagrados los libros de la S. E. no tras investigaciones científicas, sino como manifestación y definición de la fe de ella misma, «porque, habiendo sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor, y como tales (libros inspirados) han sido entregados a la Iglesia» (Vaticano I, Denz.Sch. 3006).
      La declaración de todos y cada uno de los libros que integran la S. E. constituye el canon bíblico (v. II). El criterio de i. y el de canonicidad se identifican: como enseñó el Conc. Vaticano I, ese criterio es sencilla y claramente que la Iglesia los ha recibido como inspirados, sagrados y canónicos. Como explica H. Zimmermann (Los métodos históricocríticos en el N. T., Madrid 1969, 18) «la fijación de la canonicidad presupone que se da Iglesia antes de * existir los escritos neotestamentarios y que el canon del N. T. se apoya por completo en la autoridad de la Iglesia...» (v. t. apartado 10).
      Un argumento de conveniencia para ilustrar este criterio se apoya en que, siendo la B. el depósito inspirado de la revelación escrita al que todo cristiano ha de prestar un asentimiento de fe sobrenatural, no debe implicar unas arduas investigaciones por parte de cada fiel; sería hacer muy difícil la regla de fe o conjunto de verdades necesarias para la salvación.
      En resumidas cuentas., la i. divina de todos y cada uno de los libros de la S. E. nos consta, a cada fiel, por el Magisterio (v.) de la Iglesia, que es de institución divina, y que enseña sencilla y claramente el contenido de la S. Tradición (v.), la cual, a su vez, es el reflejo de la Revelación pública divina (v. REVELACIÓN II y III).

3. Fuentes documentales que ilustran la fe cristiana en la existencia de libros inspirados. La presente cuestión se orienta a saber cuáles sean las fuentes documentales en las cuales la fe cristiana y el Magisterio de la Iglesia tienen unas razones de orden históricocrítico para fundamentar complementariamente la fe en la i. divina de la B. Sería imposible aquí recensionar las fuentes que ilustran la continua Tradición sobre la existencia de libros inspirados; forzosamente hemos de remitir a los grandes manuales y estudios específicos (v. bibl.). La conclusión que de tal encuesta resulta, podemos resumirla así: toda la S. Tradición de la Iglesia, contenida en los testimonios literarios de los Santos Padres, en los documentos del Magisterio eclesiástico desde los orígenes hasta nuestros días, en los teólogos y expositores de la fe cristiana de todos los siglos, así como en algunos textos de la misma S. E., etc., es unánimemente concorde en tener como cierto el hecho de la i. divina de unos libros determinados. Este hecho consiste esencial y nuclearmente en que ciertos libros han sido escritos por un especial y divino impulso que llamamos inspiración, que es peculiar y exclusivo de la S. E.
      Tal inspiración (i.) constituye a dichos libros en sagrados y divinos, en el sentido de que no han sido escritos con las solas fuerzas humanas, sino que tienen a Dios como autor principal, a Él se debe principalmente el origen e iniciación de los mismos, siendo también los autores humanos o hagiógrafos verdaderos autores de tales libros, pero de modo secundario y dependiente de Dios. Finalmente, tales libros inspirados de tal manera contienen y son la Palabra de Dios (v. PALABRA II) escrita en favor de los hombres (causa nostrae salutis, según fórmula de la const. Dei Verbum del conc. Vaticano II), que son fundamento perenne de la fe y de la doctrina cristiana.

4. Naturaleza de la inspiración bíblica. 

La teología cristiana, así como el Magisterio de la Iglesia, han ido precisando a lo largo de los siglos la naturaleza del factum inspirativo. De este modo, se ha ido acumulando un caudal de quaestiones en torno a la naturaleza de la i. bíblica que, a partir de la teología escolástica en el s. XIII, ha ido tomando la forma y la estructura de un verdadero tratado teológico dedicado a la explicación racional del hecho de la i.: análisis de sus elementos constitutivos, tanto por lo que mira a la i. como carisina (v.) sobrenatural, como por lo que atañe a la participación humana en la redacción de los libros; «efectos» de la inspiración, alcance o extensión del carisma, etc., para pasar después a la síntesis teológica de tales análisis. En una palabra, nos toca ahora abordar la cuestión de la naturaleza o esencia de la i. divina de la Biblia.
      Cuando hablamos de la i. bíblica, queremos significar un carisma divino por el que los autores del A. y del N. T. concibieron y redactaron los escritos bíblicos. Este carisma, según la doctrina católica, consiste fundamentalmente en que tales libros no han sido escritos con las solas fuerzas humanas, sino bajo la i. de Dios, al cual tienen por autor principal, mientras tienen como autores secundarios a los hagiógrafos respectivos. También pertenece a la doctrina católica la afirmación de que las diversas facultades anímicas de los hagiógrafos, toda su personalidad, han recibido el influjo carismático, elevando el ejercicio de tales facultades de modo conveniente para que el hagiógrafo sea fiel y apto instrumento de la revelación divina escrita; así como la advertencia de que esa elevación de las facultades anímicas presupone la actividad real y auténticamente humana de las mismas, no su destrucción o abstracción, y finalmente que el influjo divino en los hagiógrafos continúa mientras se verifica la redacción del libro, cesando cuando el escrito está terminado.
      A la fe católica, solamente pertenece per se la confesión o asentimiento del hecho de la i. en su expresión más sencilla y obvia: poco más o menos lo que se acaba de exponer. Por el contrario, las explicaciones teológicas, más o menos desarrolladas, del núcleo esencial constitutivo del hecho de la i. no pertenecen a la verdad de fe dogmática: caben pues diversos intentos explicativos, pero siempre que reflejen y respeten el hecho nuclear dogmático. En efecto, a lo largo de la historia se han dado explicaciones que implicaban una deformación sustancial del hecho de la i.; p. ej., las que reducían la intervención divina de tal modo que la S. E. vendría a ser un puro producto del pensamiento humano; o por el contrario, las que de tal modo reducían la participación de los hagiógrafos, que éstos ya no actuaban como personas humanas sino como instrumentos irracionales. Ambos extremos son incorrectos y los sistemas que los han propuesto, erróneos, incluso heréticos en cuanto impliquen la negación de los constitutivos esenciales de la naturaleza de la i. Por ello, el Magisterio de la Iglesia ha desautorizado o condenado, según la gravedad de los casos, algunas de esas explicaciones incorrectas.

5. Desarrollo histórico de la doctrina sobre la naturaleza de la inspiración: 

a. La antigüedad cristiana.

 El vocablo inspiración es un sustantivo abstracto (latín inspiratio, griego theopneustía) derivado del participio inspirado (inspiratus, theópneustós) empleado por S. Pablo en la 2 Tim 3,16 (pása grafé theópneustos: «toda escritura divina inspirada»). Con el sustantivo inspiración (theopneustía) se designa hoy este carisma, pero en la antigüedad cristiana, generalmente, sólo indicaba un aspecto del mismo, el de la acción pneumatológica divina en la mente del hagiógrafo. Pero el carisma tiene otros elementos constitutivos, como la participación del hagiógrafo en la operación literaria, su enmarcamiento en la vida de la Iglesia, etc. Teniendo en cuenta que la sistematización teológica de' los diversos aspectos y elementos constitutivos de la i. se ha ido desarrollando en el decurso de los siglos, no es de extrañar que cuanto más nos remontamos a los orígenes cristianos, las descripciones sean menos desarrolladas y complejas, hasta quedarnos con exposiciones desnudas del núcleo esencial de la fe.
      El contacto con la cultura helénica estimuló los primeros intentos cristianos de explicación de la realidad sobrenatural bíblica, y a veces proporcionó unas bases para la terminología. Los pensadores griegos habían ensayado antes una teorizacián de los fenómenos religiosos de los oráculos helenos (v. GRECIA VII); en general los autores (Plutarco, Platón, etc.) hablaban de posesión de los adivinos o mantes por el Dios; los mantes tenían sus visiones en estado de posesión divina (enthousiasmos), en medio de enajenación de los sentidos o locura divina (Theia manía); estas explicaciones tenían su motivación en los fenómenos extraños que se observaban en los adivinos en trance (v. ADIVINACIÓN I; ORÁCULO). Los escritores eclesiásticos antiguos, aunque formados culturalmente en el helenismo, se mantuvieron en posiciones muy sobrias, sin caer, por lo general, en los excesos de la filosofía de la religión griega; usaron una terminología parecida, pero cargándola de nuevos sentidos. Así, el adjetivo theópneustos, aplicado a escritores sagrados, designaba un estado especial por el que se daba una inhabitación del Espíritu de Dios que los hacía aptos para manifestar algo por escrito, de parte de Dios, sin que ello supusiera estado de insania o locura divina ni enajenación de los sentidos. A su vez, aplicado theópneustos al libro sacro, indicaba que éste había sido escrito bajo esa acción inspirativa divina. El fenómeno sobrenatural de la inspiración, como el de la profecía (v.) era, pues, explicado por la teología patrística como una actividad del Espíritu Santo en el hagiógrafo o profeta, pero sin entrar en complejos problemas psicológicos y teológicos.
      Hasta Montano (ca. 150; v.) los escritores cristianos habían comparado frecuentemente al hagiógrafo o profeta con un instrumento músico: aquéllos proferían sus palabras al ser insuflados, inspirados, por el Espíritu Santo. Las explicaciones pneumáticas de Montano en la línea de la filosofía griega de la religión volvieron más cautos a los escritores patrísticos en el uso de la metáfora, matizándola de modo que no se suprimiese como había hecho Montano la participación humana en el acto inspirativo. Por este camino fueron preparando las ideas básicas para la teología de la i., a saber: la teoría de la causalidad instrumental, y la idea de Dios y el hombre verdaderos autores conjuntos, principal y secundario respectivamente, de los libros sagrados. Sería muy larga la relación de escritos que van desarrollando estas bases teólógicas; por no citar sino a los más importantes autores, podría mencionarse a S. Gregorio Magno (v.), S. jerónimo (v.) y S. Agustín (v.) en Occidente; y a S. Ireneo (v.), Eusebio de Cesarea (v.) y S. Juan Crisóstomo (v.) en Oriénte; a ellos habría que añadir algunos escritos eclesiásticos como los Statuta Ecclesiae antiqua (v.).

      b. La escolástica medieval.

 La escolástica anterior al s. XIII hizo poco más. que recopilar y clasificar la herencia teológica de la antigüedad cristiana. Pero en las primeras décadas del s. xill se observa un rapidísimo y fecundo desarrollo teológico sobre nuestro tema. Incluso, los estudios históricos recientes muestran cómo, aproximadamente de 1230 a 1270, la teología de la i. experimenta el mayor desarrollo de su historia, prescindiendo de los tiempos apostólicos. Nombres como Guillermo Altisiodorense (m. ca. 123136), Guillermo de Auvernia (m. 1249; v.), Felipe Grevio (m. 1236), Alejandro de Hales (m. 1245; v.), y sobre todo, S. Buenaventura (m. 1274; v.), S. Alberto Magno (m. 1280; v.) y S. Tomás de Aquino (m. 1274; v.) van sumando sus esfuerzos hasta conseguir un tratado acerca de la profecía y la i., que es una verdadera obra maestra de especulación teológica. Aquí nos vamos a referir especialmente a S. Tomás, porque 61 recoge toda la tradición teológica anterior y construye la gran síntesis, no superada en profundidad y extensión hasta los tiempos modernos.

      c. Santo Tomás de Aquino. 

Como en general todos los escolásticos, Tomás de Aquino trató de lo que nosotros llamamos i. de la B., en sus tratados de prophetia. El Aquinate dejó dos completos: la quaestio 12, de Prophetia. de su obra Quaestiones disputatae de veritate (entre 1256 y 1259), y las quaestiones 171174 de la secundasecundde de la Summa Theologiae (entre 1270-1271). Además el cap. 154 del lib. III de la Summa contra gentes (hacia 1261-1264) constituye también un tratado, aunque más sucinto, sobre el tema. En muchos otros lugares, sobre todo en sus comentarios bíblicos, añade agudas observaciones. Se puede afirmar que S. Tomás hizo la síntesis armónica no sólo del legado de la tradición cristiana patrística y escolástica, sino también de las observaciones de la filosofía de la religión griega especialmente aristotélica y de los logros de los falásifa árabes y judíos medievales. Pero S. Tomás supera a todos sus predecesores griegos, musulmanes, judíos y cristianos no. sólo por su más alta sistematización, sino también por la mayor claridad de pensamiento, precisión de expresiones y sobria profundidad teológica. Hay que advertir, sin embargo, que la mayoría de los problemas que se plantean en torno a la naturaleza de la profecía y de la i., habían sido ya propuestos por los Santos Padres, los filósofos griegos, los tratadistas musulmanes y judíos, y los escolásticos cristianos que le habían precedido.
      El Aquinate, además de otros temas secundarios, se plantea, en mi opinión, los siguientes seis grandes problemas: 1) ¿A qué potencia anímica pertenece de modo eminente el fenómeno profético e (inspirativo)? 2) ¿Tiene sentido como fenómeno natural, o su esencia es netamente sobrenatural? 3) ¿El carisma inspirativo es permanente en vida del profeta o hagiógrafo, o se da per modum actus. es decir, es transeúnte? 4) ¿Se requieren especiales disposiciones naturales en el sujeto? 5) ¿Cuáles son los elementos esenciales en el proceso del conocimiento profético? 6) ¿Admite grados la profecía (e inspiración)?
      1) A la'primera pregunta responde que el carisma profético (e inspirativo) pertenece principalmente al conocimiento; tal posición le permite vertebrar el tratado de modo armónico, aunque en una perspectiva restringida, que dejará en penumbra otros aspectos. 2) Por lo que atañe al segundo problema, al abordar de pleno, ya en el De Veritate, el aprovechamiento y crítica de la doctrina arábigojudaica, hace una primera distinción entre profecía natural y sobrenatural; tal distinción, que tiene su precedente en S. Alberto Magno, no había sido, sin embargo, estructurada con toda claridad antes de S. Tomás. Con esta distinción consigue dar solución a buen número de problemas no resueltos hasta entonces; de ese modo aprovecha la doctrina semítica para aplicarla al primer tipo de profecía e i. y precisar, completar o refutar algunas sentencias de los musulmanes y hebreos, referentes a la naturaleza de la profecía e i. propiamente dicha, como fenómeno netamente sobrenatural. En la Summa Theologiae, el Aquinatense podrá ya demostrar que la profecía propia y verdadera es sólo la sobrenatural.
      Así construyó la primera teoría especulativa coherente sobre el modo de incidencia del lumen divinum en el proceso cognoscitivo de los profetas y escritores bíblicos. Con ello logró el Aquinatense una demostración, de perfecta factura teológica, acerca del origen sobrenatural del conocimiento proféticoinspirativo, y de la iniciativa divina en tales fenómenos religiosos.
      3 y 4) Una vez orientada la cuestión en tales perspectivas y aplicando con precisión la teoría de la causalidad instrumental, puede fácilmente responder el Aquinate al 3° problema, demostrando definitivamente ser el carisma profético de carácter transeúnte, no permanente de por vida, aunque permaneciendo en el profeta o hagiógrafo cierta habilitas (claro influjo de Avicena, v.) para revelaciones o i. posteriores, y resolviendo, ante el 4° problema, la absoluta libertad de Dios, cuya voluntad soberana no puede ser determinada por ninguna condición humana; por tanto, en definitiva, no se requieren tales condiciones especiales a natura (en contra de Maimónides, v., principalmente) en el sujeto que profetiza o escribe, pues Dios es libre y poderoso para crearlos o elevarlos convenientemente en cualquier momento.
      5) Como consecuencia de la tesis resolutiva del 1° y 2° de los problemas planteados, S. Tomás logra ahora separar, en el análisis del proceso del conocimiento profético y bíblico, los dos elementos fundamentales que lo integran: la repraesentatio specierum y el iudicium de speciebus repraesentatis. Tal análisis, que permanece sustancialmente vigente, podemos sintetizarlo así:
      Texto fundamental para esta cuestión es la Sum. Th. 22 q173 a2. Paralelos o relacionados con este texto son los de De Veritate, q12 a7; Contra gent., III, 154; Commentarium in 1 Cor, 14, lectio 1; Comm. in Isaiam, cap. 1. S. Tomás ilustra la explicación del proceso del conocimiento profético y bíblico por medio de la comparación con el proceso del conocimiento natural; en éste se han de distinguir dos fases: la «captación de las cosas» (acceptio rerum o repraesentatio specierum) y el «juicio» sobre los datos recogidos en el intelecto (iudicium de speciebus repraesentatis o de rebus acceptis). Aquí siguió Tomás los principios de la psicología aristotélica. La «captación de las cosas» puede hacerla el hombre por una triple vía: mediante los sentidos, por la imaginación, o por simple visión intelectual. El «juicio», en cambio, sólo se produce por una operación de ordenación, combinación y síntesis de la luz del intelecto sobre las species representada en el intelecto.
      Este análisis lo aplica S. Tomás al conocimiento de los profetas y hagiógrafos. En este conocimiento se confiere a la mente humana un algo que supera las fuerzas y facultades naturales. Este algo consiste en un lumen inteIlectuale, que se da en ambas fases del conocimiento (acceptio rerum y iudicium de acceptis); pero esencialmente es un lumen intellectuale ad iudicandum, de tal modo que quien sólo recibe ese lumen en la primera fase como, p. ej., Nabucodonosor, Faraón o Baltasar, pero no en el juicio sobre las cosas representadas, no es propiamente profeta. En cambio sí hay que considerar como verdadero profeta o hagiógrafo a quien ha recibido el lumen supernaturale, aunque sólo haya sido en la segunda fase o «juicio sobre las especies». Por ello, afirma Tomás, es auténtico profeta quien ha recibido esa luz divina para juzgar sobre aquellas cosas que otro ha visto (en la acceptio rerum) por influjo sobrenatural, o bien sobre las que el propio sujeto ha captado por medios naturales como fue el caso del patriarca José que supo interpretar, juzgar, el sueño del Faraón. Semejante análisis del conocimiento inspirativo con la distinción de las dos fases en el proceso, ha tenido fecundas consecuencias: entre ellas haber permitido analizar especulativamente el punto concreto en que radica el comienzo del influjo propiamente inspirativo divino en el entendimiento humano. Solamente es de la esencia del carisma inspirativo que incida el lumen divinum elevans en el iudicium de speciebus, no en la acceptio rerum.
    6) En cuanto al 6° problema, acerca de los grados de la profecía e i., S. Tomás es menos original. Acepta con ligeros matices algunas clasificaciones propuestas por sus predecesores, singularmente la de S. Isidoro de Sevilla y la de Maimónides. La investigación posterior tampoco ha dado importancia a esta cuestión, característica, por otro lado, de los gustos antiguos.
      d. La teoría de la causalidad instrumental. Como fundamento de la concepción y explicación teológicas de la i. bíblica, S. Tomás muestra tener en la mente la teoría de la causalidad instrumental. La aplicación de esta teoría le permite dar una concepción global coherente del carisma inspirativo y resolver satisfactoriamente los problemas planteados hasta su tiempo. Podemos decir que esta teoría es la base especulativa de la doctrina tomista sobre profecía e i. La noción de instrumentalidad aparece ya en la propia S. E., en los Santos Padres a través de comparaciones de los hagiógrafos con instrumentos músicos, en los antiguos documentos eclesiásticos y en teólogos anteriores al Aquinatense. Sin embargo, en todos esos escritos, la noción de instrumentalidad se usa en un sentido obvio y vulgar, sin llegar a constituir una verdadera teoría sistemática (v. CAUSA).
      El lugar de la Summa Teológica donde S. Tomás trata de la profecía incluida la i. bíblica es el relativo a las gracias gratis dadas (Sum. Th., 22 gql71178). Según el Aquinatense estas gracias se refieren bien al conocimiento (profecía e i., ggl71174, y rapto, 8175), bien a la «locución» (glosolalia, gl76, y gracia del discurso, 8177), bien a la actuación (el milagro, 8178). A estos tres géneros de gracias gratis dadas es común la circunstancia de que el sujeto receptor se convierte en instrumento divino (homo fit instrumentum Dei, cfr. Sum. Th., 22 gl73 a4; gl77 al; gl78 al adl). La noción de causalidad instrumental subyace en todo el tratado de las gracias gratis dadas, aunque expresamente no es invocada sino raras veces. ¿Qué entiende Tomás por instrumentalidad? Distingue en el instrumento, una doble actividad o virtus: la propia del instrumento, que le corresponde según su propia «forma», como, p. ej., al hacha le corresponde cortar en razón de su propio filo; y la actividad o virtud instrumental, según la cual el instrumento opera no en virtud propia, sino en virtud del agente principal que lo emplea para la acción, como, p. ej., cuando un leñador maneja el hacha. En otras palabras: la acción total del instrumento, el hacha, p. ej., viene constituida por su propia acción (cortar) y por la acción que el leñador le imprime al manejarlo (acción instrumental); de aquí que el efecto total, el opus artes, deba atribuirse todo 61 principalmente al agente, pero secundariamente, también todo él al instrumento, que, sin embargo, sólo actúa sub motione artificis (cfr., Sum. Th., 3 q62 al c y ad2; Contra gent. II1,70).
      La acción total, opus artis, está configurada, pues, no sólo por el agente principal, sino también por las cualidades propias del instrumento. Tanto el agente como el instrumento han intervenido en toda la operación y han dejado su huella o impronta en la acción y en el producto de ésta. Trasladando la teoría a los casos en que el instrumento es libre e inteligente (el hombre), y el agente principal es Dios, tenemos una cooperación análoga, aunque elevada a un plano superior. Aplicada la teoría a la i. bíblica y a la profecía, las coríclusiones analógicas son sumamente importantes: el producto de la acción conjunta, el libro sagrado, se ha de atribuir, todo él y todas sus partes, principalmente a Dios, agente principal, pero también todo él y todas sus partes, secundariamente al escritor sagrado como instrumento movido por el agente principal. En el libro se han plasmado las huellas de la virtus propria del instrumento, al par que las de la actio instrumentales. Del mismo modo, en el proceso de ejecución la virtus propria del instrumento no ha dejado de actuar, según su propia virtualidad, pero movida ésta, elevada, por el agente principal, Dios. No existe parte de la acción conjunta ni de la obra realizada que pertenezca exclusivamente al agente, Dios, o al instrumento, hagiógrafo, sino que acción y producto son simultáneamente, aunque de distinto modo y orden, producidos por la acción conjunta de Dios y del hagiógrafo.

      e. Noción de inspiración en S. Tomás. 

La recopilación de todos los elementos esenciales de la doctrina de S. Tomás podría darnos la siguiente noción: La i. bíblica es un carisma sobrenatural, de carácter transeúnte y gratuito, por el cual Dios usa al hagiógrafo como instrumento vivo y libre, para comunicar por escrito, sin error, aquellas verdades que el hagiógrafo lea conocido por revelación divina a él dirigida, o por el propio esfuerzo y razón, o porque otros se lo enseñaron, pero acerca de las cuales, ayudada su mente por una luz sobrenatural, el hagiógrafo juzga con la certeza de la divina verdad.
      f. Cuestiones no tratadas en la doctrina tomista. El Aquinatense, al llevar la i. bíblica a la esfera del conocimiento, concentró la cuestión en su aspecto nocional y cognoscitivo. Con arreglo a la problemática de su tiempo no se podía hacer otra cosa, y ya fue un paso gigantesco la síntesis tomista en esa dirección. En los siglos que siguieron, la doctrina católica fue enriqueciéndose, con la especulación sobre el proceso del carisma de la i. desde el estadio del conocimiento del hagiógrafo hasta la consideración del libro sagrado escrito y terminado. En concreto, la teología escolástica de la i. fue ampliando su campo de visión a la esfera de la voluntad primero y de la psicología del escritor después. Posteriormente, en los s. xvii a xvru, al desarrollarse las cuestiones y la temática apologética, y al tener lugar un fuerte avance de las ciencias naturales e históricas, que llevaron a una confrontación de los resultados de esas ciencias con las afirmaciones bíblicas que rozaban con ella, se estudió con detalle el tema de la veracidad y santidad bíblicas (v. v). Finalmente, en el s. XX, al surgir diversas hipótesis sobre posibles sucesivas redacciones de algunos libros se ha planteado la cuestión de las relaciones entre inspiración y tradición. Centrémonos de momento en el primer punto, que es el que se refiere directamente al tema del proceso de la inspiración como carisma del hagiógrafo.
      En primer lugar, la teología católica postridentina abordó la cuestión de la moción divina de la voluntad del hagiógrafo. La sola iluminación de la mente no basta para garantizar que había escrito «todo y sólo aquello que Dios quería comunicar por escrito». Es preciso que la voluntad humana sea movida a escribir. La corriente tomista aplicó la teoría de la causalidad instrumental, completándola con la de la premoción física: Dios mueve, con acción eficaz, irresistible, al mismo tiempo que sin destruir el libre albedrío, la voluntad del hagiógrafo; se trata de una moción física en el ámbito metafísico, pero aplicada no a un cuerpo inerte, sino a una voluntad libre e inteligente. La escuela tomista de los tiempos postridentinos explicaba de ese modo que es necesaria una garantía de la buena voluntad del hagiógrafo, de su fidelidad a la Palabra de Dios, para exigirnos un asentimiento de fe (v.), individual y colectivo. Pues bien, según la corriente tomista común hoy en teología católica para garantía de la verdad divina transmitida por el hagiógrafo, es necesaria tal premoción física de la voluntad del escritor sagrado.
      Autores no tomistas sólo exigían una moción moral de la voluntad. Con ello querían evitar el problema de la libertad humana que, según ellos, quedaba malparada con la teoría de la premoción física. Pero esta segunda explicación no acaba de resolver la cuestión de la garantía de fidelidad de las palabras del hagiógrafo, ni simultáneamente, el cumplimiento de la voluntad de Dios: teóricamente al menos, una moción moral puede ser falible, ineficaz; entonces no se ve cómo puede exigirse al hombre un asentimiento de fe a una palabra expresada humanamente, cuya fidelidad a la palabra divina no está suficientemente garantizada. Históricamente, la explicación tomista fue ganando terreno hasta que, a partir de la época de León XIII fue adoptada por el Magisterio eclesiástico como la más coherente; son muy expresivas las palabras de León XIII en su enc. Providentissimus Deus (1893): «Porque Él de tal manera los excitó y movió (a los hagiógrafos) en su influjo sobrenatural..., que ellos concibieran rectamente todo y sólo lo que Él quería, y lo quisieran fielmente escribir, y lo expresaran aptamente con verdad infalible: de otra manera, Él no sería autor de toda la Sagrada Escritura» (S. Muñoz Iglesias, Documentos Bíblicos, no 121).
      Una de las últimas frases de esa encíclica contempla otra de las cuestiones en su tiempo ya importantes y no suficientemente consideradas en la antigüedad: la apta expresión por escrito de lo que la mente del hagiógrafo ha concebido y que su voluntad está decidida a exponer. Se entraba con ello en la llamada elevación de las facultades ejecutivas concernientes al proceso de expresión escrita, que años más tarde se trataría en conexión con la investigación acerca de la psicología del escritor. Los postulados aquí se orientan a la exigencia de continuidad del influjo divino inspirativo hasta que el escrito sagrado alcance su definitiva redacción. De este modo se tiene la garantía, no sólo de la recta concepción de la verdad sobrenatural por parte del hagiógrafo y de la voluntad de éste de querer rectamente expresar esa verdad, sino además la otra garantía de que el escrito sagrado, merced al influjo divino, expresa aptamente esa verdad que Dios quería transmitirnos en expresiones del lenguaje sometido a los condicionamientos de tiempo y cultura y a la limitación humana.
      Finalmente, la última frase del pasaje transcrito de la Providentissimus Deus hace referencia a otra de las perspectivas fundamentales de la doctrina cristiana sobre la i.: la noción de Dios autor de la S. E. Esta noción también queda ilustrada por la teoría de la causalidad instrumental. Pero el concepto de Dios autor de la B. aparece en la literatura cristiana mucho antes que los escolásticos aplicaran, de modo reflejo, la mencionada teoría al tema de la inspiración. La expresión Deus auctor se encuentra por primera vez en los Statuta Ecclesiae Antigua (s. v; v.) que prescriben que el obispo consagrando confiese que Dios es autor del N. y del A. T. (cfr. EB, n° 23). La fórmula surgió frente a los errores gnósticos: fue frecuente, en efecto, entre los cristianos gnostizantes por influjo del dualismo la idea de que frente al N. T., de origen divino, el A. T. tenía en cambio un origen demoniaco. De la larga pugna de los escritores cristianos contra el gnosticismo (v.), el sentido de auctor, un tanto amplio en la lengua latina (productor, ef fector, progenitor...) se fue concretando en la significación de scriptor, autor literario, aunque no necesariamente de modo material, sino con la utilización instrumental del hagiógrafo. De todo ello se deduce que el sentido de Deus auctor en los Statuta Ecclesiae Antigua es el de autor literario, como en adelante se ha entendido en la tradición eclesiástica. En esta línea se sitúan las explicaciones de los escolásticos, que distinguen con claridad un doble y verdadero auctor, divino y humano en la S. E.: así se afirma que «el autor principal de la Escritura es el Espíritu Santo, mientras el autor instrumental fue el hombre» (Sto. Tomás, Quodlibetum XII, a14 ad5; cfr. Prolog. in Ps; Comment. in Matth., 10,20; Comment in Ad Hebr., 3,7).

6. Síntesis doctrinal acerca de la naturaleza de la inspiración

El núcleo dogmático puede enunciarse y ser delimitado con cierta brevedad: Los libros de la S. E., a diferencia de los demás libros, se caracterizan por haber sido escritos gracias a un influjo sobrenatural, que llamamos i. divina, la cual, incidiendo sobre los autores humanos de tales libros, ha operado la circunstancia de que la B. sea una obra literaria que tiene a Dios y al hombre conjuntamente como verdaderos autores, Dios como autor principal, el hombre como autor auxiliar o instrumental; esta acción conjunta divinohumana garantiza el origen divino de la B. y su verdad en orden a nuestra salvación.
      Pertenece al trabajo teológico dar explicación de tal acción conjunta divinohumana, penetrar en el modo del influjo inspirativo, extraer los efectos y consecuencias para la fe y la vida cristiana, y desarrollar y explicitar todas las virtualidades contenidas en el fenómeno y realidad divinohumana de los libros inspirados. Y ello bajo la guía del Magisterio, al que compete mantener la doctrina dogmática sobre el núcleo esencial del hecho de la i., exponer su contenido, defender la doctrina frente a explicaciones menos felices o erróneas, o incluso condenar las sentencias que nieguen explícita o implícitamente tal núcleo esencial y, finalmente, orientar y promover los estudios teológicos.
      Tenidos en cuenta los testimonios de la propia B. y de la Tradición de la Iglesia, así como todo el trabajo teológico de los siglos precedentes, en la actualidad la noción de la divina i. de la S. E. se determina conjugando los cinco aspectos principales siguientes: 1) la noción de theopneustia (inspiratio divina); 2) la idea de autor; 3) la teoría de la causalidad instrumental; 4) los estudios críticos acerca de la formación de los escritos bíblicos; 5) la inserción de la S. E. en la Historia viva de la salvación. Haremos una exposición de la doctrina católica sobre la i. bíblica tal como comúnmente se concibe hoy. Dificultad expositiva es la imposibilidad de mostrar simultáneamente esos cinco aspectos. Por lo que se refiere al Magisterio eclesiástico, hay que tener en cuenta sobre todo los siguientes documentos: Conc. Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, sobre la divina Revelación (1965); Pontificia Comisión Bíblica, Instrucción sobre la veracidad histórica de los Evangelios (1964); Pío XII, Enc. Humani Generis, sobre las relaciones entre la Revelación y la Ciencia (1950); Pontificia Comisión Bíblica, Carta al Arzobispo de París, Card. Suhard, sobre el carácter histórico de los 11 primeros capítulos del Génesis (1948); Pío XII, Enc. Divino Af flante Spiritu, sobre diversos aspectos de la ordenación y orientación de los estudios bíblicos (1943); Benedicto XV, Enc. Spiritus Paraclitus, sobre algunos puntos controvertidos acerca de la doctrina sobre la S. E. (1920); S. Pío X, Enc. Pascendi, sobre las doctrinas modernistas (1907); S. Congr. de la Fe, Decr. Lamentabili, sobre los principales errores del modernismo (1907); León XIII, Enc. Provindentissimus Deus, acerca de la ordenación de los estudios bíblicos y de los puntos más importantes sobre la i. de la S. E. (1893); Conc. Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la Revelación divina (1870).
      Toda la tradición eclesiástica concuerda en confesar un positivo influjo divino en los autores humanos de la B. El Vaticano 1 resumió esta doctrina al decir que todos los libros del A. T. y del N. T. íntegros, con todas sus partes auténticas, deben ser recibidos como sagrados «porque, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor». De la misma Tradición consta que la afirmación «Dios es autor de la S. E.», no ha de entenderse sólo en el sentido de que Él quiso que fuese escrita la B., sino que se ocupó, intervino en el proceso de redacción de los libros desde su comienzo hasta su final, de modo que los escritos sagrados contuvieran lo que Él quiso y como Él quiso, atendidas siempre las condiciones y limitaciones concretas humanas de los hagiógrafos. De este modo Dios es verdadero autor literario de la B., y autor principal, juntamente con el hombre, autor auxiliar. Este planteamiento acabado de exponer, con todos sus elementos, pertenece a la enseñanza común de la Iglesia Católica.
      A su vez, es doctrina común en teología católica que los hagiógrafos han sido instrumentos vivos, libres y racionales, movidos por Dios para la redacción de los libros sagrados. El influjo sobrenatural que Dios ejerce en el hagiógrafo es explicado por la teología basada en la fe. Tal estudio no pertenece directamente a la confesión de la fe, sino a su explicación. Las cuestiones teológicas que se plantean acerca de la naturaleza del influjo divino inspirativo, puede reducirse a las tres siguientes: 1) Mediante qué operaciones actúa Dios en los hagiógrafos, para que éstos, a su vez, operen como instrumentos de Dios en la redacción de los libros. 2) Qué proceso puede tener en la persona del hagiógrafo, en sus facultades, el influjo divino. 3) De qué modo y con qué huellas pueden apreciarse en los libros de la S. E. la acción propia divina y la acción propia humana. En la investigación de estas cuestiones se contempla la i. desde tres perspectivas: 1) Como acción de Dios ad extra, es decir, no inmanente a las tres divinas personas, sino proyectada fuera de la divinidad: es lo que se llama comúnmente inspiración activa. 2) En cuanto que tal acción divina se recibe en la persona del hagiógrafo: inspiración pasiva. 3) Y, finalmente, en cuanto que se contempla plasmada en lit obra producida o libros santos: inspiración terminativa.

martes, 22 de agosto de 2017

101).-Filosofía China y la occidental.-a


Esteban Aguilar Orellana; Giovani Barbatos Epple;Ismael Barrenechea Samaniego; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; Rafael Díaz del Río Martí;Alfredo Francisco Eloy Barra ;Rodrigo Farias Picon; Franco Antonio González Fortunatti;Patricio Ernesto Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda;Jaime Jamet Rojas;Gustavo Morales Guajardo;Francisco Moreno Gallardo; Boris Ormeño Rojas;José Oyarzún Villa;Rodrigo Palacios Marambio;Demetrio Protopsaltis Palma;Cristian Quezada Moreno;Edison Reyes Aramburu; Rodrigo Rivera Hernández;Jorge Rojas Bustos; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala;Marcelo Yañez Garin;Katherine Alejandra del Carmen  Lafoy Guzmán; Franco Natalino; 



23/12/2018 - 
En este último artículo del año 2018 de Noticias de Oriente, que coincide con la época navideña, procede separarse algo de la inmediatez de la actualidad y tratar de discurrir por derroteros más esenciales o incluso elevados. Estos son días de reencuentros, de alegría o tristeza por las Navidades pasadas, de recuerdos, de exposición prolongada a la familia y los amigos (con los efectos que ello pueda tener). En definitiva, son días de emociones intensas, de mucho ruido y algún exceso (consumista, gastronómico e incluso, a veces, etílico), días de intensidad vital. En este torbellino, es recomendable (aunque solo sea para asegurarnos cierta supervivencia) buscar espacios de recogimiento, treguas necesarias para la reflexión, para el espíritu.

Al hilo de esto, vuelvo a China. Es un lugar común las diferencias que existen entre los chinos y los occidentales. Con ocasión de mis vivencias y relaciones con orientales, me he movido muchas veces entre dos polos opuestos en mi aproximación al mundo chino y sobre toda a las personas que lo integran. Por un lado, el polo de la incomprensión, motivado por las dificultades reales que podemos tener en comprender sus motivaciones, estrategias, la forma de tomar decisiones, fruto de una cultura milenaria que lamentablemente ignoramos. Y, por otro, un enfoque que podría calificar —si se me permite el término técnico jurídico— de iusnaturalista, es decir, que por encima de esa aparente lejanía, de esa falta de similitud, por encima de esos factores que nos separan, existen elementos subyacentes fundamentales que nos aproximan y que compartimos.

Cabe afirmar —y ésta es quizás una de las razones por las cuales los chinos y los españoles tenemos una buena relación— que, entre los occidentales, los españoles (y particularmente los valencianos) tenemos numerosos puntos en común con los chinos. Tratando de evitar caer en los clichés, mi idea es mostrar que compartimos más cosas de las que inicialmente pensamos, lo que sin duda contribuirá a un mejor entendimiento entre ambos.

De esta forma, y yendo a la concreto, la familia es uno de los elementos vertebradores de ambas sociedades. Se trata de uno los pilares más sólidos del sistema. En efecto, como en España, esos lazos familiares han resultado esenciales para mitigar los terribles efectos de la crisis financiera que arrancó en 2007. Y en China, como sucedía en España hace cincuenta años, los padres ancianos son objeto del cuidado por parte de los hijos hasta el punto de que en muchas ocasiones viven con ellos en la cuidad. Conviene explicar que la situación de relativa prosperidad de los hijos como empleados o profesionales es el resultado de un enorme sacrificio vital y económico por parte de los padres.



Recuerdo que cuando entrevistaba en Pekín a candidatos chinos para su incorporación como abogados en nuestra oficina, me resultaba curioso que muchos de los que tenían una formación esmerada y manejo muy solvente del inglés eran de orígenes humildes y sus padres provenían de entornos muchas veces industriales. Para entender esas situaciones, conviene recordar que en China se ha producido en estos años un importante fenómeno de promoción social incentivado por su enorme desarrollo económico. Y la familia china, como la española, disfruta estando junta y celebrando la vida dentro del ámbito del clan. Por lo tanto, la familia constituye en ambas culturas, en general, una eficaz herramienta de ayuda mutua nada desdeñable para la estabilidad y el orden social.

La familia es adicionalmente un elemento esencial de la ética de Confucio. Confucio, que es el nombre en latín que le dieron los jesuitas y que en chino es conocido como el Maestro Kong, constituye una de las presencias permanentes en el pensamiento del gigante asiático. Por lo que sabemos —y nada a ciencia cierta, ya que lo histórico y legendario tienden a confundirse—, vivió en el siglo VI antes de Cristo (es curioso constatar que precisamente en ese siglo se produce la eclosión de la filosofía en los otros dos grandes polos de la civilización mundial: la India y Grecia). Confucio fue un hombre de su tiempo, caracterizado por la inestabilidad política (guerras civiles claramente feudales entre los diferentes territorios chinos) y personal (perdió a su padre cuando solo contaba con tres años y pasó penurias económicas). Estas circunstancias determinaron su defensa del orden, de las jerarquías dentro de la sociedad y de la seguridad. Inauguró la llamada tradición de los letrados (con estimulantes continuadores como Meng Ke —o el latinizado Mencio— y Xun Kuang). Este trío de pensadores tiene una simetría coincidente y sorpresiva con la Grecia clásica. Así, a grandes rasgos, Confucio se podría comparar con Sócrates; Mencio, con Platón; y Xuan Kuang, con Aristóteles.

El legado de Confucio es profundamente moral y persigue consolidar una estructura social sólida. En este sentido, Confucio entendía que las dos grandes cualidades y virtudes que deben presidir la vida social, y que se erigen en la clave de una civilización vertebrada, eran la benevolencia (ren) y la rectitud (yi). Estos dos conceptos constituyen las piedras angulares de su pensamiento filosófico. Como resume el antropólogo y filósofo Jesús Mosterín, con benevolencia Confucio hacía alusión a la más alta virtud moral. Está en la cúspide de la jerarquía confuciana con la que nos referimos al amor hacia los demás (lo que constituye un elemento esencial del legado de Cristo) y es una guía ética que nos enseña cómo comportarnos. En consecuencia, su incidencia práctica es inmediata. No tiene, pues, una repercusión únicamente intelectual o conceptual. Muy al contrario, es acción en marcha, la llamada voluntad actuante. Por lo que respecta a la rectitud (yi), Confucio se refería a hacer en cada circunstancia lo que el deber exige. En este sentido, se trata de un concepto Kantiano avant la lettre, al poder entenderse como un imperativo categórico. Se contrapone claramente al beneficio personal o subjetivo (li). Este aparato filosófico se proyecta en las relaciones sociales más relevantes: la relación padre/hijo, hermano mayor/hermano menor, súbdito/ soberano. De aquí podemos concluir que si se es un buen padre, se debería ser también un soberano correcto; si se es un buen hijo, igualmente se debería ser un buen súbdito. En consecuencia, la proyección de estas dos virtudes dan como resultado el cumplimiento de las normas y del deber. Esta filosofía es a su vez  profundamente humanista, ya que parte de la pretensión de que el hombre rige el destino de la sociedad. En Occidente tendremos que esperar prácticamente hasta las aportaciones de Maquiavelo para lograr una autonomía humanista análoga. Esto hace que la disciplina y la consistencia resulten inherentes al sistema. A la vez —qué duda cabe—, es un antídoto eficaz frente a las fuerzas caóticas o la entropía. Para una sociedad tan numerosa, diversa y dinámica como la china, es una herramienta necesaria. La China de Mao rompió, con su adanismo, estos equilibrios, pero los valores confucianos están de vuelta y han llegado a ser un elemento inspirador de la política del presidente Xi Jiping.

No obstante, por mucho que el hombre pretenda controlar el universo, por mucho que desee que prevalezca un orden, no se puede negar que ese afán muchas veces es vano. Y es precisamente esta realidad la que refleja el taoísmo, que, en mi opinión, tuvo un digno continuador en la obra de Frederich Niezstche. Esta escuela, liderada por Zhuang Zhou (siglo IV antes de Cristo), recibe su nombre del Tao, que constituye un concepto estimulante y complejo: con él se pretende englobar a todo el universo, a sus fuerzas dispersas, a los cambios. En el centro de esta construcción intelectual se encuentra la regla de que nada se destruye y todo se transforma (frase inmortalizada en una buena canción de Jorge Drexler). E igualmente su impacto en tratar de regir la propia conducta de los hombres es claro: se impone una vida sencilla, discreta, flexible a los vaivenes que marque el destino, e invita a un acercamiento y una comunión con la naturaleza como forma de alcanzar la sabiduría, anticipándose así al pensamiento ecologista de pensadores tan relevantes y tan en boga en la actualidad como Thoreau o el poeta Walt Whitman. Este determinismo natural se refleja precisamente en acontecimientos como el año lunar chino o determinadas fiestas cristianas con orígenes paganos y agrícolas (como nuestro querido San José).

Las reflexiones anteriores nos permiten concluir que al final el pensamiento occidental y el chino convergen en numerosos puntos, ya que ambos pretenden dar respuestas a las grandes preguntas de nuestra existencia. Esas respuestas, muchas veces coincidentes, debería contribuir a reducir las brechas culturales que puedan darse y a un mayor entendimiento entre ambas partes. Y con esta imagen de concordia y armonía, os deseo unas felices Navidades y todo el mejor para el 2019.

puerta del infierno

Santa Juana de Arco.-a

Santa Juana de Arcos (Domrémy, Francia, 1412 - Ruán, id., 1431) Santa y heroína francesa. Nacida en el seno de una familia campesina acomoda...