7. Inspiración activa.
La i. activa, que por parte del principio, Dios, no se distingue realmente de la misma esencia divina, por parte del término en el que se recibe, se dice que excita o mueve al hagiógrafo: es moción dinámica, acción transeúnte, que se ordena a la redacción del libro. La Teología clasifica la i. bíblica entre los dones carismáticos sobrenaturales (o gratiae gratis datae, en la terminología de S. Tomás), que se confieren directamente (in recto) para la salud y santificación del Pueblo de Dios, y sólo secundariamente (in obliquo) para la santificación de la persona agraciada con el don. En ello se distingue de la gracia santificante (v. GRACIA SOBRENATURAL), aunque, generalmente, consta que los hagiógrafos han sido hombres que alcanzaron gran santidad de vida. Algunos teólogos han puesto en relación el carisma inspirativo con las gracias actuales, en cuanto que en ambos casos se dan transitoriamente (per modum actus, no per modum habitus), pero a ello puede oponerse que la i. no se confiere, al menos in recto, al aumento de la caridad, sino a la elevación de la mente, moción de la voluntad y asistencia de las demás facultades en orden a la transmisión del mensaje divino. Estamos más bien en el campo de los carismas (v.).
8. Inspiración pasiva.
Así se designa el carisma inspirativo en cuanto es recibido por el hagiógrafo. Según la enseñanza tradicional, resumida por León XIII en la enc. Providentissimus Deus, la i., pasivamente considerada. comporta tres acciones divinas en el hagiógrafo: ilustración de la mente; moción de la voluntad para que se determine, libremente, a poner por escrito el mensaje divino concebido en su mente; asistencia en las facultades ejecutivas relacionadas con el arte de la creación literaria. Veamos estos tres aspectos.
Así se designa el carisma inspirativo en cuanto es recibido por el hagiógrafo. Según la enseñanza tradicional, resumida por León XIII en la enc. Providentissimus Deus, la i., pasivamente considerada. comporta tres acciones divinas en el hagiógrafo: ilustración de la mente; moción de la voluntad para que se determine, libremente, a poner por escrito el mensaje divino concebido en su mente; asistencia en las facultades ejecutivas relacionadas con el arte de la creación literaria. Veamos estos tres aspectos.
a. Influjo divino en el intelecto.
Dios ilustra, aplica y eleva el intelecto del hagiógrafo para que entienda el mensaje divino que debe transmitir. Según los principios de la filosofía tomista, en todo acto cognoscitivo pueden distinguirse dos fases: la adquisición de las especies inteligibles (repraesentatio specierum) y el juicio sobre las especies recibidas (iudicium de speciebus vel repraesentatis). Ambas fases en el proceso del conocimiento natural (v. CONOCIMIENTO I), se producen con solas las fuerzas y facultades humanas naturales; pero cuando se trata de los escritores de la B., se requiere que ambas fases, o al menos la segunda se verifique bajo el influjo y dependencia de Dios.
Dios ilustra, aplica y eleva el intelecto del hagiógrafo para que entienda el mensaje divino que debe transmitir. Según los principios de la filosofía tomista, en todo acto cognoscitivo pueden distinguirse dos fases: la adquisición de las especies inteligibles (repraesentatio specierum) y el juicio sobre las especies recibidas (iudicium de speciebus vel repraesentatis). Ambas fases en el proceso del conocimiento natural (v. CONOCIMIENTO I), se producen con solas las fuerzas y facultades humanas naturales; pero cuando se trata de los escritores de la B., se requiere que ambas fases, o al menos la segunda se verifique bajo el influjo y dependencia de Dios.
Así, pues, Dios debe aplicar el intelecto del hagiógrafo para adquirir las especies. Estas especies o formas inteligibles son recibidas en el intelecto: a) por medio de los sentidos; b) por vía imaginativa, bien como nuevas representaciones en la imaginación o sin nueva representación, sacándolas de la memoria; e) por vía directamente intelectual, por medio de combinación y ordenación de especies ya antes adquiridas. En todo caso, estas operaciones son un presupuesto previo y no constituyen todavía formalmente el juicio. El intelecto del hagiógrafo, en esta primera fase actúa aplicado por Dios y, en cuanto sea necesario ayudado, por asistencia natural, o bien sobrenatural, cuando el caso lo requiera. La naturaleza de la i., pues, no exige de suyo necesariamente y siempre que Dios infunda nuevas especies en el intelecto del hagiógrafo en la primera fase del conocimiento (acceptio rerum). Pero tampoco excluye esa posibilidad que, de facto, se ha debido producir algunas veces, p. ej., en ciertas profecías mesiánicas del A. T. En resumen, en la fase primera del proceso cognoscitivo, el hagiógrafo bíblico no se encuentra ya estrictamente en las mismas condiciones que los escritores comunes, sino que para esta labor previa es «ayudado por el hálito de la divina inspiración, por medio del cual para la elección... de los documentos se encuentra inmune de todo error» (Pío XII, enc. Httmani generis).
En cambio, en la segunda fase del conocimiento (v. juicio, Filosofía), es absolutamente necesario que Dios aplique y eleve el intelecto del hagiógrafo para que éste forme el juicio sobre las especies de cualquier modo adquiridas (iudicium de rebus acceptis). Este acto de juzgar constituye un elemento esencial y formal en la redacción del libro sagrado. No basta para tal juicio inspirativo que Dios ayude al hagiógrafo con una luz meramente natural; sino que Dios influye de tal manera en el hagiógrafo, que éste, de modo subordinado, forma como un solo principio de acción con Él; ello se verifica por medio de un lumen, una luz sobrenatural, que es elemento principal y primario de la i. De otro modo Dios no sería verdadero autor de la B. Hay que evitar, sin embargo, toda explicación que desconozca la verdadera intelección del hagiógrafo (reduciendo a éste a algo así como un amanuense que escribiera al dictado mecánico de Dios): en este último extremo tampoco el hagiógrafo sería verdadero autor del libro sagrado.
Se han preguntado los teólogos en qué consiste el lumen o luz divina ilustrativa. Algunos lo comparan con el lumen gloriae, mediante el cual la facultad intelectiva del alma es hecha apta para contemplar y conocer la esencia divina (v. CIELO III, 4 B). S. Tomás había considerado tal lumen a partir de sus efectos: por medio de él la mente del hagiógrafo «es elevada para percibir las cosas divinas» (Sum. Th., 22 g171 al ad4); «es robustecida para juzgar de modo sobrenatural» (De Veritate, ql2 a7), o «según la certeza de la verdad divina» (Sum. Th., 22 gl74 a2 ad3). La opinión común es que el lumen inspirativo concede al intelecto mayor capacidad para conocer las cosas divinas, de modo semejante a como con el lumen gloriae el alma es robustecida en su capacidad de conocimiento de Dios; en ambos casos, el lumen divino pone como en luz más clara el objeto de conocimiento.
En definitiva, sea cual fuere el análisis especulativo, los libros sagrados expresan el mensaje revelado con la certidumbre de la verdad divina. Pero no es necesario que el hagiógrafo sea plenamente consciente de actuar bajo el lumen divino; éste, como en general la gracia, no es objeto normalmente de percepción humana, a no ser que una nueva gracia, distinta, venga al hombre para hacerle precisamente consciente de que ha sido objeto de concesión de la gracia anterior. Por regla general (que admite excepciones), en el carisma inspirativo el hombre no es claramente consciente del beneficio divino y tan sólo barrunta algo de él por los efectosque produce en él; pero no es el propio recipiendiario el que está constituido en juez de su propia gracia, sino la Iglesia. Del mismo modo que ocurre con la gracia (v.) santificante, el sujeto no conoce su propia santidad, sino que es la Iglesia quien tiene el carisma de reconocer la santidad de vida del sujeto. Así, pues, sólo la Iglesia posee el carisma. de reconocimiento o discreción de la existencia de la i. divina en los concretos escritores y escritos sagrados. Recuérdese aquí lo dicho acerca de los criterios de i. (v. 2).
S. Tomás no distinguió más fases en el proceso del juicio (v.) intelectivo. Pero los autores posteriores suelen distinguir un juicio especulativo o teorético, al que asignan un contenido semejante al iudicium de speciebus repraesentatis del que hemos hablado, y otro juicio práctico, cuya operación sería juzgar sobre el modo concreto práctico de expresar por escrito la verdad que ha sido captada en el juicio teorético. Si se admite, con la mayoría de los tratadistas, este análisis, se hace necesario el influjo sobrenatural inspirativo en esta fase del juicio práctico, como exigencia de veracidad del escrito sagrado y de la condición de Dios como autor de la B. Tal influjo sobrenatural en el juicio práctico debe producirse con determinación interna e infalible en la mente del hagiógrafo, no siendo suficientes los alicientes meramente externos (como pudieran ser, p. ej., las peticiones de ciertos cristianos de Roma a S. Marcos, para que escribiese el Evangelio, según hablan algunas tradiciones, aun cuando tales peticiones hubieran sido movidas por el Espíritu Santo). En conclusión, si se admite, con la mayoría de los áutores, la distinción entre juicio especulativo y práctico, habrá que postular para ambas fases del juicio del hagiógrafo el influjo divino sobrenatural, para que la B. esté verdaderamente inspirada por Dios y le tenga por verdadero autor principal.
b. Influjo divino en la voluntad del hagiógrafo.
Además del influjo en el intelecto del hagiógrafo, hay que considerar la moción divina de su voluntad. Según palabras de León XIII en la enc. Providentissimús Deus: «Con fuerza sobrenatural de tal modo los movió (Dios a los hagiógrafos bíblicos) a escribir aquellas cosas que Él mismo quiso... que quisieran ellos escribirlas fielmente».
Además del influjo en el intelecto del hagiógrafo, hay que considerar la moción divina de su voluntad. Según palabras de León XIII en la enc. Providentissimús Deus: «Con fuerza sobrenatural de tal modo los movió (Dios a los hagiógrafos bíblicos) a escribir aquellas cosas que Él mismo quiso... que quisieran ellos escribirlas fielmente».
Los escritores antiguos apenas hablaron de esta moción de la voluntad, pero evidentemente la suponen. La especulación posterior insistió en la necesidad de considerar tal moción, entre otras ,cosas, debido a las circunstancias en que vivieron los hagiógrafos y profetas y a la distinción, según la psicología tradicional, entre la facultad intelectual y la volitiva. Según los principios de tal psicología, se hace necesario, para explicar la naturaleza del carisma bíblico, afirmar el influjo o moción de la voluntad, de modo paralelo a como se había postulado la ilustración sobrenatural del intelecto. En cuanto a razones dogmáticas, es también evidente que siendo la S. E. la expresión escrita de la voluntad de Dios, a la cual debemos prestar un asentimiento absoluto de fe, debemos tener la garantía de que los hagiógrafos nos han dicho fielmente lo que Dios quería decirnos, sin que motivaciones de otros órdenes hayan podido alterar el contenido de la B. En otras palabras, necesitamos la garantía divina de que los hagiógrafos, ni por temor, pusilanimidad, etc., hayan alterado el mensaje divino de que eran portadores. En resumen, la moción sobrenatural de lá voluntad del hagiógrafo pertenece a la explicación idónea y necesaria del dogma de la¡. de la S. E., según consta en la doctrina tradicional, incluso expresamente en algunos de los documentos del Magisterio.
En cuanto a la explicación teológica de tal moción divina, los autores católicos difieren en sus opiniones, a tenor de los principios filosóficos y teológicos que se apliquen, salvada siempre la cuestión esencial: el hecho o existencia de tal moción. Fundamentalmente se han dado dos tipos de explicación: la llamada tomista basada en los principios de Sto. Tomás, y la que, con unas u otras matizaciones, se basa en la teoría de la llamada ciencia media.
Según la primera tendencia hoy común en teología católica, para que podamos tener garantía absoluta de la sinceridad de los hagiógrafos, es necesario que Dios haya movido infaliblemente su voluntad mediante la llamada moción o premoción física, entendiendo por tal, no la mera presentación de alicientes, etc. (moción moral que obra desde el exterior del sujeto que va a actuar), sino una acción en el interior de la propia voluntad. Así, Dios mueve f ísicarnente la voluntad del hagiógrafo a tal o cual acción escriturística, la única dificultad en esta explicación es cómo puede mantenerse libre la voluntad del hagiógrafo: aquí se entra en la célebre cuestión del libre albedrío que tanto estudió la Teología del Renacimiento (v. BÁÑEZ:; MOLINA). Los tomistas responden a esta aporía en el sentido de que Dios es el único que mueve física e infaliblemente sin coartar la libertad humana. Esta respuesta tiene sólidas apoyaturas en la misma S. E., en la experiencia de los místicos y en la especulación teológica; es claro, no obstante, que existe una zona misteriosa del actuar divino en este punto que difícilmente es explicable de modo apodíctico por los argumentos racionales. No podemos decir que esta explicación pertenezca a la esencia del dogma de la i. bíblica, pero sí que es la explicación más idónea hasta ahora.
La otra explicación, menos concluyente y común, sostiene, en resumen, que Dios, por la llamada ciencia media, conoce precisamente las reacciones de la libre voluntad humana, y excita a ésta moralmente para que cumpla lo indicado por Dios; esa voluntad divina se cumple en la voluntad del hagiógrafo, porque Dios ha previsto y seleccionado a aquellos hagiógrafos que iban a cumplir su divina voluntad. Con esta explicación moral, la corriente molinista (v. MOLINA) ha querido salvar la libertad del hagiógrafo, según ellos no suficientemente garantizada por la explicación tomista. Pero esta segunda explicación. tiene a su vez la dificultad de no salvar suficien temente la soberana y libre voluntad divina, que se vería de algún modo determinada por la libertad humana: Dios no podría escoger libremente a los hagiógrafos, sino sólo a aquellos que pl viese querrán someterse a sus designios; en última instancia, Dios quedaría determinado por el hombre, lo cual, así expuesto, no podría admitirse.
c. Influjo inspirativo en las facultades ejecutivas.
En teología moderna se ha ido abriendo paso, hasta hacerse doctrina común, para completar la explicación de la íntima naturaleza de la i. bíblica, que es necesario postular una asistencia sobrenatural en las facultades del hagiógrafo que concurren a la acción de redactar el libro sacro. Esta asistencia se concibe como distinta y complementaria del influjo ilustrativo de la mente y de la moción de la voluntad. La asistencia divina a las facultades ejecutivas acaece durante todo el tiempo en que se está realizando el trabajo literario, cesando en el momento en que el libro está acabado.
En teología moderna se ha ido abriendo paso, hasta hacerse doctrina común, para completar la explicación de la íntima naturaleza de la i. bíblica, que es necesario postular una asistencia sobrenatural en las facultades del hagiógrafo que concurren a la acción de redactar el libro sacro. Esta asistencia se concibe como distinta y complementaria del influjo ilustrativo de la mente y de la moción de la voluntad. La asistencia divina a las facultades ejecutivas acaece durante todo el tiempo en que se está realizando el trabajo literario, cesando en el momento en que el libro está acabado.
Los modernos estudios sobre la psicología del escritor enseñan que quienes intentan dar forma literaria a su pensamiento encuentran con frecuencia notables dificultades para conseguir expresar por escrito lo que ya han concebido en la mente; se trata de las propias limitaciones del lenguaje y de la expresión literaria. Ya León XIII en la Providentissimus Deus se refirió a estos aspectos cuando, describiendo la naturaleza de la i., decía que el Espíritu Santo asistió (adstitit) a los escritores sagrados de manera que pudieran expresar aptamente la infalible verdad (apte inf allibili veritate exprimerent). La existencia de tal asistencia divina no ofrece hoy dudas a los tratadistas; el principio «Dios verdadero autor principal de la Escritura» parece obviamente exigir la asistencia de que venimos hablando. De todos modos, la investigación teológica en este punto está todavía a comienzos y las diversas opiniones de los autores no han adquirido aún el valor de enseñanza común.
En resumen, el influjo divino se ejerce en toda la personalidad del haglógrafo: por tanto, no puede ser reducido a unas cuantas facultades, sino a todas las esferas del ser humano, de modo que la obra resultante, el escrito sagrado, tenga como verdaderos autores conjuntos a Dios y al hagiógrafo, según las características de que hemos hablado.
9. Inspiración terminativa y extensión de la inspiración.
Ya dijimos que la i. bíblica puede ser considerada terminative, es decir, en cuanto que sus efectos aparecen en el libro sagrado, término, desde ciertos respectos, de la acción inspirativa. Pero un libro no puede existir como tal sin los signos externos: palabras, frases, figuras literarias, etc. Es precisamente mediante esos signos o elementos del lenguaje escrito como se expresa el contenido conceptual. La cuestión es ésta: en la propia B., puesto que tanto Dios como el hagiógrafo, y también de algún modo la Iglesia, son verdaderos autores, ¿puede distinguirse lo que debe atribuirse peculiarmente a cada uno de ellos? O dicho de otro modo, la acción divina inspirativa, ¿se extiende a todas las partes del escrito sagrado, o sólo a algunas de ellas o de sus elementos? Advirtamos que cuando aquí hablamos de extensión de la i., tomamos dicha extensión no en su sentido extrínseco (qué libros en concreto pertenecen a la S. E.; para ello v. ii), sino en sentido intrínseco: nos preguntamos si todos los elementos internos que se encuentran en los libros sagrados, caen dentro del influjo divino inspirativo.
Ya dijimos que la i. bíblica puede ser considerada terminative, es decir, en cuanto que sus efectos aparecen en el libro sagrado, término, desde ciertos respectos, de la acción inspirativa. Pero un libro no puede existir como tal sin los signos externos: palabras, frases, figuras literarias, etc. Es precisamente mediante esos signos o elementos del lenguaje escrito como se expresa el contenido conceptual. La cuestión es ésta: en la propia B., puesto que tanto Dios como el hagiógrafo, y también de algún modo la Iglesia, son verdaderos autores, ¿puede distinguirse lo que debe atribuirse peculiarmente a cada uno de ellos? O dicho de otro modo, la acción divina inspirativa, ¿se extiende a todas las partes del escrito sagrado, o sólo a algunas de ellas o de sus elementos? Advirtamos que cuando aquí hablamos de extensión de la i., tomamos dicha extensión no en su sentido extrínseco (qué libros en concreto pertenecen a la S. E.; para ello v. ii), sino en sentido intrínseco: nos preguntamos si todos los elementos internos que se encuentran en los libros sagrados, caen dentro del influjo divino inspirativo.
La respuesta obvia, y comúnmente admitida en teología católica, es afirmativa: de la naturaleza de la divina i. se deduce que todos los elementos internos que constituyen el libro sagrado no han sido incluidos en él de manera ajena a dicha i., sino que ésta se extiende a todos los elementos constitutivos del libro. A partir de los principios tomistas, tal respuesta afirmativa aparece como obligada; especialmente se impone esta conclusión al aceptar la aplicación de la teoría de la causalidad instrumental a la explicación de la naturaleza de la i. Pero esta sentencia, hoy comunísima, no fue tan claramente percibida, sobre todo en los s. XVIII y XIX.
Los elementos internos que constituyen todo libro son de dos clases: materiales y formales. Se incluyen entre los primeros los signos gráficos de la escritura, papel, tinta y forma externa del libro, etc. La cuestión no versa evidentemente sobre estos elementos, sino sobre los formales, que son, principalmente, los conceptos, los vocablos no materialmente considerados y los nexos gramaticales, que relacionan unos vocablos con otros; por medio de todos ellos se expresan los conceptos y juicios, se construye, en una palabra, todo el contenido ideológico del escrito. Los tratadistas, con el fin de conseguir una simplificación, han restringido la cuestión a dos elementos principales: los conceptos y los vocablos. De aquí que hayan surgido las dos partes de la cuestión: a) La i. divina de la S. E., ¿se extiende a todos los conceptos pensamientos contenidos en la B.? Este tema se suele llamar inspiración real (de las cosas), b) La i., ¿se extiende igualmente a todos los vocablos contenidos en la B. (se entiende en sus textos originales, no en las traducciones)? A este tema se le llama inspiración verbal (de las palabras).
a. Inspiración real.
Aquí hay que evitar un error, en el que de cuando en cuando han incidido algunos escritores a partir del s. XVII. Consiste en restringir de una u otra manera y por una u otra causa el ámbito de la i. divina de la B. a sólo los pasajes que tratan directamente de argumento religioso, bien sea dogmático o moral. Que se sepa, el primer católico que incidió en esta restricción ilegítima fue Enrique Holden (1652). En el s. XIX, al arrecia los ataques de los racionalistas contra la veracidad e inerrancia bíblica (v. v), algunos católicos volvieron teórica o prácticamente a recurrir, por fines apologéticos, a la indicada restricción, dejando fuera del influjo inspirativo los pasajes relativos a fenómenos de la naturaleza o a acontecimientos de la historia y cultura humanas. Así A. Rohlin (1872), P. Lenormant (1880), S. di Bartolo (1890). Muy ingeniosa fue la teoría del card. J. H. Newmann (v.) en 1884, según la cual, en la B. se mencionan como de paso, sin intención especial del hagiógrafo, buen número de cosas que no caen propiamente bajo la i. divina; estas cosas, que no tienen importancia alguna para la doctrina religiosa, existen en los libros sagrados quasi obiter dicta, según expresión del mismo Newmann (p. ej., que el perro de Tobías movía la ola, Tob 11,9; o que Pablo se dejó la capa en Troade, en casa de Carpo, 2 Tim 4,13; o que de Nabucodonosor se diga haber sido rey de Nínive, Idt 1,5). Todas esas sentencias, incluida la del card. Newmann, suponen una pérdida del sentido tradicional de la naturaleza de la i. de la B. e implican error en el contenido de la fe de la Iglesia, aunque sus autores incidieran en 61 movidos de la mejor intención.
Aquí hay que evitar un error, en el que de cuando en cuando han incidido algunos escritores a partir del s. XVII. Consiste en restringir de una u otra manera y por una u otra causa el ámbito de la i. divina de la B. a sólo los pasajes que tratan directamente de argumento religioso, bien sea dogmático o moral. Que se sepa, el primer católico que incidió en esta restricción ilegítima fue Enrique Holden (1652). En el s. XIX, al arrecia los ataques de los racionalistas contra la veracidad e inerrancia bíblica (v. v), algunos católicos volvieron teórica o prácticamente a recurrir, por fines apologéticos, a la indicada restricción, dejando fuera del influjo inspirativo los pasajes relativos a fenómenos de la naturaleza o a acontecimientos de la historia y cultura humanas. Así A. Rohlin (1872), P. Lenormant (1880), S. di Bartolo (1890). Muy ingeniosa fue la teoría del card. J. H. Newmann (v.) en 1884, según la cual, en la B. se mencionan como de paso, sin intención especial del hagiógrafo, buen número de cosas que no caen propiamente bajo la i. divina; estas cosas, que no tienen importancia alguna para la doctrina religiosa, existen en los libros sagrados quasi obiter dicta, según expresión del mismo Newmann (p. ej., que el perro de Tobías movía la ola, Tob 11,9; o que Pablo se dejó la capa en Troade, en casa de Carpo, 2 Tim 4,13; o que de Nabucodonosor se diga haber sido rey de Nínive, Idt 1,5). Todas esas sentencias, incluida la del card. Newmann, suponen una pérdida del sentido tradicional de la naturaleza de la i. de la B. e implican error en el contenido de la fe de la Iglesia, aunque sus autores incidieran en 61 movidos de la mejor intención.
Por estas causas, el Magisterio de la Iglesia, acudió, a partir de la Providentissimus Deus, a exponer el verdadero sentido de la fe. La enseñanza de los últimos Pontífices (León XIII, S. Pío X, Benedicto XV y Pío XII) puede resumirse diciendo que es ilegítimo restringir la i. divina de la B. a sólo aquellos pasajes que tratan de fe y costumbres, y que, por consiguiente, son equivocadas las sentencias que admiten error en los pasajes que no tratan de argumento directa y estrictamente dogmático o moral. La razón teológica de esta enseñanza radica en la naturaleza de la i. divina de la S. E. Aplicando la teoría de la causalidad instrumental a la explicación del carisma inspirativo, es claro que el efecto resultante de la interacción divinohumana debe atribuirse todo 61 a ambos autores; el escrito resultante, el libro sagrado, pertenece todo él a Dios y a los autores humanos, sin que, por tanto, pueda decirse que una parte es debida a Dios y otra a los hagiógrafos. Todos los elementos formales que integran el escrito sagrado no son ni meramente divinos, ni meramente humanos, sino simultánea y conjuntamente divinohumanos. Por tanto, no puede haber en los escritos sagrados, pasajes que hayan sido escritos con sola la intervención humana, sea cual fuere su contenido y género. Igualmente se clarifica la enseñanza del Magisterio, considerando la i. desde el punto de vista del autor. Ya dijimos cómo es constante en la doctrina cristiana la enseñanza de que Dios es autor de la B.; la const. Dei Verbum del conc. Vaticano II dice expresamente que Dios y los hagiógrafos bíblicos son verdaderos autores, y todo ello en el sentido de ser autores de todos y cada uno de los párrafos auténticos de la B., no en el que unos sean autores de unas partes y otros de otras. En conclusión, la doctrina católica acerca de la extensión de la i. confiesa que todos los pasajes auténticos de la S. E., cualquiera que sea su contenido y género, caen dentro de la i. divina (v. t. v).
b. Inspiración verbal.
Que cada una de las palabras que componen el texto bíblico original ha sido escrita bajo el influjo de la i. divina, fue una sentencia universal y pacíficamente admitida hasta fines del s. xvi. El primer autor de cierto relieve que puso reparos graves a tal sentencia parece haber sido Leonhard Lessio S. J. (1586; v.), que escribió: «Para que algo sea Escritura Sagrada, no es necesario que cada una de sus palabras haya sido inspirada por el Espíritu Santo». Por el mismo tiempo (1584), Domingo Báñez O. P. (v.) mantenía en cambio extremosamente la sentencia tradicional: «El Espíritu Santo no sólo inspiró las cosas contenidas en la Escritura, sino que cada una de las palabras con las cuales se han expresado esas cosas, las dictó y las sugirió (dictavit atque suggessit) ». Estas posiciones contradictorias, sustentadas respectivamente por teólogos eminentes dentro de dos escuelas teológicas de la época, ocasionaron que otros muchos autores se alinearan en una u otra posición. Aparte de la ocasión de esta controversia BáñezLessio, la cuestión de la i. verbal tomó cuerpo de los todavía incipientes estudios de crítica literaria. Se observaba que las mismas cosas e ideas se expresaban a veces de distintas maneras, lengua, estilo, etc., según los diversos escritores sagrados. Se preguntó entonces cómo estas divergencias peculiaridades de cada hagiógrafo se conjugaban con la naturaleza de la i. y con la idea de Dios autor de la B. Hoy, sid embargo, teólogos y Magisterio enseñan que todas y cada una de las palabras que componen el texto original de la S. E. han sido escritas bajo el influjo divino inspirativo.
Que cada una de las palabras que componen el texto bíblico original ha sido escrita bajo el influjo de la i. divina, fue una sentencia universal y pacíficamente admitida hasta fines del s. xvi. El primer autor de cierto relieve que puso reparos graves a tal sentencia parece haber sido Leonhard Lessio S. J. (1586; v.), que escribió: «Para que algo sea Escritura Sagrada, no es necesario que cada una de sus palabras haya sido inspirada por el Espíritu Santo». Por el mismo tiempo (1584), Domingo Báñez O. P. (v.) mantenía en cambio extremosamente la sentencia tradicional: «El Espíritu Santo no sólo inspiró las cosas contenidas en la Escritura, sino que cada una de las palabras con las cuales se han expresado esas cosas, las dictó y las sugirió (dictavit atque suggessit) ». Estas posiciones contradictorias, sustentadas respectivamente por teólogos eminentes dentro de dos escuelas teológicas de la época, ocasionaron que otros muchos autores se alinearan en una u otra posición. Aparte de la ocasión de esta controversia BáñezLessio, la cuestión de la i. verbal tomó cuerpo de los todavía incipientes estudios de crítica literaria. Se observaba que las mismas cosas e ideas se expresaban a veces de distintas maneras, lengua, estilo, etc., según los diversos escritores sagrados. Se preguntó entonces cómo estas divergencias peculiaridades de cada hagiógrafo se conjugaban con la naturaleza de la i. y con la idea de Dios autor de la B. Hoy, sid embargo, teólogos y Magisterio enseñan que todas y cada una de las palabras que componen el texto original de la S. E. han sido escritas bajo el influjo divino inspirativo.
Aquí, como en la i. real, las razones teológicas que ilustran ésta doctrina de la Iglesia se basan principalmente en la explicación y concepto tradicional de la i., en la idea de Dios autor de la S. E. y en la aplicación de la teoría de la causalidad instrumental. En efecto, según los principios tomistas, el instrumentohagiógrafo, autor secundario de la S. E., es elevado por Dios, causa principal, autor primario, de modo que aquél obra según su propia virtualidad, pero bajo la moción divina (cfr. Sum. Th. 3 q62 al c ad2). Por tanto, el producto, el libro sagrado, todo él y cada una de sus partes, incluidas las palabras, es efecto de la acción instrumental del hagiógrafo movida por la acción elevante divina. Aunque un hagiógrafo use términos distintos que otro para expresar la misma idea, esos términos concretos y peculiares, que están en consonancia con sus personales cualidades, no han sido escritos sin el influjo divino. Con esta explicación sé compagina aptamente la afirmación tradicional del Magisterio de que Dios es autor de toda la S. E., de la cual son responsables conjuntamente Dios y el hagiógrafo. Las imperfecciones de estilo, expresión, etc., que se encuentran en los libros sagrados proceden de la admirable condescendencia (synkatábasis, que ya explicaba S. Juan Crisóstomo), por la cual Dios ha querido hablar a los hombres en la B. a la manera que éstos suelen hacerlo, adaptándose a las categorías culturales, temperamentos, etc., de los hagiógrafos, y a semejanza de como el Verbo Encarnado asumió la naturaleza humana con sus limitaciones, excepto el pecado (v. t. v).
En resumen, la teoría de la causalidad instrumental explica aptamente la cuestión de la i. verbal de la B., de modo que, tras las encíclicas de los últimos Pontífices, puede calificarse no sólo como probable sino comunísima o incluso cierta teológicamente; aunque no haya sido declarada de fide tenenda, puesto que el objeto de las definiciones de fe no son per se las explicaciones de la íntima naturaleza de las verdades dogmáticas y morales, sino los núcleos esenciales de los artículos de fe, y la señalización de los peligros y proscripción de aquellas explicaciones que o no son aptas o desfiguran la naturaleza de la fe.
10. Inspiración y tradición bíblica.
Hemos considerado hasta aquí la i. en su momento propio y formal: la acción de Dios en el hagiógrafo, iluminando su inteligencia, moviendo su voluntad y asistiendo a sus potencias, para que exprese y escriba lo que Dios quiere eficazmente transmitirnos. La i. es, decíamos, un carisma transeúnte. una luz y moción divinas concedidas en el periodo de tiempo que dura la tarea de escribir. Es obvio que esos momentos de escritura están precedidos de toda una historia, tanto personal como colectiva (en el sentido de historia de la revelación) personal, porque el hagiógrafo es un hombre con un lenguaje, una cultura, una manera de expresarse, unos hábitos que Dios va a aprovechar, elevándolos, a la hora de moverlo a escribir la obra que quiere inspirar (y que tal vez haya ido procurando fomentar, con su providencia, hasta formar un instrumento apto); colectiva, porque, según la economía o disposición que Dios ha seguido, la Revelación no se inicia con un acto de escritura, sino que viene precedida de una tradición, a veces larga, en la cual está inserto y en la que ha sido formado el hagiógrafo. Vamos a desarrollar este último punto, intentando precisar las relaciones entre Revelación, transmisión de la palabra revelada, inspiración.
Hemos considerado hasta aquí la i. en su momento propio y formal: la acción de Dios en el hagiógrafo, iluminando su inteligencia, moviendo su voluntad y asistiendo a sus potencias, para que exprese y escriba lo que Dios quiere eficazmente transmitirnos. La i. es, decíamos, un carisma transeúnte. una luz y moción divinas concedidas en el periodo de tiempo que dura la tarea de escribir. Es obvio que esos momentos de escritura están precedidos de toda una historia, tanto personal como colectiva (en el sentido de historia de la revelación) personal, porque el hagiógrafo es un hombre con un lenguaje, una cultura, una manera de expresarse, unos hábitos que Dios va a aprovechar, elevándolos, a la hora de moverlo a escribir la obra que quiere inspirar (y que tal vez haya ido procurando fomentar, con su providencia, hasta formar un instrumento apto); colectiva, porque, según la economía o disposición que Dios ha seguido, la Revelación no se inicia con un acto de escritura, sino que viene precedida de una tradición, a veces larga, en la cual está inserto y en la que ha sido formado el hagiógrafo. Vamos a desarrollar este último punto, intentando precisar las relaciones entre Revelación, transmisión de la palabra revelada, inspiración.
a) Revelación y Tradición.
En el inicio de todo está la Revelación (v.), es decir, ;el acto por el que Dios se comunica a un hombre. Dios ha procedido en su Revelación interviniendo en la historia de una manera activa, es decir, no se ha limitado a dirigirse a un hombre comunicándole algunas verdades, sino que ha unido a su palabra su acción. Puede decirse que la Revelación implica el acontecimiento, el hecho salvífico, y la Palabra de Dios: «... por la revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo, y recibirlos en su compañía.
En el inicio de todo está la Revelación (v.), es decir, ;el acto por el que Dios se comunica a un hombre. Dios ha procedido en su Revelación interviniendo en la historia de una manera activa, es decir, no se ha limitado a dirigirse a un hombre comunicándole algunas verdades, sino que ha unido a su palabra su acción. Puede decirse que la Revelación implica el acontecimiento, el hecho salvífico, y la Palabra de Dios: «... por la revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigo, movido por su gran amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo, y recibirlos en su compañía.
Este plan de la revelación se realiza con palabras y gestos, intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas» (Const. Dei Verbum, n° 2).
De ese proceso, el momento formalmente revelador es la palabra divina: el conocimiento recibido por el hombre gracias al cual comprende el sentido de los acontecimientos y recibe las verdades, promesas, etc., que Dios le quiere comunicar. Sin esa palabra, los acontecimientos permanecerían ciegos y no comprenderíamos sus sentidos. La teología ha procurado analizar la naturaleza de ese momento formal de la Revelación poniendo de manifiesto que se trata de una elevación de la potencia intelectiva de aquel a quien Dios se dirige en virtud de la que percibe las realidades que Dios quiere comunicarle, al mismo tiempo que tiene la certeza del origen divino de la palabra que recibe (v. REVELACIÓN II, 1, 1). En la Revelación el hombre es receptor, y en ese sentido pasivo; lo que, obviamente, no quiere decir que no haga nada, ya que ese recibir la palabra divina es, en él, un auténtico conocer.
Esas palabras recibidas de Dios engendran en el hombre una nueva vida. Aquel a quien Dios ha hablado no queda indiferente, sino que vuelve sobre la palabra divina para penetrar en ella, edifica sobre las promesas de Dios su vida y sus acciones, procura juzgar a su luz el resto de los acontecimientos... De otra parte, la Revelación no tiene por destinatario sólo aquel a quien primeramente Dios ha hablado, sino que, a través de él, se dirige a otros hombres y, en última instancia, a la humanidad entera. Así el hombre que ha recibido la palabra divina se siente impulsado a comunicarla a otros: Abraham la comunicó a su hijo Isaac, éste a sus descendientes y así de generación en generación. En esa transmisión cada uno se esforzaría por expresar con fidelidad lo recibido, perfilando la forma de expresión y la terminología, etc. De este modo se creaba un ambiente y un ámbito que facilitaba la recepción de revelaciones posteriores. Ya que no lo olvidemos Dios ha querido revelarse de manera progresiva, de forma que sus primeras intervenciones anuncian otras posteriores que las irán completando.
Es claro que ese proceso en virtud del cual la Revelación ya hecha va siendo transmitida no ocurre al margen del querer de Dios, sino que es objeto de una especialísima providencia divina: Dios se comunica a un hombre para, a través de él, comunicarse a la humanidad; el proceso de transmisión forma parte, intrínsecamente, de la Revelación tal y como Dios la quiere. Por eso si, para referirnos al acto por el que Dios habla a un hombre comunicándole las verdades y promesas religiosas que quiere manifestar, utilizamos el vocablo de Revelación, para referirnos al proceso de transmisión, en cuanto que efecto de esa especial providencia divina, debemos usar otros vocablos, como, p. ej., los de asistencia o inspiración.
b) La inspiración bíblica, conjunto de la inspiración pastoral, oratoria y escriturístico.
Para esbozar con más detalle el proceso de tradición, y la asistencia o acción divina que supone, conviene apuntar algunos rasgos. Señalemos en primer lugar que la Revelación, a la vez que una comunicación divina, es un mandato: con su palabra reveladora, Dios interviene para llamar al hombre y conferirle una misión en orden a la realización de ese designio que acaba de revelar. Y así, Dios le dijo a Abraham: «sal de Ur a donde yo te mostraré» (cfr. Gen 12,1; 15,7): el patriarca se pone en marcha, Dios le sale al paso, le habla, le manda, detiene su brazo... Es el Espíritu de Dios quien irrumpe en el hombre para que éste se ponga en acción; así a los Patriarcas, a Moisés, a los jueces de las tribus, a los Reyes de Israel, a los Profetas, a los Apóstoles de Jesús. Dios les inspira para la acción. Es lo que algún autor moderno propone llamar inspiración pastoral (cfr. P. Benoit, Inspiración y Revelación, «Concilium» 10, 1965, 1718); mediante ella Dios dirige a los pastores del Pueblo elegido, de la Iglesia de Jesucristo y, mediante ellos, la historia sagrada.
Para esbozar con más detalle el proceso de tradición, y la asistencia o acción divina que supone, conviene apuntar algunos rasgos. Señalemos en primer lugar que la Revelación, a la vez que una comunicación divina, es un mandato: con su palabra reveladora, Dios interviene para llamar al hombre y conferirle una misión en orden a la realización de ese designio que acaba de revelar. Y así, Dios le dijo a Abraham: «sal de Ur a donde yo te mostraré» (cfr. Gen 12,1; 15,7): el patriarca se pone en marcha, Dios le sale al paso, le habla, le manda, detiene su brazo... Es el Espíritu de Dios quien irrumpe en el hombre para que éste se ponga en acción; así a los Patriarcas, a Moisés, a los jueces de las tribus, a los Reyes de Israel, a los Profetas, a los Apóstoles de Jesús. Dios les inspira para la acción. Es lo que algún autor moderno propone llamar inspiración pastoral (cfr. P. Benoit, Inspiración y Revelación, «Concilium» 10, 1965, 1718); mediante ella Dios dirige a los pastores del Pueblo elegido, de la Iglesia de Jesucristo y, mediante ellos, la historia sagrada.
Pero el mismo Espíritu de Dios impulsa también a hablar. Los Profetas, los Apóstoles y de modo eminente Jesucristo, son los mensajeros de la Palabra de Dios: predican o testimonian la salvación mesiánica; explican las acciones salvíficas, los acontecimientos (pasados, presentes o futuros). Jesucristo, que es el principal mensajero de esa Palabra, porque Él mismo es la Palabra de Dios encarnada, «comenzó a hacer y a enseñar» (polein te kal didáskein, Act 1,1). Esta inspiración oral acompaña y completa la i. pastoral. Su sentido es claro: como ya decíamos antes, la Revelación implica un acto de conocimiento (y no una mera experiencia ciega, como pensó el protestantismo liberal y las corrientes de pensamiento que entroncan con él o, en líneas generales, con el agnosticismo, v.), y, por tanto, implica desde el primer momento la presencia de conceptos, nociones, etc., en la mente de aquel a quien Dios ha hablado; pero una cosa es conocer algo, y otra conseguir expresarlo con claridad y exactitud. De ahí que Dios asista a aquellos a quienes se ha revelado, a fin de que expresen y transmitan fielmente lo que han recibido.
Pero la palabra adquiere una especial firmeza cuando se pone por escrito. Era natural que el pueblo depositario de la Revelación tendiera a condensarla, a cristalizarla en unos escritos. Pues bien, Dios no quiso que eso se produjera en virtud de las meras fuerzas humanas (lo que hubiera podido hacer surgir en las generaciones posteriores la duda sobre la veracidad de lo escrito), sino que intervino de una manera sobrenatural con el carisma de la i. en su sentido más pleno y propio. Ya hemos expuesto suficientemente cómo esta afirmación es una verdad de fe, creída siempre y definida repetidas veces por el Magisterio de la Iglesia. Hasta ahora hemos llamado i. bíblica a este impulso, iluminación, moción y asistencia para escribir los libros santos; P. Benoit propone llamarla inspiración escriturística (o. c., 21), para distinguirla de la bíblica, como una parte respecto del todo. Según esa terminología, la i. escriturística se sitúa en un gran conjunto inspirativo del que ella forma parte al lado y como consecuencia de las i. pastoral y oratoria, constituyendo las tres el conjunto de la inspiración bíblica.
c) Conclusión.
En los párrafos anteriores queda precisado el lugar que ocupa la i. bíblica propiamente dicha (o i. escriturística, si seguimos la terminología de Benoit) en el conjunto del proceso de transmisión de la Revelación. Completemos la exposición con dos observaciones: la Toda teoría o exposición que aísla la i. escriturística, o acción de Dios en el hagiógrafo en el momento de escribir, de sus preparaciones, también ocurridas bajo la asistencia o inspiración de Dios, desvirtúa la posición que en el plan divino ocupa la S. E. Puede decirse que ese desenraizamiento de la Escritura lo hicieron en diversas épocas algunas escuelas rabínicas hebreas respecto de la Tóráh (v. LEY VII, 3) y algunas confesiones protestantes respecto de toda la B. Al intentar exaltar la B., por un camino incorrecto, lo que obtuvieron fue erradicarla del suelo en que había nacido, exponiéndose así a privarla de savia, a convertirla en letra muerta (como ocurrió en algunos representantes del farisaísmo), o al menos, a hacer difícil su intelección o a colocar su lectura bajo el signo del subjetivismo de una supuesta inspiración privada de aquel que lee (como ocurre en el protestantismo: v. I, 10). La i. del hagiógrafo no es un carisma concedido por Dios a un individuo aislado, sino una acción divina ejercida sobre un individuo que vive en el interior de una tradición marcada por la Revelación divina y que ha procedido a todo lo largo de su historia a impulsos del Espíritu Santo. Por eso cuando Israel, y luego la Iglesia, definieron un escrito como inspirado por Dios y sagrado (canonicidad: v. II), no recibieron un libro que les fuera ajeno, sino algo que lo reconocían como suyo, porque en él resonaba la misma voz de Dios de la que ellos ya vivían. Todo lo cual, por otra parte, pone de manifiesto la hondura que tiene la afirmación católica según la cual la Iglesia es el «intérprete auténtico de la Escritura» (v. I, 56), puesto que es en ella donde ha nacido: la Escritura, nacida en el interior de la Tradición, debe, en el interior de esa misma Tradición, ser interpretada. Sobre las relaciones entre Escritura y Tradición v. la Const. Dei Verbum, 910, así como la voz TRADICIÓN.
En los párrafos anteriores queda precisado el lugar que ocupa la i. bíblica propiamente dicha (o i. escriturística, si seguimos la terminología de Benoit) en el conjunto del proceso de transmisión de la Revelación. Completemos la exposición con dos observaciones: la Toda teoría o exposición que aísla la i. escriturística, o acción de Dios en el hagiógrafo en el momento de escribir, de sus preparaciones, también ocurridas bajo la asistencia o inspiración de Dios, desvirtúa la posición que en el plan divino ocupa la S. E. Puede decirse que ese desenraizamiento de la Escritura lo hicieron en diversas épocas algunas escuelas rabínicas hebreas respecto de la Tóráh (v. LEY VII, 3) y algunas confesiones protestantes respecto de toda la B. Al intentar exaltar la B., por un camino incorrecto, lo que obtuvieron fue erradicarla del suelo en que había nacido, exponiéndose así a privarla de savia, a convertirla en letra muerta (como ocurrió en algunos representantes del farisaísmo), o al menos, a hacer difícil su intelección o a colocar su lectura bajo el signo del subjetivismo de una supuesta inspiración privada de aquel que lee (como ocurre en el protestantismo: v. I, 10). La i. del hagiógrafo no es un carisma concedido por Dios a un individuo aislado, sino una acción divina ejercida sobre un individuo que vive en el interior de una tradición marcada por la Revelación divina y que ha procedido a todo lo largo de su historia a impulsos del Espíritu Santo. Por eso cuando Israel, y luego la Iglesia, definieron un escrito como inspirado por Dios y sagrado (canonicidad: v. II), no recibieron un libro que les fuera ajeno, sino algo que lo reconocían como suyo, porque en él resonaba la misma voz de Dios de la que ellos ya vivían. Todo lo cual, por otra parte, pone de manifiesto la hondura que tiene la afirmación católica según la cual la Iglesia es el «intérprete auténtico de la Escritura» (v. I, 56), puesto que es en ella donde ha nacido: la Escritura, nacida en el interior de la Tradición, debe, en el interior de esa misma Tradición, ser interpretada. Sobre las relaciones entre Escritura y Tradición v. la Const. Dei Verbum, 910, así como la voz TRADICIÓN.
2a Pero, al mismo tiempo que se afirma ese contexto en el que se produce la aparición de los libros inspirados, debe subrayarse con claridad la peculiaridad de la i. en sentido propio, es decir, del carisma por el que Dios dirige al hagiógrafo en el momento de escribir y en virtud del cual Dios mismo debe ser reconocido como autor principal de los libros escritos y éstos como auténtica Palabra de Dios. Los libros que componen la B. presuponen toda la tradición y no deben jamás ser separados de ella; pero al mismo tiempo implican un momento de especial intervención divina que ha movido a los hagiógrafos para que la palabra que Él nos dirigía quedara condensada precisamente del modo y la manera como en esos libros se expresa, de forma que tenemos la garantía de que en ellos se recoge «fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en ellos para salvación nuestra» (Const. Dei Verbum, 11). La veneración constante con que los ha rodeado la Iglesia, así como su continuo referirse y remitirse a ellos, es reflejo de esa realidad. Los manuales de la primera mitad del s. XX que, al tratar de la i. se limitaban a hablar de la acción divina en el hagiógrafo, han podido a veces pecar de un cierto abstractismo (no refiriéndose apenas a la historia que precede a cada uno, etc.), pero en la medida en que se negaban a subsumir la i. en una genérica asistencia de Dios a Israel y la Iglesia, defendían el genuino dogma cristiano sobre las S. E. Digamos, por eso, y ya al nivel del proceder de la exégesis bíblica (v.), que es perfectamente legítimo intentar estudiar la posible historia redaccional de un texto, ya que ello puede contribuir a su mejor intelección, pero que no debe procederse nunca como si el texto careciera de sustantividad y fuera la mera condensación humana de experiencias y hechos precedentes, como si eso fuera lo que realmente importara. El texto bíblico, tal y como ha llegado a nosotros, es fruto de un designio especial de Dios y tiene un valor sustantivo.
11. Otras cuestiones:
a. Del Espíritu Santo inspirador de la Escritura.
Desde la antigüedad la i. de la S. E. se atribuye de modo especial al Espíritu Santo. Las fórmulas son varias: «el Espíritu Santo habló por boca de los profetas»; «por el Espíritu Santo inspirante han sido escritos los libros sagrados» (conc. Vaticano I); «el Espíritu Santo dictó las Escrituras», etc. Enseña la fe que todas las operaciones ad extra de Dios (operaciones no inmanentes a la deidad, operaciones que se proyectan fuera de Dios) son comunes a las tres divinas Personas. Desde este aspecto, la i. de la B. ha de atribuirse a la Trinidad. Ahora bien, ello no obsta para que algunas acciones ad extra se atribuyan de modo especial a alguna de las Personas divinas, sin que ello contradiga la atribución genérica a Dios. Tal es el caso de la atribución de la inspiración bíblica a la tercera Persona trinitaria (V. DIOS IV, 12., TRINIDAD, SANTÍSIMA; ESPÍRITU SANTO).
a. Del Espíritu Santo inspirador de la Escritura.
Desde la antigüedad la i. de la S. E. se atribuye de modo especial al Espíritu Santo. Las fórmulas son varias: «el Espíritu Santo habló por boca de los profetas»; «por el Espíritu Santo inspirante han sido escritos los libros sagrados» (conc. Vaticano I); «el Espíritu Santo dictó las Escrituras», etc. Enseña la fe que todas las operaciones ad extra de Dios (operaciones no inmanentes a la deidad, operaciones que se proyectan fuera de Dios) son comunes a las tres divinas Personas. Desde este aspecto, la i. de la B. ha de atribuirse a la Trinidad. Ahora bien, ello no obsta para que algunas acciones ad extra se atribuyan de modo especial a alguna de las Personas divinas, sin que ello contradiga la atribución genérica a Dios. Tal es el caso de la atribución de la inspiración bíblica a la tercera Persona trinitaria (V. DIOS IV, 12., TRINIDAD, SANTÍSIMA; ESPÍRITU SANTO).
Esta atribución, por lo demás, se apoya claramente en algunos textos del N. T.: «Ninguna profecía de la Escritura es de interpretación particular, pues la profecía no ha sido proferida en los tiempos pasados por voluntad humana, antes bien, movidos por el Espíritu Santo, hablaron de parte de Dios los hombres» (2 Pet 1,2021). «Toda escritura divinamente inspirada (theópneustós) (es) útil para enseñar, para argüir, para corregir, para educar en la justicia» (2 Tim 3,16).
b. Inspiración de los ayudantes o completadores del hagiógrafo.
En algunos escritos bíblicos parece que el hagiógrafo se valió de algún ayudante: así S. Pablo, según estiman algunos críticos, se valió de un redactor para la carta a los Hebreos (v.) (Pablo habría expuesto el contenido y el redactor habría expresado, con su propio estilo, vocabulario, etc., las ideas que Pablo quería decir). Algo parecido, aunque en menor grado debió ocurrir con la epístola a los Romanos (v.), dictada a su discípulo Tercio (aquí Tercio se habría reducido casi a escribir al dictado). Finalmente, muchos críticos deducen del análisis literario, que el final del Evangelio de S. Marcos (v.) (Mc 16,920), es adición posterior al texto primitivo; adición que pudo no ser original del propio Marcos; algo parecido opinan muchos críticos que debió pasar con el cap. 21 del Evangelio de S. Juan (v.), que pudo ser añadido posteriormente por el mismo evangelista o por alguno de sus discípulos. En todo caso, está fuera de toda duda que los finales mencionados de los Evangelios de Marcos y de Juan son verdaderamente inspirados y canónicos.
En algunos escritos bíblicos parece que el hagiógrafo se valió de algún ayudante: así S. Pablo, según estiman algunos críticos, se valió de un redactor para la carta a los Hebreos (v.) (Pablo habría expuesto el contenido y el redactor habría expresado, con su propio estilo, vocabulario, etc., las ideas que Pablo quería decir). Algo parecido, aunque en menor grado debió ocurrir con la epístola a los Romanos (v.), dictada a su discípulo Tercio (aquí Tercio se habría reducido casi a escribir al dictado). Finalmente, muchos críticos deducen del análisis literario, que el final del Evangelio de S. Marcos (v.) (Mc 16,920), es adición posterior al texto primitivo; adición que pudo no ser original del propio Marcos; algo parecido opinan muchos críticos que debió pasar con el cap. 21 del Evangelio de S. Juan (v.), que pudo ser añadido posteriormente por el mismo evangelista o por alguno de sus discípulos. En todo caso, está fuera de toda duda que los finales mencionados de los Evangelios de Marcos y de Juan son verdaderamente inspirados y canónicos.
La cuestión es, pues: ,¿Qué hay que decir de la i. divina de estos posibles colaboradores (redactores, secretarios, adicionadores) de los libros sagrados? En todos estos casos hay que atenerse a este principio general: la i. divina de la S. E. se da primariamente por causa del libro (como vehículo de revelación) no por causa del hagiógrafo. Por tanto, de algún modo se da no sólo al hagiógra£o bíblico, sino también, en su caso, a aquellas otras personas que hayan colaborado con 61 directamente y no de un modo meramente material (como los simples amanuenses) para la redacción del libro sagrado. Por tanto, hay que admitir que si en algunos casos han colaborado redactores o adicionadores, éstos han participado del carisma de la i., no en razón de sí mismos, sino en razón de la ayuda y colaboración inteligente prestada al hagiógrafo.
J. M. CASCIARO RAMÍREZ.
BIBL.: Documentos de la Iglesia: CONC. VATICANO II, COnSt. dogmática Dei Verbum, sobre la divina Revelación (18 nov. 1965); Pío XII, Ene. Divino afflante Spiritu (30 sept. 1943), AAS 35 (1943) 297326; BENEDICTO XV, Ene. Spiritus Paraclitus (15 sept. 1920), AAS 12 (1920) 385422; S. Pío X, Ene. Pascendi, sobre el modernismo (8 sept. 1907), Denz.Sch. 34903491; íD, Decr. Lamentabili, de la S.. C. del Santo Oficio, sobre los errores modernistas (3 jul. 1907); Denz.Sch. 34013466; LEóN XIII, Ene. Providentissimus Deus (18 nov. 1893), Denz.Sch. 32803294; CONC. VATICANO I, Const. dogmática Dei Filius (24 abr. 1870), Denz.Sch. 3006,3007,3029; S. MUÑOZ IGLESIAS, Documentos bíblicos, Madrid 1955.
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