Scherezada Jacqueline Alvear Godoy
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¿Cuál es el sentido de todo? ¿Hacia dónde gira la rueda de la existencia? ¿Para qué? ¿Por qué nos hallamos aquí y ahora? ¿De dónde venimos y hacia dónde vamos? ¿Qué hace que permanezcamos en pie, en medio de la marea de la vida? ¿Cuál es el lugar del hombre en la Naturaleza? ¿Qué destino nos espera más allá de la muerte? ¿Volvemos a nacer? ¿Cómo y de dónde surge en el hombre la conciencia de lo que se debe hacer y de lo que no? ¿Tenemos alma? ¿Puede la razón demostrar la existencia de Dios? ¿Por qué la evolución camina con pasos tan firmes e inequívocos? ¿Quién traza el Plan que se refleja con matemática precisión en el código genético?
¿Es posible conocernos a nosotros mismos?
¿Quién no se ha hecho alguna vez estas preguntas? Únicamente dos tipos de personas, el que se contenta con respuestas superficiales que jamás podrá verificar, y el que ya conoce las respuestas, y por tanto se halla de la condición humana. Entre ambos extremos está el filósofo, aquel que busca la verdad. Filósofo es el que se camina a sí mismo y camina en el mundo buscando respuestas.
En cierto modo el filósofo comparte el destino del peregrino. Este último busca a Dios y para ello recorre los lugares santos. El filósofo en cambio busca la verdad, una verdad que haga más firmes sus pasos. Busca la sabiduría que les nutra, sin contentarse con lo primero que halla. Más allá, siempre más allá. Como dijo Giordano Bruno, el filósofo es insaciable como el fuego y siente en sí una certeza de lo que busca. Qué agudeza la de Platón cuando describió al filósofo como hijo de la abundancia del cielo y de la pobreza y orfandad de la tierra. Para Séneca en cambio, el filósofo es el que sube a su montaña interior, y en ella adquiere certeza y serenidad. Una montaña que se eleva por encima de los vientos de las pasiones terrenales, y que es superior aún a la misma fortuna, extraña “diosa” a quien el necio llama señora del mundo.
Confucio comparó al filósofo con una flecha con ojos. Dotada de un divino impulso, sabe dónde va. Va al corazón de la realidad.
Para los egipcios, el filósofo es el que sabe mirar su propio corazón y hallar en él, como si fuese un espejo mágico, respuestas a las preguntas que la vida le plantea. Él, decían los egipcios, puede dar las respuestas, porque su alma –la tuya, la nuestra- es tan vieja o más que el Universo. Puede responder a quien le requiera, porque en él se halla el secreto del Ayer, del Hoy y del Mañana. Los egipcios también otorgaron al filósofo las medidas de los seres y de las acciones. Según su discurso poético el aprendiz de la sabiduría lleva la regla de Maat y puede determinar el verdadero valor de todo aquello que quiera medir. Así traza sus sendas con la misma precisión con que el dios Thot traza las sendas de los astros y el valor de los números.
Es evidente que la imagen que del filósofo tuvo la Antigüedad clásica no es la misma que la que dibujan los tiempos modernos. El verdadero filósofo sabe lo que sabe y lo que no sabe y es capaz de trazar entre ambos una línea matemática. Al actual erudito especializado le bullen las opiniones de unos y otros. Al verdadero filósofo la profundidad de la vida le torna silencioso y afable. Aquel que simplemente lleva cartel e insignia de tal, comba su columna vertebral y moral ante el peso de todo lo que ha leído. Pero en el fondo muchas veces ni lo entiende ni lo valora porque no lo vive. Hallamos al verdadero filósofo en el campo de batalla, como a Sócrates, o pulsando la lira, como Confucio o sencillamente trabajando y cumpliendo con sus deberes cotidianos. Fue el propio Confucio quien dijo: “Qué grande es la ley del deber del hombre sabio. Es un océano sin orillas”.
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