Cuando el nacimiento de Venus, hubo entre los dioses un gran festín, en el que se encontraba, entre otros, Poros{19} hijo de Metis{20}. Después de la comida, Penia{21} se puso a la puerta, para mendigar algunos [339] desperdicios. En este momento, Poros, embriagado con el néctar (porque aún no se hacia uso del vino), salió de la sala, y entró en el jardín de Júpiter, donde el sueño no tardó en cerrar sus cargados ojos. entonces, Penia, estrechada por su estado de penuria, se propuso tener un hijo de Poros. fue a acostarse con él, y se hizo madre del Amor. Por esta razón el Amor se hizo el compañero y servidor de Venus, porque fue concebido el mismo día en que ella nació; además de que el Amor ama naturalmente la belleza y Venus es bella. Y ahora, como hijo de Poros y de Penia, he aquí cuál fue su herencia. Por una parte es siempre pobre, y lejos de ser bello y delicado, como se cree generalmente, es flaco, desaseado, sin calzado, sin domicilio, sin más lecho que la tierra, sin tener con qué cubrirse, durmiendo a la luna, junto a las puertas o en las calles; en fin, lo mismo que su madre, está siempre peleando con la miseria. Pero, por otra parte, según el natural de su padre, siempre está a la pista de lo que es bello y bueno, es varonil, atrevido, perseverante, cazador hábil; ansioso de saber, siempre maquinando algún artificio, aprendiendo con facilidad, filosofando sin cesar; encantador, mágico, sofista. Por naturaleza no es ni mortal ni inmortal, pero en un mismo día aparece floreciente y lleno de vida, mientras está, en la abundancia, y después se extingue para volver a revivir, a causa de la naturaleza paterna. Todo lo que adquiere lo disipa sin cesar, de suerte que nunca es rico ni pobre. Ocupa un término medio entre la sabiduría y la ignorancia, porque ningún dios filosofa, ni desea hacerse sabio, puesto que la sabiduría es aneja a la naturaleza divina, y en general el que es sabio no filosofa. Lo mismo sucede con los ignorantes; ninguno de ellos filosofa, ni desea hacerse sabio, porque la ignorancia produce precisamente el pésimo efecto de persuadir a los que no son bellos, ni buenos, ni sabios, de que poseen estas [340] cualidades; porque ninguno desea las cosas de que se cree provisto.
—Pero, Diotima, ¿quiénes son los que filosofan, si no son ni los sabios, ni los ignorantes?
—Hasta los niños saben, dijo ella, que son los que ocupan un término medio entre los ignorantes y los sabios, y el Amor es de este número. La sabiduría es una de las cosas más bellas del mundo, y como el Amor ama lo que es bello, es preciso concluir que el Amor es amante de la sabiduría, es decir, filósofo; y como tal se halla en un medio entre el sabio y el ignorante. A su nacimiento lo debe, porque es hijo de un padre sabio y rico, y de una madre que no es ni rica ni sabia. Tal es, mi querido Sócrates, la naturaleza de este demonio. En cuanto a la idea que tú te formabas, no es extraño que te haya ocurrido, porque creías, por lo que pude conjeturar en vista de tus palabras, que el Amor es lo que es amado y no lo que ama. he aquí, a mi parecer, por qué el Amor te parecía muy bello, porque lo amable es la belleza real, la gracia, la perfección y el soberano bien. Pero lo que ama es de otra naturaleza distinta como acabo de explicar.
—Y bien, sea así, extranjera; razonas muy bien, pero el Amor, siendo como tú acabas de decir, ¿de qué utilidad es para los hombres?
—Precisamente eso es, Sócrates, lo que ahora quiero enseñarte. Conocemos la naturaleza y el origen del Amor; es como tú dices el amor a lo bello. Pero si alguno nos preguntase: ¿qué es el amor a lo bello, Sócrates y Diotima, o hablando con mayor claridad, el que ama lo bello a qué aspira?
—A poseerlo, respondí yo.
—Esta respuesta reclama una nueva pregunta, dijo Diotima; ¿qué le resultará de poseer lo bello?
—Respondí, que no me era posible contestar inmediatamente a esta pregunta. [341]
—Pero, replicó ella, si se cambiase el término, y poniendo lo bueno en lugar de lo bello te preguntase: Sócrates, el que ama lo bueno, ¿á qué aspira?
—A poseerlo.
—¿Y qué le resultaría de poseerlo?
—Encuentro ahora más fácil la respuesta; se hará dichoso.
—Porque creyendo las cosas buenas, es como los seres dichosos son dichosos, y no hay necesidad de preguntar porqué el que quiere ser dichoso quiere serlo; tu respuesta me parece satisfacer a todo.
—Es cierto, Diotima.
—Pero piensas que este amor y esta voluntad sean comunes a todos los hombres, y que todos quieran siempre tener lo que es bueno; ¿o eres tú de otra opinión?
—No, creo que todos tienen este amor y esta voluntad.
—¿Por qué entonces, Sócrates, no decimos que todos los hombres aman, puesto que aman todos y siempre la misma cosa?, ¿por qué lo decimos de los unos y no de los otros?
—Es esa una cosa que me sorprende también.
—Pues no te sorprendas; distinguimos una especie particular de amor, y le llamamos amor, usando del nombre que corresponde a todo el género; mientras que para las demás especies, empleamos términos diferentes.
—Te suplico que pongas un ejemplo.
—He aquí uno. Ya sabes que la palabra poesía{22} tiene numerosas acepciones, y expresa en general la causa que hace que una cosa, sea la que quiera, pase del no-ser al ser, de suerte que todas las obras de todas las artes son poesía, y que todos los artistas y todos los obreros son poetas. [342]
—Es cierto.
—Y sin embargo, ves que no se llama a todos poetas, sino que se les da otros nombres, y una sola especie de poesía tomada aparte, la música y el arte de versificar, han recibido el nombre de todo el género. Esta es la única especie, que se llama poesía; y los que la cultivan, los únicos a quienes se llaman poetas.
—Eso es también cierto.
—Lo mismo sucede con el amor; en general es el deseo de lo que es bueno y nos hace dichosos, y este es el grande y seductor amor que es innato en todos los corazones. Pero todos aquellos, que en diversas direcciones tienden a este objeto, hombres de negocios, atletas, filósofos, no se dice que aman ni se los llama amantes; sino que sólo aquellos, que se entregan a cierta especie de amor, reciben el nombre de todo el género, y a ellos solos se les aplican las palabras, amar, amor, amantes.
—Me parece que tienes razón, le dije.
—Se ha dicho, replicó ella, que buscar la mitad de sí mismo es amar. Pero yo sostengo, que amar no es buscar ni la mitad ni el todo de sí mismo, cuando ni esta mitad ni este todo son buenos; y la prueba, amigo mío, es que consentimos en dejarnos cortar el brazo o la pierna, aunque nos pertenecen, si creemos que estos miembros están atacados de un mal incurable. En efecto; no es lo nuestro lo que nosotros amamos, a menos que no miremos como nuestro y perteneciéndonos en propiedad lo que es bueno, y como extraño lo que es malo, porque los hombres sólo aman lo que es bueno. ¿No es esta tu opinión?
—¡Por Júpiter!, pienso como tú.
—¿Basta decir que los hombres aman lo bueno?
—Sí.
—¡Pero qué! ¿No es preciso añadir, que aspiran también a poseer lo bueno?
—Es preciso. [343]
—¿Y no sólo a poseerlo, sino también a poseerlo siempre?
—Es cierto también.
—En suma, el amor consiste en querer poseer siempre lo bueno.
—Nada más exacto, respondí yo.
—Si tal es el amor en general; ¿en qué caso particular la indagación y la prosecución activa de lo bueno toman el nombre de amor? ¿Cuál es? ¿Puedes decírmelo?
—No, Diotima, porque si pudiera decirlo, no admiraría tu sabiduría ni vendría cerca de ti para aprender estas verdades.
—Voy a decírtelo: es la producción de la belleza, ya mediante el cuerpo, ya mediante el alma.
—Vaya un enigma, que reclama un adivino para descifrarle; yo no le comprendo.
—Voy a hablar con más claridad. Todos los hombres, Sócrates, son capaces de engendrar mediante el cuerpo y mediante el alma, y cuando han llegado a cierta edad, su naturaleza exige el producir. En la fealdad no puede producir, y sí sólo en la belleza; la unión del hombre y de la mujer es una producción, y esta producción es una obra divina, fecundación y generación, a que el ser mortal debe su inmortalidad. Pero estos efectos no pueden realizarse en lo que es discordante. Porque la fealdad no puede concordar con nada de lo que es divino; esto sólo puede hacerlo la belleza. La belleza, respecto a la generación, es semejante al Destino{23} y a Lucina{24}. Por esta razón, cuando el ser fecundante se aproxima a lo bello, lleno de amor y de alegría, se dilata, engendra, produce. Por el contrario, si se aproxima a lo feo, triste y remiso, se estrecha, se tuerce, se contrae, y no engendra, [344] sino que comunica con dolor su germen fecundo. De aquí, en el ser fecundante y lleno de vigor para producir, esa ardiente prosecución de la belleza que debe libertarle de los dolores del alumbramiento. Porque la belleza, Sócrates, no es, como tú te imaginas, el objeto del amor.
—¿Pues cuál es el objeto del amor?
—Es la generación y la producción de la belleza.
—Sea así, respondí yo.
—No hay que dudar de ello, replicó.
—Pero, ¿por qué el objeto del amor es la generación?
—Porque es la generación la que perpetúa la familia de los seres animados, y le da la inmortalidad, que consiente la naturaleza mortal. Pues conforme a lo que ya hemos convenido, es necesario unir al deseo de lo bueno el deseo de la inmortalidad, puesto que el amor consiste en aspirar a que lo bueno nos pertenezca siempre. De aquí se sigue que la inmortalidad es igualmente el objeto del amor.
—Tales fueron las lecciones que me dio Diotima en nuestras conversaciones sobre el Amor. Me dijo un día: ¿cuál es, en tu opinión, Sócrates, la causa de este deseo y de este amor? ¿No has observado en qué estado excepcional se encuentran todos los animales volátiles y terrestres cuando sienten el deseo de engendrar? ¿No les ves como enfermizos, efecto de la agitación amorosa que les persigue durante el emparejamiento, y después, cuando se trata del sostén de la prole, no ves cómo los más débiles se preparan para combatir a los más fuertes, hasta perder la vida, y cómo se imponen el hambre y toda clase de privaciones para hacerla vivir? Respecto a los hombres, puede creerse que es por razón el obrar así; pero los animales, ¿de dónde les vienen estas disposiciones amorosas? ¿Podrías decirlo?
—Le respondí que lo ignoraba. [345]
—¿Y esperas, replicó ella, hacerte nunca sabio en amor si ignoras una cosa como esta?
—Pero repito, Diotima, que esta es la causa de venir yo en tu busca; porque sé que tengo necesidad de tus lecciones. Explícame eso mismo sobre que me pides explicación, y todo lo demás que se refiere al amor.
—Pues bien, dijo, si crees que el objeto natural del amor es aquel en que hemos convenido muchas veces, mi pregunta no debe turbarte; porque, ahora como entes, es la naturaleza mortal la que aspira a perpetuarse y a hacerse inmortal, en cuanto es posible; y su único medio es el nacimiento que sustituye un individuo viejo con un individuo joven. En efecto, bien que se diga de un individuo, desde su nacimiento hasta su muerte, que vive y que es siempre el mismo, sin embargo, en realidad no está nunca ni en el mismo estado ni en el mismo desenvolvimiento, sino que todo muere y renace sin cesar en el, sus cabellos, su carne, sus huesos, su sangre, en una palabra, todo su cuerpo; y no sólo su cuerpo, sino también su alma, sus hábitos, sus costumbres, sus opiniones, sus deseos, sus placeres, sus penas, sus temores; todas sus afecciones no subsisten siempre las mismas, sino que nacen y mueren continuamente. Pero lo más sorprendente es que no solamente nuestros conocimientos nacen y mueren en nosotros de la misma manera (porque en este concepto también mudamos sin cesar), sino que cada uno de ellos en particular pasa por las mismas vicisitudes. En efecto, lo que se llama reflexionar se refiere a un conocimiento que se borra, porque el olvido es la extinción de un conocimiento; porque la reflexión, formando un nuevo recuerdo en lugar del que se marcha, conserva en nosotros este conocimiento, si bien creemos que es el mismo. Así se conservan todos los seres mortales; no subsisten absolutamente y siempre los mismos, como sucede a lo que es divino, sino que el que marcha y el que [346] envejece deja en su lugar un individuo joven, semejante a lo que él mismo había sido. He aquí, Sócrates, cómo todo lo que es mortal participa de la inmortalidad, y lo mismo el cuerpo que todo lo demás. En cuanto al ser inmortal sucede lo mismo por una razón diferente. No te sorprendas si todos los seres animados estiman tanto sus renuevos, porque la solicitud y el amor que les anima no tiene otro origen que esta sed de inmortalidad.
—Después que me habló de esta manera, le dije lleno de admiración: muy bien, muy sabia Diotima, pero ¿pasan las cosas así realmente?
—Ella, con un tono de consumado sofista, me dijo: no lo dudes, Sócrates, y si quieres reflexionar ahora sobre la ambición de los hombres, te parecerá su conducta poco conforme con estos principios, si no te fijas en que los hombres están poseídos del deseo de crearse un nombre y de adquirir una gloria inmortal en la posteridad; y que este deseo, más que el amor paterno, es el que les hace despreciar todos los peligros, comprometer su fortuna, resistir todas las fatigas y sacrificar su misma vida. ¿Piensas, en efecto, que Alceste hubiera sufrido la muerte en lugar de Admete, que Aquiles la hubiera buscado por vengar a Patroclo, y que vuestro Codro se hubiera sacrificado por asegurar el reinado de sus hijos, si todos ellos no hubiesen esperado dejar tras sí este inmortal recuerdo de su virtud, que vive aún entre nosotros? De ninguna manera, prosiguió Diotima. Pero por esta inmortalidad de la virtud, por esta noble gloria, no hay nadie que no se lance, yo creo, a conseguirla, con tanto más ardor cuanto más virtuoso sea el que la prosiga, porque todos tienen amor a lo que es inmortal. Los que son fecundos con relación al cuerpo aman las mujeres, y se inclinan con preferencia a ellas, creyendo asegurar, mediante la procreación de los hijos, la inmortalidad la perpetuidad de su nombre y la felicidad que se imaginan en el curso de [347] los tiempos. Pero los que son fecundos con relación al espíritu... Aquí Diotima, interrumpiéndose, añadió: porque los hay que son más fecundos de espíritu que de cuerpo para las cosas que al espíritu toca producir. ¿Y qué es lo que toca al espíritu producir? La sabiduría y las demás virtudes que han nacido de los poetas y de todos los artistas dotados del genio de invención. Pero la sabiduría más alta y más bella es la que preside al gobierno de los Estados y de las familias humanas, y que se llama prudencia y justicia. Cuando un mortal divino lleva en su alma desde la infancia el germen de estas virtudes, y llegado a la madurez de la edad desea producir y engendrar, va de un lado para otro buscando la belleza, en la que podrá engendrar, porque nunca podría conseguirlo en la fealdad. En su ardor de producir, se une a los cuerpos bellos con preferencia a los feos, y si en un cuerpo bello encuentra un alma bella, generosa y bien nacida, esta reunión le complace soberanamente. Cerca de un ser semejante pronuncia numerosos y elocuentes discursos sobre la virtud, sobre los deberes y las ocupaciones del hombre de bien, y se consagra a instruirle, porque el contacto y el comercio de la belleza le hacen engendrar y producir aquello, cuyo germen se encuentra ya en él. Ausente o presente piensa siempre en el objeto que ama, y ambos alimentan en común a los frutos de su unión. De esta manera el lazo y la afección que ligan el uno al otro son mucho más íntimos y mucho más fuertes que los de la familia, porque estos hijos de su inteligencia son más bellos y más inmortales, y no hay nadie que no prefiera tales hijos a cualquiera otra posteridad, si considera y admira las producciones que Homero, Hesiodo y los demás poetas han dejado; si tiene en cuenta la nombradía y la memoria imperecedera, que estos inmortales hijos han proporcionado a sus padres; o bien si recuerda los hijos que Licurgo ha dejado tras sí en Lacedemonia y que han sido la [348] gloria de esta ciudad, y me atrevo a decir que de la Grecia entera. Solon, lo mismo, es honrado por vosotros como padre de las leyes, y otros muchos hombres grandes lo son también en diversos países, ya en Grecia, ya entre los bárbaros, porque han producido una infinidad de obras admirables y creado toda clase de virtudes. Estos hijos les han valido templos, mientras que los hijos de los hombres, que salen del seno de una mujer, jamás han hecho engrandecer a nadie.
Quizá, Sócrates, he llegado a iniciarte hasta en los misterios del amor; pero en cuanto al último grado de la iniciación y a las revelaciones más secretas, para las que todo lo que acabo de decir no es más que una preparación, no sé si, ni aún bien dirigido, podría tu espíritu elevarse hasta ellas. Yo, sin embargo, continuaré sin que se entibie mi celo. Trata de seguirme lo mejor que puedas.
El que quiere aspirará este objeto por el verdadero camino, debe desde su juventud comenzar a buscar los cuerpos bellos. Debe además, si está bien dirigido, amar uno sólo, y en el engendrar y producir bellos discursos. En seguida debe llegar a comprender que la belleza, que se encuentra en un cuerpo cualquiera, es hermana de la belleza que se encuentra en todos los demás. En efecto, si es preciso buscar la belleza en general, sería una gran locura no creer que la belleza, que reside en todos los cuerpos, es una e idéntica. Una vez penetrado de este pensamiento, nuestro hombre debe mostrarse amante de todos los cuerpos bellos, y despojarse, como de una despreciable pequeñez, de toda pasión que se reconcentre sobre uno sólo. Después debe considerar la belleza del alma como más preciosa que la del cuerpo; de suerte, que una alma bella, aunque esté en un cuerpo desprovisto de perfecciones, baste para atraer su amor y sus cuidados, y para ingerir en ella los discursos más propios para hacer mejor la juventud. Siguiendo así, se verá necesariamente [349] conducido a contemplar la belleza que se encuentra en las acciones de los hombres y en las leyes, a ver que esta belleza por todas partes es idéntica a sí misma, y hacer por consiguiente poco caso de la belleza corporal. De las acciones de los hombres deberá pasar a las ciencias para contemplar en ellas la belleza; y entonces, teniendo una idea más amplia de lo bello, no se verá encadenado como un esclavo en el estrecho amor de la belleza de un joven, de un hombre o de una sola acción, sino que lanzado en el océano de la belleza, y extendiendo sus miradas sobre este espectáculo, producirá con inagotable fecundidad los discursos y pensamientos más grandes de la filosofía, hasta que, asegurado y engrandecido su espíritu por esta sublime contemplación, sólo perciba una ciencia, la de lo bello.
Préstame ahora, Sócrates, toda la atención de que eres capaz. El que en los misterios del amor se haya elevado hasta el punto en que estamos, después de haber recorrido en orden conveniente todos los grados de lo bello y llegado, por último, al término de la iniciación, percibirá como un relámpago una belleza maravillosa, aquella ¡oh Sócrates!, que era objeto de todos sus trabajos anteriores; belleza eterna, increada e imperecible, exenta de aumento y de disminución; belleza que no es bella en tal parte y fea en cual otra, bella sólo en tal tiempo y no en tal otro, bella bajo una relación y fea bajo otra, bella en tal lugar y fea en cual otro, bella para estos y fea para aquellos; belleza que no tiene nada de sensible como el semblante o las manos, ni nada de corporal; que tampoco es este discurso o esta ciencia; que no reside en ningún ser diferente de ella misma, en un animal, por ejemplo, o en la tierra, o en el cielo, o en otra cosa, sino que existe eterna y absolutamente por sí misma y en sí misma; de ella participan todas las demás bellezas, sin que el nacimiento ni la destrucción de estas cansen ni la menor disminución ni el [350] menor aumento en aquellas ni la modifiquen en nada. Cuando de las bellezas inferiores se ha elevado, mediante un amor bien entendido de los jóvenes, hasta la belleza perfecta, y se comienza a entreverla, se llega casi al término; porque el camino recto del amor, ya se guíe por sí mismo, ya sea guiado por otro, es comenzar por las bellezas inferiores y elevarse hasta la belleza suprema, pasando, por decirlo así, por todos los grados de la escala de un solo cuerpo bello a dos, de dos a todos los demás, de los bellos cuerpos a las bellas ocupaciones, de las bellas ocupaciones a las bellas ciencias, hasta que de ciencia en ciencia se llega a la ciencia por excelencia, que no es otra que la ciencia de lo bello mismo, y se concluye por conocerla tal como es en sí. ¡Oh, mi querido Sócrates!, prosiguió la extranjera de Mantinea, si por algo tiene mérito esta vida, es por la contemplación de la belleza absoluta, y si tú llegas algún día a conseguirlo, ¿qué te parecerán, cotejado con ella, el oro y los adornos, los niños hermosos y los jóvenes bellos, cuya vista al presente te turba y te encanta hasta el punto de que tú y muchos otros, por ver sin cesar a los que amáis, por estar sin cesar con ellos, si esto fuese posible, os privaríais con gusto de comer y de beber, y pasaríais la vida tratándolos y contemplándolos de continuo? ¿Qué pensaremos de un mortal a quien fuese dado contemplar la belleza pura, simple, sin mezcla, no revestida de carne ni de colores humanos y de las demás vanidades perecibles, sino siendo la belleza divina misma? ¿Crees que sería una suerte desgraciada tener sus miradas fijas en ella y gozar de la contemplación y amistad de semejante objeto? ¿No crees, por el contrario, que este hombre, siendo el único que en este mundo percibe lo bello, mediante el órgano propio para percibirlo, podrá crear, no imágenes de virtud, puesto que no se une a imágenes, sino virtudes verdaderas, pues que es la verdad a la que se consagra? Ahora bien, sólo al que produce y alimenta [351] la verdadera virtud corresponde el ser amado por Dios; y si algún hombre debe ser inmortal, es seguramente este.
—Tales fueron, mi querido Fedro, y vosotros que me escucháis, los razonamientos de Diotima. Ellos me han convencido, y a mi vez trato yo de convencer a los demás, de que, para conseguir un bien tan grande, la naturaleza humana difícilmente encontraría un auxiliar más poderoso que el Amor. Y así digo, que todo hombre debe honrar al Amor. En cuanto a mí, honro todo lo que a él se refiere, le hago objeto de un culto muy particular, le recomiendo a los demás, y en este mismo momento acabo de celebrar, lo mejor que he podido, como constantemente lo estoy haciendo, el poder y la fuerza del Amor. Y ahora, Fedro, mira si puede llamarse este discurso un elogio del Amor; y si no, dale el nombre que te acomode.
Después de haber Sócrates hablado de esta manera se le prodigaron los aplausos; pero Aristófanes se disponía a hacer algunas observaciones, porque Sócrates en su discurso había hecho alusión a una cosa que el había dicho, cuando repentinamente se oyó un ruido en la puerta exterior, a la que llamaban con golpes repetidos; y parecía que las voces procedían de jóvenes ebrios y de una tocadora de flauta.
—Esclavos, gritó Agaton, mirad qué es eso; si es alguno de nuestros amigos, decidles que entren; y si no son, decidles que hemos cesado de beber y que estamos descansando. Un instante después oímos en el patio la voz de Alcibíades, medio ebrio, y diciendo a gritos:
—¿Donde está Agaton? ¡Llevadme cerca de Agaton! entonces algunos de sus compañeros y la tocadora de flauta le cogieron por los brazos y le condujeron a la puerta de nuestra sala. Alcibíades se detuvo, y vimos que llevaba la cabeza adornada con una espesa corona de violetas y hiedra con numerosas guirnaldas.
—Amigos, os saludo, dijo; ¿queréis admitir a vuestra [352] mesa a un hombre que ha bebido ya cumplidamente? ¿O nos marcharemos después de haber coronado a Agaton, que es el objeto de nuestra visita? Me ha sido imposible venir ayer, pero heme aquí ahora con mis guirnaldas sobre la cabeza, para ceñir con ellas la frente del más sabio y más bello de los hombres, si me es permitido hablar así. ¿Os reís de mí porque estoy ebrio? Reíd cuanto queráis; yo sé que digo la verdad. Pero veamos, responded: ¿entraré bajo esta condición o no entraré? ¿Beberéis conmigo o no?
Entonces gritaron de todas partes:
—¡Que entre, que tome asiento! Agaton mismo le llamó. Alcibíades se adelantó conducido por sus compañeros; y ocupado en quitar sus guirnaldas para coronar a Agaton, no vio a Sócrates, a pesar de que se hallaba frente por frente de él, y fue a colocarse entre Sócrates y Agaton, pues Sócrates había hecho sitio para que se sentara. Luego que Alcibíades se sentó, abrazó a Agaton, y le coronó.
—Esclavos, dijo este, descalzad a Alcibíades; quedará en este escamo con nosotros y será el tercero.
—Con gusto, respondió Alcibíades, ¿pero cuál es vuestro tercer bebedor? Al mismo tiempo se vuelve y ve a Sócrates. entonces se levanta bruscamente y exclama:
—¡Por Hércules! ¿Qué es esto? ¡Qué! Sócrates, te veo aquí a la espera para sorprenderme, según tu costumbre apareciéndote de repente cuando menos lo esperaba! ¿Qué has venido a hacer aquí hoy? ¿Por qué ocupas este sitio? ¿Cómo, en lugar de haberte puesto al lado de Aristófanes o de cualquiera otro complaciente contigo o que se esfuerce en serlo, has sabido colocarte tan bien que te encuentro junto al más hermoso de la reunión?
—Imploro tu socorro, Agaton, dijo Sócrates. El amor de este hombre no es para mí un pequeño embarazo. Desde la época en que comencé a amarle, yo no puedo mirar ni [353] conversar con ningún joven, sin que, picado y celoso, se entregue a excesos increíbles, llenándome de injurias, y gracias que se abstiene de pasar a vías de hecho. Y así, ten cuidado, que en este momento no se deje llevar de un arrebato de este género; procura asegurar mi tranquilidad, o protégeme, si quiere permitirse alguna violencia; porque temo su amor y sus celos furiosos.
—No cabe paz entre nosotros, dijo Alcibíades, pero yo me vengaré en ocasión más oportuna. Ahora, Agaton, alárgame una de tus guirnaldas para ceñir con ella la cabeza maravillosa de este hombre. No quiero que pueda echarme en cara que no le he coronado como a ti, siendo un hombre que, tratándose de discursos, triunfa de todo el mundo, no sólo en una ocasión, como tú ayer, sino en todas. Mientras se explicaba de esta manera, tomó algunas guirnaldas, coronó a Sócrates y se sentó en el escaño. Luego que se vio en su asiento, dijo: y bien, amigos míos, ¿qué hacemos? Me parecéis excesivamente comedidos y yo no puedo consentirlo; es preciso beber; este es el trato que hemos hecho. Me constituyo yo mismo era rey del festín hasta que hayáis bebido como es indispensable. Agaton, que me traigan alguna copa grande si la tenéis; y si no, esclavo, dame ese vaso{25}, que está allí. Porque ese vaso ya lleva más de ocho cotilas.
—Después de hacerle llenar Alcibíades, se lo bebió él primero, y luego hizo llenarle para Sócrates, diciendo: que no se achaque a malicia lo que voy a hacer, porque Sócrates podrá beber cuanto quiera y jamás se le verá ebrio. Llenado el vaso por el esclavo, Sócrates bebió. Entonces Eriximaco, tomando la palabra: ¿qué haremos Alcibíades? ¿seguiremos bebiendo sin hablar ni cantar, y nos contentaremos con hacer lo mismo que hacen los que sólo matan la sed? Alcibíades respondió: Yo te saludo, [354] Eriximaco, digno hijo del mejor y más sabio de los padres. también te saludo yo, replicó Eriximaco; ¿pero qué haremos?
—Lo que tú ordenes, porque es preciso obedecerte: Un médico vale el solo tanto como muchos hombres{26}. Manda, pues, lo que quieras.
—Entonces escucha, dijo Eriximaco; antes de tu llegada habíamos convenido en que cada uno de nosotros, siguiendo un turno riguroso, hiciese elogios del Amor, lo mejor que pudiese, comenzando por la derecha. Todos hemos cumplido con nuestra tarea, y es justo que tú, que nada has dicho y que no por eso has bebido menos, cumplas a tu vez la tuya. Cuando hayas concluido, tú señalarás a Sócrates el tema que te parezca; este a su vecino de la derecha; y así sucesivamente.
—Todo eso está muy bien, Eriximaco, dijo Alcibíades; pero querer que un hombre ebrio dispute en elocuencia con gente comedida y de sangre fría, sería un partido muy desigual. Además, querido mío, ¿crees lo que Sócrates ha dicho antes de mi carácter celoso, o crees que lo contrario es la verdad? Porque si en su presencia me propaso a alabar a otro que no sea él, ya sea un dios, ya un hombre, no podrá contenerse sin golpearme.
—Habla mejor, exclamó Sócrates.
—¡Por Neptuno!, no digas eso Sócrates, porque yo no alabaré a otro que a ti en tu presencia.
—Pues bien, sea así, dijo Eriximaco; haznos, si te parece, el elogio de Sócrates.
—Cómo, Eriximaco!, ¡quieres que me eche sobre este hombre, y me vengue de él delante de vosotros?
—!Hola!, joven, interrumpió Sócrates, ¿cuál es tu intención? ¿Quieres hacer de mí alabanzas irónicas? Explícate.
—Diré la verdad, si lo consientes. [355]
—¿Si lo consiento? Lo exijo.
—Voy a obedecerte, respondió Alcibíades. Pero tú has de hacer lo siguiente: si digo alguna cosa que no sea verdadera, si quieres me interrumpes, y no temas desmentirme, porque yo no diré a sabiendas ninguna mentira. Si a pesar de todo no refiero los hechos en orden muy exacto, no te sorprendas; porque en el estado en que me hallo, no será extraño que no dé una razón clara y ordenada de tus originalidades.
Para hacer el elogio de Sócrates, amigos míos, me valdré de comparaciones. Sócrates creerá quizá que yo intento hacer reír, pero mis imágenes tendrán por objeto la verdad y no la burla. Por lo pronto digo, que Sócrates se parece a esos Silenos, que se ven expuestos en los talleres de los estatuarios, y que los artistas representan con una flauta o caramillo en la mano. Si separáis las dos piezas de que se componen estas estatuas, encontrareis en el interior la imagen de alguna divinidad. Digo más, digo que Sócrates se parece más particularmente al sátiro Marsias. En cuanto al exterior, Sócrates, no puedes desconocer tu semejanza, y en lo demás escucha lo que voy a decir. ¿No eres un burlón descarado? Si lo niegas, presentaré testigos. ¿No eres también tocador de flauta, y más admirable que Marsias? Este encantaba a los hombres por el poder de los sonidos, que su boca sacaba de sus instrumentos, y eso mismo hace hoy cualquiera que ejecuta las composiciones de este sátiro; y yo sostengo que las que tocaba Olimpos son composiciones de Marsias, su maestro. Gracias al carácter divino de tales composiciones, ya sea un artista hábil o una mala tocadora de flauta el que las ejecute, sólo ellas tienen la virtud de arrebatarnos también a nosotros y de darnos a conocer a los que tienen necesidad de iniciaciones y de dioses. La única diferencia que en este concepto puede haber entre Marsias y tú, Sócrates, es que sin el auxilio de ningún instrumento y sólo [356] con discursos haces lo mismo. Que hable otro, aunque sea el orador más hábil, y no hace, por decirlo así, impresión sobre nosotros; pero que hables tú u otro que repita tus discursos, por poco versado que esté en el arte de la palabra, y todos los oyentes, hombres, mujeres, niños, todos se sienten convencidos y enajenados. Respecto a mí, amigos míos, si no temiese pareceros completamente ebrio, os atestiguaría con juramento el efecto extraordinario, que sus discursos han producido y producen aún sobre mí. Cuando le oigo, el corazón me late con más violencia que a los coribantes; sus palabras me hacen derramar lágrimas; y veo también a muchos de los oyentes experimentar las mismas emociones. Oyendo a Pericles y a nuestros grandes oradores, he visto que son elocuentes, pero no me han hecho experimentar nada semejante. Mi alma no se turbaba ni se indignaba contra sí misma a causa de su esclavitud. Pero cuando escucho a este Marsias, la vida que paso me ha parecido muchas veces insoportable. No negarás, Sócrates, la verdad de lo que voy diciendo, y conozco que en este mismo momento, si prestase oídos a tus discursos, no lo resistiría, y producirías en mí la misma impresión. Este hombre me obliga a convenir en que, faltándome a mí mismo muchas cosas, desprecio mis propios negocios, para ocuparme de los de los atenienses. Así es, que me veo obligado a huir de él tapándome los oídos, como quien escapa de las sirenas{27}. Si no fuera esto, permanecería hasta el fin de mis días sentado a su lado. Este hombre despierta en mí un sentimiento de que no se me creería muy capaz y es el del pudor. Sí, sólo Sócrates me hace ruborizar, porque tengo la conciencia de no poder oponer nada a sus consejos; y sin embargo, después que me separo de él, no me siento con fuerzas para renunciar al favor popular. Yo huyo de él, procuro [357] evitarle; pero cuando vuelvo a verle, me avergüenzo en su presencia de haber desmentido mis palabras con mi conducta; y muchas veces preferiría, así lo creo, que no existiese; y sin embargo, si esto sucediera, estoy convencido de que sería yo aún más desgraciado; de manera que no sé lo que me pasa con este hombre.
Tal es la impresión que produce sobre mí y también sobre otros muchos la flauta de este sátiro. Pero quiero convenceros más aún de la exactitud de mi comparación y del poder extraordinario que ejerce sobre los que le escuchan; y debéis tener entendido que ninguno de nosotros conoce a Sócrates. Puesto que he comenzado, os lo diré todo. Ya veis el ardor que manifiesta Sócrates por los jóvenes hermosos; con qué empeño los busca, y hasta qué punto está enamorado de ellos; veis igualmente que todo lo ignora, que no sabe nada, o por lo menos, que hace el papel de no saberlo. Todo esto, ¿no es propio de un Sileno?
Enteramente. Él tiene todo el exterior que los estatuarios dan a Sileno. Pero abridle, compañeros de banquete; ¡qué de tesoros no encontrareis en él! Sabed, que la belleza de un hombre es para él el objeto más indiferente. No es posible imaginar hasta que punto la desdeña, así como la riqueza y las demás ventajas envidiadas por el vulgo. Sócrates las mira todas como de ningún valor, y a nosotros mismos como si fuéramos nada; y pasa toda su vida burlándose y chanceándose con todo el mundo. Pero cuando habla seriamente y muestra su interior al fin, no sé si otros han visto las bellezas que encierra, pero yo las he visto, y las he encontrado tan divinas, tan preciosas, tan grandes y tan encantadoras, que me ha parecido imposible resistir a Sócrates. Creyendo al principio que se enamoraba de mi hermosura, me felicitaba yo de ello, y teniéndolo por una fortuna, creí que se me presentaba un medio maravilloso de ganarle, contando con que, complaciendo a sus deseos, obtendría seguramente de él que me [358] comunicara toda su ciencia. Por otra parte, yo tenía un elevado concepto de mis cualidades exteriores. Con este objeto comencé por despachar a mi ayo, en cuya presencia veía ordinariamente a Sócrates, y me encontré solo con él. Es preciso que os diga la verdad toda; estadme atentos, y tú, Sócrates, repréndeme si falto a la exactitud. Quedé solo, amigos nidos, con Sócrates, y esperaba siempre que tocara uno de aquellos puntos, que inspira a los amantes la pasión, cuando se encuentran sin testigos con el objeto amado, y en ello me lisonjeaba y tenía un placer. Pero se desvanecieron por entero todas mis esperanzas. Sócrates estuvo todo el día conversando conmigo en la forma que acostumbraba y después se retiró. A seguida de esto, le desafié a hacer ejercicios gimnásticos, esperando por este medio ganar algún terreno. Nos ejercitamos y luchamos muchas veces juntos y sin testigos. ¿Qué podré deciros? Ni por esas adelanté nada. No pudiendo conseguirlo por este rumbo, me decidí a atacarle vivamente. Una vez que había comenzado, no quería dejarlo hasta no saber a qué atenerme. Le convidé a comer como hacen los amantes que tienden un lazo a los que aman; al pronto rehusó, pero al fin concluyó por ceder. Vino, pero en el momento que concluyó la comida, quiso retirarse. Una especie de pudor me impidió retenerle. Pero otra vez le tendí un nuevo lazo; después de comer, prolongué nuestra conversación hasta bien entrada la noche; y cuando quiso marcharse, le precisé a que se quedara con el pretexto de ser muy tarde. Se acostó en el mismo escaño en que había comido; este escaño estaba cerca del mío, y los dos estábamos solos en la habitación.
Hasta aquí nada hay que no pueda referir delante de todo el mundo, pero respecto a lo que tengo que decir, no lo oiréis, sin que os anuncie aquel proverbio de que los niños y los borrachos dicen la verdad; y que además ocultan rasgo admirable de Sócrates, en el acto de [359] hacer su elogio, me parecería injusto. Por otra parte me considero en el caso de los que, habiendo sido mordidos por una víbora, no quieren, se dice, hablar de ello sino a los que han experimentado igual daño, como únicos capaces de concebir y de escuchar todo lo que han hecho y dicho durante su sufrimiento. Y yo que me siento mordido por una cosa, aún más dolorosa y en el punto mas sensible, que se llama corazón, alma o como se quiera; yo, que estoy mordido y herido por los razonamientos de la filosofía, cuyos tiros son más acerados que el dardo de una víbora, cuando afectan a un alma joven y bien nacida, y que le hacen decir o hacer mil cosas extravagantes; y viendo por otra parte en torno mío a ferro, Agaton, Eriximaco, Pausanias, Aristodemo, Aristófanes, dejando a un lado a Sócrates, y a los demás, atacados como yo de la manía y de la rabia de la filosofía, no dado en proseguir mi historia delante de todos vosotros, porque sabréis excusar mis acciones de entonces y mis palabras de ahora. Pero respecto a los esclavos y a todo hombre profano y sin cultura poned una triple puerta a sus oídos.
Luego que, amigos míos, se mató la luz, y los esclavos se retiraron, creí que no debía andar en rodeos con Sócrates, y que debía decirle mi pensamiento francamente. Le toqué y le dije:
—Sócrates, ¿duermes?
—No, respondió él.
—Y bien, ¿sabes lo que yo pienso?
—¿Qué?
—Pienso, repliqué, que tú eres el único amante digno de mí, y se me figura que no te atreves a descubrirme tus sentimientos. Yo creería ser poco racional, si no procurara complacerte en esta ocasión, como en cualquiera otra, en que pudiera obligarte, sea en favor de mí mismo, sea en favor de mis amigos. ningún pensamiento me hostiga tanto como el de perfeccionarme todo lo posible, [360] y no veo ninguna persona, cuyo auxilio pueda serme más útil que el tuyo. Rehusando algo a un hombre tal como tú, temería mucho más ser criticado por los sabios, que el serlo por el vulgo y por los ignorantes, concediéndotelo todo. A este discurso Sócrates me respondió con su ironía habitual:
—Mi querido Alcibíades, si lo que dices de mí es exacto; si, en efecto, tengo el poder de hacerte mejor, en verdad no me pareces inhábil, y has descubierto en mí una belleza maravillosa y muy superior a la tuya. En este concepto, queriendo unirte a mí y cambiar tu belleza por la mía, tienes trazas de comprender muy bien tus intereses; puesto que en lugar de la apariencia de lo bello quieres adquirir la realidad y darme cobre por oro{28}. Pero, buen joven, míralo más de cerca, no sea que te engañes sobre lo que yo valgo. Los ojos del espíritu no comienzan a hacerse previsores hasta que los del cuerpo se debilitan, y tú no has llegado aún a este caso.
—Tal es mi opinión, Sócrates, repuse yo; nada he dicho que no lo haya pensado, y a ti te toca tomar la resolución que te parezca más conveniente para ti y para mí.
—Bien, respondió, lo pensaremos, y haremos lo más conveniente para ambos, así sobre este punto como sobre todo lo demás.
—Después de este diálogo, creí que el tiro que yo le había dirigido había dado en el blanco. Sin darle tiempo para añadir una palabra, me levanté envuelto en esta capa que me veis, porque era en invierno, me ingerí debajo del gastado capote de este hombre, y abrazado a tan divino y maravilloso personaje pasé junto a el la noche entera. En todo lo que llevo dicho, Sócrates, creo que no me desmentirás. ¡Y bien!, después de tales tentativas permaneció insensible, y no ha tenido más que desdén y [361] desprecio para mi hermosura, y no ha hecho más que insultarla; y eso que yo la suponía de algún mérito, amigos míos. Sí, sed jueces de la insolencia de Sócrates; pongo por testigos a los dioses y a las diosas; salí de su lado tal como hubiera salido del lecho de mi padre o de mi hermano mayor.
Desde entonces, ya debéis suponer cuál ha debido ser el estado de mi espíritu. Por una parte me consideraba despreciado; por otra, admiraba su carácter, su templanza, su fuerza de alma, y me parecía imposible encontrar un hombre que fuese igual a él en sabiduría y en dominarse a sí mismo, de manera que no podía ni enfadarme con él, ni pasarme sin verle, sí bien veía que no tenía ningún medio de ganarle; porque sabia que era más invulnerable en cuanto al dinero, que Ajax en cuanto al hierro, y el único atractivo a que le creía sensible nada había podido sobre él. Así, pues, sometido a este hombre, más que un esclavo puede estarlo a su dueño, andaba errante acá y allá, sin saber qué partido tomar. Tales fueron mis primeras relaciones con él. Después nos encontramos juntos en la expedición contra Potidea, y fuimos compañeros de rancho. Allí veía a Sócrates sobresalir, no sólo respecto de mí, sino respecto de todos los demás, por su paciencia para soportar las fatigas. Si llegaban a faltar los víveres, cosa muy común en campaña, Sócrates aguantaba el hambre y la sed con más valor que ninguno de nosotros. Si estábamos en la abundancia, sabía gozar de ello mejor que nadie. Sin tener gusto en la bebida, bebía más que los demás si se le estrechaba, y os sorprenderéis, si os digo que jamás le vio nadie ebrio; y de esto creo que tenéis ahora mismo una prueba. En aquel país el invierno es muy riguroso, y la manera con que Sócrates resistía el frío es hasta prodigiosa. En tiempo de heladas fuertes, cuando nadie se atrevía a salir, o por lo menos, nadie salía sin ir bien abrigado y bien calzado, [362] y con los pies envueltos en fieltro y pieles de cordero, el iba y venía con la misma capa que acostumbraba a llevar, y marchaba con los pies desnudos con más facilidad que todos nosotros que estábamos calzados, hasta el punto de que los soldados le miraban de mal ojo, creyendo que se proponía despreciarlos. Así se conducía Sócrates en el ejército.
Pero ved aún lo que hizo y soportó este hombre valiente{29} durante esta misma expedición; el rasgo es digno de contarse. Una mañana vimos que estaba de pié, meditando sobre alguna cosa. No encontrando lo que buscaba, no se movió del sitio, y continuó reflexionando en la misma actitud. Era ya medio día, y nuestros soldados lo observaban, y se decían los unos a los otros, que Sócrates estaba extasiado desde la mañana. En fin, contra la tarde, los soldados jonios, después de haber comido, llevaron sus camas de campaña al paraje donde él se encontraba, para dormir al fresco (porque entonces era el estío), y observar al mismo tiempo si pasaría la noche en la misma actitud. En efecto, continuó en pié hasta la salida del sol. entonces dirigió a este astro su oración, y se retiró.
¿Queréis saber cómo se porta en los combates? En esto hay que hacerle también justicia. En aquel hecho de armas, en que los generales me achacaron toda la gloria, el fue el que me salvó la vida. Viéndome herido, no quiso de ninguna manera abandonarme, y me libró a mí y libró a mis compañeros de caer en manos del enemigo. entonces, Sócrates, me empeñé yo vivamente para con los generales, a fin de que se te adjudicara el premio del valor, y este es un hecho que no podrás negarme ni suponerlo falso, pero los generales, por miramiento a mi rango, quisieron dármele a mí, y tú mismo los hostigaste [363] fuertemente, para que así lo decretaran en perjuicio tuyo. también, amigos míos, debo hacer mención de la conducta que Sócrates observó en la retirada de nuestro ejército, después de la derrota de Delio. Yo me encontraba a caballo, y el a pié y con armas pesadas. Nuestras tropas comenzaban a huir por todas partes, y Sócrates se retiraba con Laques. Los encontré y los exhorté a que tuvieran ánimo, que yo no les abandonaría. Aquí conocí yo a Sócrates mejor que en Potidea, porque encontrándome a caballo, no tenía necesidad de ocuparme tanto de mi seguridad personal. Observé desde luego lo mucho que superaba a Laques en presencia de ánimo, y vi que allí, como si estuviera en Atenas, marchaba Sócrates altivo y con mirada desdeñosa{30}, valiéndome de tu expresión, Aristófanes. Consideraba tranquilamente ya a los nuestros, ya al enemigo, haciendo ver de lejos por su continente que no se le atacaría impunemente. De esta manera se retiraron sanos y salvos él y su compañero, porque en la guerra no se ataca ordinariamente al que muestra tales disposiciones, sino que se persigue más bien a los que huyen a todo correr.
Podría citar en alabanza de Sócrates gran numero de hechos no menos admirables; pero quizá se encontrarían otros semejantes de otros hombres. Mas lo que hace mí Sócrates digno de una admiración particular, es que no se encuentra otro que se le parezca, ni entre los antiguos, ni entre nuestros contemporáneos. Podrá, por ejemplo, compararse a Brasidas{31} o cualquiera otro con Aquiles, a Pericles con Néstor o Antenor; y hay otros personajes entre quienes sería fácil reconocer semejanzas. Pero no se encontrará ninguno, ni entre los antiguos, ni entre los [364] modernos, que se aproxime ni remotamente a este hombre, ni a sus discursos, ni a sus originalidades, a menos que se comparen él y sus discursos, como ya lo hice, no a un hombre, sino a los silenos y a los sátiros; porque me he olvidado decir, cuando comencé, que sus discursos se parecen también perfectamente a los silenos cuando se abren. En efecto, a pesar del deseo que se tiene por oír a Sócrates, lo que dice parece a primera vista enteramente grotesco. Las expresiones con que viste su pensamiento son groseras, como la piel de un impudente sátiro. No os habla más que de asnos con enjalma, de herreros, zapateros, zurradores, y parece que dice siempre una misma cosa en los mismos términos; de suerte que no hay ignorante o necio que no sienta la tentación de reírse. Pero que se abran sus discursos, que se examinen en su interior, y se encontrará desde luego que sólo ellos están llenos de sentido, y en seguida que son verdaderamente divinos, y que encierran las imágenes más nobles de la virtud; en una palabra, todo cuanto debe tener a la vista el que quiera hacerse hombre de bien. He aquí, amigos míos, lo que yo alabo en Sócrates, y también de lo que le acuso, porque he unido a mis elogios la historia de los ultrajes que me ha hecho. Y no he sido yo sólo el que se ha visto tratado de esta manera; en el mismo caso están Carmides, hijo de Glaucon, Eutidemo, hijo de Diocles, y otros muchos, a quienes ha engañado también, figurando querer ser su amante, cuando ha desempeñado mas bien para con ellos el papel de la persona muy amada. Y así tú, Agaton, aprovéchate de estos ejemplos: no te dejes engañar por este hombre; que mi triste experiencia te ilumine, y no imites al insensato que, según el proverbio, no se hace sabio sino a su costa.
Habiendo cesado Alcibíades de hablar, la gente comenzó a reírse al ver su franqueza, y que todavía estaba enamorado de Sócrates. [365]
Éste, tomando entonces la palabra dijo: imagino que has estado hoy poco expansivo, Alcibíades; de otra manera no hubieras artificiosamente y con un largo rodeo de palabras ocultado el verdadero motivo de tu discurso, motivo de que sólo has hablado incidentalmente a lo último, como si no fuera tu único objeto malquistarnos a Agaton y a mí, porque tienes la pretensión de que yo debo amarte y no amar a ningún otro, y que Agaton sólo debe ser amado por ti solo. Pero tu artificio no se nos ha ocultado; hemos visto claramente a donde tendía la fábula de los sátiros y de los silenos; y así, mi querido Agaton, desconcertemos su proyecto, y haz de suerte que nadie pueda separarnos al uno del otro.
—En verdad, dijo Agaton, creo que tienes razón, Sócrates; y estoy seguro de que el haber venido a colocarse entre tú y yo, sólo ha sido para separarnos. Pero nada ha adelantado, porque ahora mismo voy a ponerme al lado tuyo.
—Muy bien, replicó Sócrates; ven aquí a mi derecha.
—¡Oh, Júpiter!, exclamó Alcibíades, ¡cuánto me hace sufrir este hombre! Se imagina tener derecho a darme la ley en todo. Permite, por lo menos, maravilloso Sócrates, que Agaton se coloque entre nosotros dos.
—Imposible, dijo Sócrates, porque tú acabas de hacer mi elogio, y ahora me toca a mí hacer el de mi vecino de la derecha. Si Agaton se pone a mi izquierda, no hará seguramente de nuevo mi elogio antes que haya yo hecho el suyo. Deja que venga este joven, mi querido Alcibíades, y no le envidies las alabanzas que con impaciencia deseo hacer de él.
—No hay modo de que yo permanezca aquí, Alcibíades, exclamó Agaton; quiero resueltamente mudar de sitio, para ser alabado por Sócrates.
—Esto es lo que siempre sucede, dijo Alcibíades. Donde quiera que se encuentra Sócrates, sólo él tiene asiento [366] cerca de los jóvenes hermosos. Y ahora mismo, ved qué pretexto sencillo y plausible ha encontrado para que Agaton venga a colocarse cerca de él.
Agaton se levantaba para ir a sentarse al lado de Sócrates, cuando un tropel de jóvenes se presentó a la puerta en el acto mismo de abrirla uno de los convidados para salir; y penetrando en la sala tomaron puesto en la mesa. Hubo entonces gran bullicio, y en el desorden general los convidados se vieron comprometidos a beber con exceso. Aristodemo añadió, que Eriximaco, Fedro y algunos otros se habían retirado a sus casas; él mismo se quedó dormido, porque las noches eran muy largas, y no despertó hasta la aurora al cauto del gallo después de un largo sueño. Cuando abrió los ojos vio que unos convidados dormían y otros se habían marchado. Sólo Agaton, Sócrates y Aristófanes estaban despiertos y apuraban a la vez una gran copa, que pasaban de mano en mano, de derecha a izquierda. Al mismo tiempo Sócrates discutía con ellos. Aristodemo no podía recordar esta conversación, porque como había estado durmiendo, no había oído el principio de ella. Pero compendiosamente me dijo, que Sócrates había precisado a sus interlocutores a reconocer que el mismo hombre debe ser poeta trágico y poeta cómico, y que cuando se sabe tratar la tragedia según las reglas del arte, se debe saber igualmente tratar la comedia. Obligados a convenir en ello, y estando como a media discusión comenzaron a adormecerse. Aristófanes se durmió el primero, y después Agaton, cuando era ya muy entrado el día, Sócrates, viendo a ambos dormidos, se levantó y salió acompañado, como de costumbre, por Aristodemo; de allí se fue al Liceo, se bañó, y pasó el resto del día en sus ocupaciones habituales, no entrando en su casa hasta la tarde para descansar.
———
{1} Puerto distante como 20 estadios de Atenas.
{2} Iliada, l. II, v. 408.
{3} Iliada, l. X, v. 224.
{4} Theogonia, v. 116-117-120.
{5} Véanse los Fragmentos de Parménides, por Fulleborn.
{6} Antiguos historiadores: Eumelo y Acusilao, según dice Clemente de Alejandría, pusieron en prosa los versos de Hesiodo, y los publicaron como su propia obra. Strom., 6, 2.
{7} Iliada, l. XI, v. 472, l. XV, v. 262.
{8} Iliada, l. XVIII. v. 94.
{9} Iliada, l. XI, v. 786.
{10} En el texto: Παυσανίου δε παυσαμένου.
{11} Odisea, l. XI, v. 307.
{12} Los lacedemonios invadieron la Arcadia, destruyeron los muros de Mantinea y deportaron los habitantes a cuatro o cinco puntos. Jenofonte, Hellen, v. 2.
{13} Dados que los huéspedes guardaban, cada uno una parte, en recuerdo de la hospitalidad.
{14} Iliada, l. XIX, v. 92.
{15} Alusión a un pasaje de la Odisea, v. 632.
{16} Alusión a un verso del Hipólito de Euripides, v. 612.
{17} La locución griega τινός o 'Ερως significa igualmente el amor de alguna cosa, y el amor hijo de alguno.
{18} Es decir, inspirado por un demonio.
{19} Πόρυσ, la Abundancia.
{20} Μήτις, la Prudencia.
{21} Πενία, la Pobreza.
{22} Ποιήσις significa, en general, la acción de hacer; pero en particular, la acción de hacer versos y música.
{23} Dios de la concepción.
{24} Diosa del alumbramiento.
{25} Literalmente psuchtere. Vaso en que se hacia refrescar la bebida. Ocho cotilas hacen poco más o menos dos litros.
{26} Iliada, l. XIV, v. 514.
{27} Odisea, l. XII, v. 47.
{28} Locución proverbial que hace alusión al cambio de armas entre Diomedes y Glauco en la Iliada, l. VI, v. 236.
{29} Odisea, l. IV, v. 242.
{30} Expresiones aplicadas a Sócrates en el coro de Las nubes de Aristófanes, v. 361.
{31} General lacedemonio, muerto en Antípolis en la guerra del Peloponeso. Tucídides, v. 6.
{Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate,
tomo quinto, Madrid 1871, páginas 297-366.}
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