Aristóteles |
L’ombra sua torna, ch’era dipartita...
Dante, La Divina Comedia, Paraíso, Canto XI
El nombre de la rosa (1980) de Umberto Eco se inscribe en uno de los filones de la narrativa italiana que hizo su aparición en los años sesenta del siglo XX y constituye un fenómeno literario singular: el revival del Medievo, un revival que cuenta con una serie de novelas situadas en la lejana Edad Media, es decir, en un ambiente ideal para el clima de terror típicamente inglés que sus autores quieren resucitar. Sin embargo, el espíritu con el que Umberto Eco —y con él Mario Pomilio— se acerca al Medievo es diferente: el Medievo es el tiempo histórico que encierra los signos de nuestro tiempo y nos puede ayudar a descifrarlos. Esto podría significar que sólo con il senno di poi (en retrospectiva) se puede saber si un signo es signo.
De esas novelas, las que presentan puntos de contacto con El nombre de la rosa son Non ti chiamerò più padre (1959) de R. Bacchelli cuyo protagonista es Francisco de Asís, que ha regresado triunfalmente en el siglo XX no sólo en la literatura italiana, sino en la extranjera (recordemos a G.K. Chesterton y a Paul Sabatier); con una pieza de teatro, Avventura di un povero cristiano (1968) de Ignazio Silone (ambientada también en la época post-franciscana, época que conoció una proliferación impresionante de movimientos religiosos) y, sobre todo, con Il quinto Vangelo (1975) de Mario Pomilio, que es la búsqueda de un manuscrito, un misterioso quinto Evangelio que completaría los cuatro que ya tenemos, y que contendría una verdad capital para la humanidad.
Como el autor de Il quinto Vangelo, Umberto Eco parte de una ficción: la búsqueda de un manuscrito. En 1968, un momento crucial de crisis de nuestros tiempos, el narrador italiano halla en un convento benedictino un manuscrito de Adso de Melk, cuya historia se desarrolla en la Italia de 1327, un momento álgido de la crisis medieval, lo traduce de un tirón y, con uno de sus regocijantes guiños nos dice:
“en varios cuadernos de gran formato de la Papeterie Joseph Gilbert, aquellos en que tan agradable es escribir con una pluma blanda”.
Por supuesto el manuscrito desaparece y he aquí a nuestro Eco siguiéndole la pista, consultando al “querido e inolvidable Étienne Gilson” —cita obligada en todo texto que tenga que ver con el Medievo—, o curioseando en una librería de Buenos Aires, la ciudad de Jorge Luis Borges, gran cultor de libros y bibliotecario, y de hecho El nombre de la rosa presenta afinidades con la obra borgiana: biblioteca, Babel, laberinto, catálogo, memoria, etcétera. En fin, el prólogo lleno de guiños al lector, está compuesto de todos los clichés que acompañan el tópico del peregrinaje en la búsqueda de un manuscrito, y en él nos detenemos porque condiciona o nos dispone, por lo menos inicialmente, a una lectura en clave serio-humorística de la novela.
En los libros citados al inicio se encuentran los ingredientes de El nombre de la rosa, novela elaborada por un maestro insuperable, Umberto Eco, quien toma su punto de partida en las inquietudes y en los temas debatidos en aquellos tiempos, y de ellos se hace eco —eco, como su nombre— y, como el eco, profundiza, amplía, fabula con una riqueza de timbre que los otros escritores excepto Mario Pomilio, no tienen. Como el eco, tiene la última palabra, la definitiva. Conocíamos a Eco como teórico, hasta 1980 que incursiona en la narrativa:
“Cuando no se puede teorizar —afirma Eco— hay que narrar”.
Sirviéndose de un conocimiento excepcional del Medievo (su primera obra fue Il problema estético di Tommaso d’Aquino), escribe una especie de epítome de la Edad Media, una enciclopedia como se escribieron tantas en aquellos siglos, pero novelada: historia, filosofía, teología, costumbres, ideas políticas y estéticas, e historia económica; resucita además, figuras que fueron protagonistas centrales en los acontecimientos del Bajo Medievo y que dejaron una huella definitiva en el desarrollo de la cultura occidental como, por ejemplo, Marsilio de Padua, el primer teórico del estado moderno, y Guillermo de Ockam, el padre del Nominalismo. Eco afirma la “modernidad” de la Edad Media latina, trasfondo de la cultura europea, narrando de manera convincente lo que han teorizado un Curtius, un Gilson y él mismo, y llega a convencernos de que el acercamiento a la Edad Media, si no fácil, es posible.
El Medievo, como protagonista de una novela que se mantiene en la línea de la literatura alegórica, exige una competencia intertextual que somete a dura prueba no sólo al lector común, sino también al culto. Tratándose de El nombre de la rosa, que es un corpus medieval, la cooperación interpretativa por parte del lector, de la que habla Eco en su obra teórica (Lector in fabula), se vuelve ardua, difícil, y dejará siempre cierto margen de incomprensión. De hecho, la novela de Eco requiere de una cooperación interpretativa tan amplia que, para cubrir todos sus niveles significativos, se necesitaría un “lector modelo”, un verdadero “lobo” literario, en cuyo caso el goce sería perfecto; de otra manera, precisa de dos lecturas, una de desciframiento y otra de “goce”, o viceversa. Las obras teóricas de Eco —de las cuales encontramos incorporadas en la novela largas citas— nos ayudarán a entender las intenciones de su autor: sobre todo Apocalípticos e integrados y “Desde la periferia del imperio”.
Sin embargo, no obstante las dificultades que la complejidad de su novela implica para un lector común, Eco lo desafía: ¡tú puedes, si quieres! Eco quiere involucrar a un público más amplio de lectores para que aprendan a leer en los signos de otros tiempos, los que nos conciernen: una operación que coincide con la de Dante. La posición de Eco con respeto a la cultura de masas y una confrontación con Dante, nos darán la clave de sus intenciones. De hecho, el escritor piamontés no sólo ambienta su novela en la Edad Media, sino que él mismo se sitúa adentro de ella, asumiendo la posición ideológica de una literatura “didáctica” en el sentido más alto del término. Al dirigirse to the happy many, Eco no rebaja su mensaje, no lo empobrece, no recurre al paternalismo filisteo, no supone encontrarse ante lectores incapaces de comprender. Renuncia al esquematismo del productor de lectura masiva, y su novela ofrece diferentes niveles de lectura, uno de los cuales, el literal, será siempre accesible: el lector interesado que podrá llegar gradualmente a todos.
La postura de Eco es la de Dante quien, en los años juveniles de La vida nueva, asume una poética del saber iniciático, sin excluir a nadie, ofreciéndolo al hombre común y a todos los que, por pasión, inteligencia y sabiduría, quieran acceder a él y merezcan entrar a un círculo cultural privilegiado; sin poner límites “fuera de las limitaciones naturales”, sin rebajar el texto y sin la preocupación de que la complejidad del texto determine su incomprensión. Así, Dante glosará los capítulos más difíciles de la Vida nueva, pero nunca demasiado, porque “por lo demás —explica—, no me toca resolver toda duda, ya que mi lenguaje resultaría entonces demasiado inútil y verdaderamente superfluo”.
De manera todavía más amplia actuará Dante en la Divina Comedia, destinada a toda la humanidad cristiana, y para su comprensión enviará a Cangrande della Scala una célebre epístola, la XIII, en la que ofrece la clave para una lectura polisensa de su Comedia, en cuatro niveles: literal, alegórico, moral y anagógico. Los lectores tendrán acceso a la obra por los niveles para los cuales su cultura los capacite, y podrán llegar por grados al más alto, el de las cosas divinas: el anagógico que, con palabras de Dante sería “la liberación del alma santa de la servidumbre de esta corrupción terrena, hacia la libertad de la gloria celeste”. Este último nivel, el más difícil, desaparece en El nombre de la rosa, porque hoy estamos en tiempos de secularización e, inclusive, de rechazo a lo sagrado —como lo demostró hace algunos años la revista francesa Charlie Hebdo—, y Eco, por lo tanto, lo deja a la libertad del lector.
En El nombre de la rosa (1980), cuyo narrador ficticio es Adso de Melk, Umberto Eco recurre al género policíaco, cuyo antecedente es un libro, Pour un nouveau roman (1956) de Robbe Grillet, quien introduce lo detectivesco en su narrativa, como Les gommes (1953), novela influenciada por The man of the crowd de 1840 (El hombre de la multitud) de Edgar A. Poe. En esta línea detectivesca encontramos en Italia una obra maestra incumplida, Quer pasticciaccio brutto di via Merulana (Aquel zafarrancho feo de calle Merulana) del gran Carlo Emilio Gadda. Y en esa misma línea se mantiene también Leonardo Sciascia, autor de una Breve historia de la novela policíaca.
Espíritu laico irreverente, observador curioso —los mismos atributos que comparte con su protagonista, el inglés Guillermo de Baskerville, nombre que parece evocar al futuro sabueso de Conan Doyle—, Eco se acerca al Medievo de manera distinta a la de sus coterráneos, y enriquece el registro serio y monocorde de las novelas citadas, recurriendo más bien al humor, al juego, a lo cómico, y a veces a la parodia, escasamente a lo grotesco. La parodia se asoma en los lugares comunes, en los clichés que se han ido acumulando a lo largo de nuestra historia literaria. El cambio de registro para una materia supuestamente caduca, no es una novedad en la literatura. Recordemos la operación que la novela épico-cómica, desde Luigi Pulci hasta Ariosto y Folengo —Quattro-Cinquecento— hace con respecto a la épica caballeresca que había concluido su espléndida estación.
De hecho, los versos iniciales del Evangelio según San Juan, a los que recurre Eco para iniciar su novela, parecen filtrados a través de las rimas del Morgante di Pulci: In principio era il Verbo presso a dio/ ed era Iddio il Verbo e’l Verbo lui:/ questo era nel principio, al parer mìo, /e nulla si può far sanza Costui1 que, de irreverentes en Pulci, se vuelven melifluamente piadosos en Eco.
El nombre de la rosa es, pues, un divertissement, un juego intelectual que no excluye la pasión, donde lo cómico y lo trágico se alternan o se conjugan. Novela amena —como ameno es todo lo que escribe Eco— incluso cuando enseña a los estudiantes Cómo escribir una tesis. Notorio es su sentimiento lúdico que explota fácilmente en la carcajada. En los tiempos de la Neo-vanguardia 63, es él quien, en burla de los famosos premios literarios —Viareggio, Strega, Campiello…—, propuso el Premio Fata al peor libro del año, que le tocó al pobre P.P. Pasolini.
En su novela, ya se dijo, Umberto Eco recurre al género policíaco que para Jackson Carr es el más grande de los juegos de este mundo, y el mismo protagonista de El nombre de la rosa sostendrá que para él “el deleite más grandioso es devanar una bella e intrincada madeja”; Eco recurre a la trama policíaca porque en ella el signo es un factor determinante. Sin embargo, no logra mantener el ritmo de la narración policíaca, porque la acción está continuamente retardada por las largas disertaciones histórico-filosóficas. El ensayo disgrega un poco el hilo de la trama, pero esa misma trama sensacionalista logra mantener despierta la atención del lector hacia el ensayo. Integrando la trama policíaca con el ensayo, Eco lanza un señuelo al lector común que, atraído por lo policíaco, se encontrará atrapado en ese universo de signos que es la Edad Media. Será, sin embargo, ampliamente guiado en su viaje textual por el franciscano y semiólogo ante litteram Guillermo de Baskerville.
Hay que rechazar la idea de que Eco haya recurrido a una trama sensacionalista para solicitar la difusión y el éxito comercial (y, si así fuera, el tiro merecería los dos pichones). Por otro lado, las razones del impresionante éxito masivo que recibió la novela de Eco no hay que buscarlas no sólo en el libro, sino en otros factores que el mismo Eco estudia en su obra teórica Apocalípticos e integrados.
La novela de Eco está ambientada en Italia, a principios del siglo XIV, precisamente en 1327. Estamos pues en las vísperas del Humanismo renacentista. Dante acaba de morir, el pre-humanista Petrarca tiene 23 años, Boccaccio no entra todavía en escena, es un adolescente de trece años que está haciendo su aprendizaje de mercader en Nápoles; Marsilio de Padua ha terminado apenas su Defensor pacis, y Guillermo de Occam y Michele de Cesena luchan en Aviñón, entonces sede del Papado, para poner fin a la cruenta lucha entre Imperio y Papado que se disputan el poder sobre la humanidad cristiana. Ni Imperio ni Papado se dan cuenta de que las grandes instituciones medievales declinan, y con ellas el universalismo político y la unidad de la republica christiana. El modelo oficial, rígidamente jerárquico y clasista, fruto de la voluntad divina y, por lo tanto, perfecto e inamovible. que gobierna las sociedades europeas ya no funciona; de la tercera orden de los laboratores nacen fuerzas vitales —artesanos, obreros, comerciantes, mercaderes, es decir, la naciente burguesía— que lo ponen en crisis.
En Italia, al declinar la espléndida Edad comunal, de las ciudades-estado autónomas, siguen las Señorías; allende los Alpes, se afirman las monarquías nacionales y con ellas las distinciones étnicas y nacionales, así como la afirmación de las lenguas vulgares que desplazan la lengua universal, el latín, y para la Edad Media toda fragmentación, que significa ruptura de unidad, es amenaza, confusión y pecado. Por eso, esta gran Babel que se derrumba tiene el aspecto horrido y primitivo de Salvatore, uno de los protagonistas de la novela, quien habla una lengua híbrida, mezcla confusa de las lenguas romances sobre un fondo latino. Eco presenta magistralmente los signos de este mundo en gestación, de manera velada, sin vislumbrarlos demasiado, porque son signos de signos por venir, y por tanto descifrables a posteriori.
La acción de la novela se desarrolla, pues, en uno de los periodos más complejos y desconcertantes de la historia europea. Toda la sociedad está en convulsión: epidemias, carestías, hambruna, guerras y deudas para financiarlas, bancarrotas de los bancos prestamistas, impuestos altísimos, etc. Y todo eso desata luchas de facciones, levantamientos populares reprimidos en sangre, tendencias revolucionarias que no triunfan y sin embargo brotan por todos lados. A esa larga lista de agravios se añade otro más: la inquietud, una inquietud que se manifiesta a nivel individual y social, político y religioso. El hombre tiene conciencia de sus propios males sin saber y poder rehuirlos. La tradición pesa y es cuestionada, y al mismo tiempo no se sabe cómo liberarse de ella. Las viejas ideas caducan y se modifican pero sin cambios esenciales. Mundus senescit —el mundo envejece— es el tema dominante del tiempo y lo encontramos a lo largo de El nombre de la rosa, junto con la inquietud presente en todos sus protagonistas.
Tema central de El nombre de la rosa es la lucha entre el Imperio y el Papado, y con ella se mezclan los movimientos franciscanos que cruzan de un lado a otro del continente, ramificándose en un sinnúmero de corrientes, que proliferan y aglutinan pronto a los franciscanos con toda la masa de desheredados: víctimas del empobrecimiento económico, marginados a los que hoy llamamos lumpen, tránsfugas del campo, y herejes perseguidos por la Iglesia, y todos forman muchedumbres heterogéneas que mantienen a la península italiana en estado de efervescencia. Ha pasado casi un siglo desde la muerte de Francisco de Asís y su recuerdo está vivo como nunca. Ningún santo, en ningún lugar del mundo, ha conmovido y sacudido tanto a un pueblo, se ha entrelazado tanto con su vida íntima. Influido por las ideas de Joaquín de Fiore, el Hombre de Asís, siempre en olor de herejía, desata un misticismo apocalíptico. Su ideal de la pobreza, su exigencia de que la Iglesia regresara a las fuentes evangélicas, se tradujeron, a su muerte, en resistencia ante el poder, poniendo en peligro no sólo al clero rico y mundano, sino también al poder temporal de la Iglesia. Baskerville explica a Adso:
La riqueza no significa tanto poseer un palacio, dinero, sino tener o no derecho a legislar sobre las cosas terrenas, y esto nos explica la razón por la cual los menonitas hacen el juego del emperador en contra del Papado.
De ese trasfondo, Umberto Eco nos ofrece un panorama vivo, crudo y grandioso. En ese mismo ambiente Ignazio Silone había situado su Avventura di un povero cristiano que idealiza y enaltece los movimientos de los Poverelli franciscanos, (una de las tantas ramas que se había desprendido de los Espirituales). Eco evita entrar en el ámbito de las pasiones que ciegan, observa con ojos imperturbables y rechaza una visión esquemáticamente maniquea, respetando la complejidad de los hechos con la mirada imparcial del historiador. Porque se da cuenta que los movimientos religiosos que habían nacido del sueño de una vida evangélica, de la aspiración hacia un mundo ideal en contra de la realidad violenta de aquel tiempo, degeneraban a menudo en las posiciones opuestas a las que predicaban: en la violencia y el sacrilegio, cuando no en el satanismo y en el delito. Los límites entre los opuestos son tan sutiles que pueden convertirse en otra cosa, y una visión maniquea lleva siempre a monopolizar la verdad al servicio del poder o del enemigo personal; de allí la intolerancia y la injusticia. El mal y el bien no están tan lejos uno de otro, alecciona Guillermo de Baskerville a su discípulo Adso, no existe una verdad absoluta que no pueda transformarse en mentira, no existe algo bueno que no sea malo, y viceversa. Ya en Il medioevo è già arrivato, Eco aclaraba que excitación mística y rito diabólico están cerca, que Manson, el asesino de Sharon Tate, la esposa de Roman Polanski, no era un monje que, como sus antepasados, se había excedido en ritos satánicos.
De que el raptus orientado hacia el cielo es de la misma naturaleza que el orientado hacia el infierno, mucho se maravilla el joven Adso, quien no entiende cómo su maestro pueda aproximar cosas tan opuestas entre sí, hasta que de esos frágiles confines entre misticismo y sensualidad, recibe una experiencia personal cuando el místico beso de S. Bernardo de Claraval —el “bésame con el beso de tu boca” del Cantar de los cantares— se materialice en su encuentro con la misteriosa muchacha con la que el joven benedictino se une al compás del Cantar de los Cantares.
De la parte ensayística de El nombre de la rosa, las páginas sobre la marginación y el vagabundaje me parecen de las más notables, junto con el descubrimiento final de los siete delitos. La marginación y el vagabundaje fueron en el Medievo un fenómeno no menos llamativo que el de hoy. Con su sensibilidad social, Francisco sintió el problema de los marginados de una manera dramática, y Eco dedica páginas breves y espléndidas a esa relación de amor que el Hombre de Asís, quien se expresó siempre por signos, mantuvo con los más marginados de todos: los leprosos. La lepra, dice Eco, es para Francisco el signo de la exclusión y los leprosos, el símbolo extremo de esos marginados. De las páginas y anotaciones a lo largo de la novela emerge un retrato, en escorzo, vívido e inolvidable de Francisco, libre de todas las trivialidades dulzonas que la hagiografía ha acumulado sobre él. Eco se acerca a Francisco con la pasión del laico; ignora al santo y ve en él una gran figura de la historia temporal, un “modelo de virtud social”, como dice G.K. Chesterton. Emergen también los rasgos que nos explican el porqué de las afinidades del Santo con los ingleses quienes acudían numerosos a la Orden franciscana: su relación con la realidad, su interés hacia lo concreto, lo individual y su rechazo a la abstracción, su laetitia así como su fina ironía, su sentido del humor, su risa que explota a menudo en el sentimiento desaforado y mediterráneo de lo cómico.
La defensa de los simples que “tienen la intuición de lo individual” (Eco: 250), constituye una de las afirmaciones más importantes de Francisco y del franciscanismo. Dice Baskerville a Adso: “Los simples tienen algo más que los doctores, que suelen perderse en la búsqueda de leyes muy generales: tienen la intuición de lo individual” (Eco: 250).
Pero esa intuición por sí sola no basta. Los simples descubren su verdad, quizá más cierta que la de los doctores de la iglesia, pero después la disipan en actos impulsivos. ¿Qué hacer? ¿Darles ciencia? Sería demasiado fácil, o demasiado difícil. Además ¿qué ciencia? ¿La de la biblioteca de Abbone? Los maestros franciscanos han meditado sobre este problema. El gran Buenaventura decía que la tarea de los sabios es expresar con claridad conceptual la verdad implícita en los actos de los simples… (Eco: 250).
Además de que Quod enim laicali ruditate turgescit non habet efecto sino fortuito [Roger Bacon]. En pocas palabras, de que la experiencia de lo simples se traduzca en actos salvajes e incontrolables.
Muchas son las citas en latín en el texto, y sin pedantería, porque logran verosimilitud, es un monje medieval quien habla, y es muy culto.
Algunas pistas detectivescas.
El nombre de la rosa está estructurada en siete capítulos a los que corresponden siete delitos en cadena —uno por día— correspondientes a las siete trombas del Apocalipsis de San Juan que, según el asesino, manifestarían un designio divino. Los delitos acontecen en la misteriosa abadía benedictina que Eco describe con la pericia de un historiador del arte y con la emoción de un artista. El sueño-visión de Adso ante el gran bestiario de piedra que es la fachada, constituye una de las partes más bellas del libro, así como la descripción del luminoso scriptorium y de la biblioteca-laberinto encerrada en sí misma e inmersa en la oscuridad. Un plano de la abadía acompaña el libro, según la costumbre de la novela policíaca inglesa, que ofrecía, además, el plano del lugar del delito para que el lector pudiera seguir las pistas del detective e, inclusive, adelantársele.
El narrador, el joven benedictino alemán Adso de Melk, se encuentra en viaje de estudio en Italia y su padre, que está en el séquito del emperador Ludovico el Bávaro, lo confía al franciscano inglés Guillermo de Baskerville, encargado por el monarca de una misión sumamente importante: negociar la paz entre Imperio y Papado. Se dirigen ambos a la abadía benedictina que acoge a los franciscanos perseguidos por la Iglesia, y en la que tendrá que realizarse un encuentro entre las delegaciones de los dos Poderes. Al acercarse, aparecen unos monjes agitados, en evidente búsqueda de algo invisible. Es aquí donde Guillermo de Baskerville da prueba de sus dotes, desconcertando a todos con su capacidad para “reconocer las huellas [signos] por las que el mundo nos habla como por medio de un gran libro” (Eco: 32). Guillermo, orientado por las huellas del caballo en la nieve, indica gentilmente el camino por donde ha desaparecido el invisible caballo, dando de él una detallada descripción y revelando hasta su nombre (es evidente que este Baskerville no es un cualquiera y empezamos a sospechar que alguien muy importante está tras de él).
El abad Abbone, impresionado, le confía una misión delicada: investigar la muerte del joven y hermoso miniaturista Adelmo de Otranto encontrado muerto en la barranca bajo el edificio de la biblioteca, donde la lujuria de la carne y la lujuria de la mente parecen conjugarse como causa del delito. Ubertino de Casale, personaje histórico que fue representante del Pauperismo y Evangelismo franciscano, lo orienta hacia la soberbia de la mente más que a la lujuria de la carne:
“No, el mal de la abadía es otro, búscalo en quienes saben demasiado, no en quienes nada saben” (Eco: 83).
Guillermo de Baskerville inicia su quête en el scriptorium que, junto con la biblioteca, es el lugar más importante del convento. No hay que olvidar que los conventos benedictinos tuvieron un fecundo papel cultural como conservadores de la tradición y productores de libros durante todo el Alto Medievo y, en fase decreciente, hasta casi el siglo XIII.
Los amanuenses, miniaturistas, traductores y bibliotecarios eran intelectuales que ocupaban un lugar muy importante en la comunidad monástica. La escritura era entonces un arte muy difícil. El libro —imagen del mundo— era un objeto sagrado, lujosamente encuadernado e ilustrado, que no estaba hecho sólo para ser leído y constituía, además —como dice Le Goff— un bien económico, algo como una vaiselle precieuse. La escritura no era personal, como hoy, sino que respondía a un modelo invariable que impedía la rapidez y se realizaba en el silencio más absoluto. La tarea era particularmente penosa. Ese ambiente, dominado por la disciplina y el aislamiento, propiciaba pasiones insatisfechas, celos, intrigas, injusticias, rivalidades, y las llevaba a veces al paroxismo y hasta al delito.
En el scriptorium, Guillermo encuentra a un raro personaje, otro de los protagonistas de la novela: el viejo ciego Jorge de Burgos dotado de una memoria prodigiosa, que conoce libros enteros, y cuyo físico y nombre parecen, con toda evidencia, moldeados en los del argentino Jorge Luis Borges. El viejo irrumpe lanzando anatemas contra la risa y la distorsión de las imágenes (verba vana aut visui apta non loqui) (cfr. 100). Quedamos por un momento francamente consternados: ¿cómo puede Eco usar tal irreverencia moldeándolo en el Homero ciego de nuestro tiempo? Pero el parecido es sólo un guiño intencionado del autor para despistarnos y obligarnos a reflexionar. La controversia a dos voces, entre Burgos y Baskerville, nos revela la identidad del viejo monje: para ese personaje Eco se inspira en el doctor mellifluus Bernardo de Claraval, el enemigo de la filosofía y perseguidor de Abelardo. El ataque de Jorge de Burgos en contra de la risa y de las imágenes visuales (que eran la única lectura de los analfabetos de la época: pictura est laicorum literatura) está tomado de un texto de San Bernardo, Apología ad Guillermum, y nos remite a una famosa diatriba que el viejo teólogo había sostenido con Suger, el abad de Saint Denis: un apocalíptico y un integrado ante literam se enfrentan. Jorge-S. Bernardo es un rígido e intransigente defensor de la tradición, que considera el conocimiento como una curiosidad infame (Bernardo es el autor de la frase Scire colunt, ut sciant —quieren el saber por el saber— que condena la curiosidad como el peor peligro) y las discusiones como “locuacidad ventosa”. Además, Jorge-Bernardo no ama el conocimiento a través de la deformidad, de monstruosidades como las que adornan la fachada de piedra de la Iglesia.
Guillermo en cambio, aprueba la función catártica que la identificación con el mal conlleva.
Pero el Areopagita enseña —dijo con humildad Guillermo— que Dios sólo puede ser nombrado a través de las cosas más deformes. Y Hugues de Saint Victor nos recordaba que cuando más disímil es la comparación, mejor se revela la verdad bajo el velo de figuras horribles e indecorosas, y menos se place la imaginación en el goce carnal, viéndose así obligada a descubrir los misterios que se ocultan bajo la torpeza de las imágenes… (Eco: 102).
“Pero vos venís de otra orden —contesta acremente el benedictino Jorge, aludiendo a las extravagancias de Francisco de Asís—, donde me dicen que se ve con indulgencia incluso el alborozo más inoportuno” (101). El contraste entre Baskerville y Burgos no encierra sólo un contraste entre naturalezas diversas, sino entre dos diferentes concepciones. Bernardo critica la risa como fuente de duda y la duda es algo positivo para Baskerville —como para San Agustín— porque es fuente de búsqueda de la verdad. Pero veamos cómo Eco pone en la boca de Burgos los arrebatos que hemos oído por boca de San Bernardo:
¿Qué significan esas monstruosidades ridículas —dice Burgos—, esas hermosuras deformes y esas deformidades hermosas, desplegadas ante los ojos de los monjes consagrados a la meditación? Esos monos sórdidos. Esos leones, esos centauros, esos seres semihumanos con la boca en el vientre, con un solo pie, con orejas en punta. Esos tigres de la piel jaspeada, esos guerreros luchando, esos cazadores que soplan el cuerno, y esos cuerpos múltiples con una sola cabeza y esas muchas cabezas con un solo cuerpo. Cuadrúpedos con cola de serpiente y peces con cabeza de cuadrúpedos, y aquí un animal que por delante parece caballo y por detrás macho cabrío, y allá un equino con cuernos, y, ¡ea!, al monje ya le agrada más leer en lugar de meditar sobre las leyes de Dios. ¡Vergüenza deberías sentir por el deseo de vuestros ojos y por vuestras sonrisas! (102-103).
Así anatematiza Burgos, con las mismas palabras con las que un siglo antes San Bernardo imprecaba en contra de la naturaleza diabólica de las imágenes. Ninguna página mejor que ésta —comentaba Eco en Apocalípticos e integrados— podría de hecho comunicarnos, a falta de otros documentos, la fascinación y la fuerza del bestiario románico-gótico. Y sobre la fuerza sugestiva de esas imágenes, sobre su sensualidad, Eco nos ofrece en El nombre de la rosa la experiencia concreta de Adso ante la fachada de la Iglesia románica: uno de los tantos sueños-visiones a las que estaban acostumbrados los hombres del Medievo y que parecen adecuarse a las observaciones de Eliot y Pound o, directamente, a los sueños-visiones del Dante de La vida nueva.
El tener visiones, lo que hoy nos parece fruto de la sugestión ejercida sobre una naturaleza impresionable si no histérica, era considerado respetable en la Edad Media.
“Dante es visual de la misma manera que sus contemporáneos aún tenían visiones —comenta T. S. Eliot— (...) alguna vez fueron una especie más interesante, significativa y disciplinada que el sueño” (237).
A esa afirmación Eco da su imprimatur, porque Adso estará sujeto frecuentemente a visiones, y uno de sus sueños que narra con “claras imágenes visuales” —como diría Eliot— le servirá a Guillermo para penetrar en una de las salas del laberinto, el Finis Africae. Baskerville se da cuenta de que alguien no quiere que los monjes decidan solos y que una mente perversa preside la defensa de la biblioteca, de donde ha desaparecido un libro escrito en griego, y de que muere quien tiene acceso a ese libro. La biblioteca de la abadía es, pues, un sitio consagrado al saber prohibido, defendida por espejos y hierbas, en donde la ciencia se usa no para iluminar, sino para ocultar. Para entrar, Guillermo encuentra resistencia, porque el acceso está permitido sólo al bibliotecario y a Jorge Burgos, que es el alma de la biblioteca y la defiende de cualquier intrusión, como el Minotauro del laberinto de Creta, con el consentimiento de Abbone-Minos. El mito regresa siempre sub specie temporis.
Abbone, quien intuye en Guillermo un espíritu crítico demasiado libre, lo amonesta para que descubra, pero si es necesario encubra, ya que:
A menudo es indispensable probar la culpa de hombres a quienes cabría atribuir una gran santidad, pero conviene hacerlo de modo que pueda eliminarse la causa del mal sin que el culpable quede expuesto al desprecio de los demás. Si un pastor falla, hay que separarlo de los otros pastores, pero, ¡ay si las ovejas empezaran a desconfiar de los pastores! (40). Porque no todas las verdades son para todos los oídos, ni todas las mentiras pueden ser reconocidas como tales por cualquier alma piadosa, y, por último, los monjes están en el scriptorium para realizar una tarea determinada, que requiere la lectura de ciertos libros y no de otros, y no para flaqueza de sus mentes, por soberbia o por sugestión diabólica (50).
Habla la autoridad, que sacrifica la verdad en nombre de la buena reputación del convento, y se sirve de falsas motivaciones para justificarse. Pero si la autoridad prohíbe, Baskerville, que piensa diferente, transgrede como buen franciscano y por añadidura inglés. Penetra en la biblioteca haciéndose seguir por Adso, dándole un ejemplo de libertad y anticonformismo. Porque el joven y disciplinado alemán tiene cierta tendencia al respeto acrítico a la autoridad. Adso ama a su maestro y admira su largueza de miras pero, al mismo tiempo, se siente más a gusto escuchando la lección autoritaria de Abbone:
“¿Y quién decide cuál es el nivel de interpretación y cuál el contexto correcto? Lo sabes, muchacho, te lo han enseñado: la autoridad, el comentarista más seguro de todos, el que tiene más prestigio y, por tanto, más santidad. Si no, ¿cómo podríamos interpretar los signos multiformes que el mundo despliega ante nuestros ojos pecadores? ¿Cómo haríamos para no caer en los errores hacia los que el demonio nos atrae?” (545).
Ya se dijo que el personaje principal de El nombre de la rosa es el franciscano inglés Guillermo de Baskerville, teólogo imperial, estudiante de Oxford, amigo de Guillermo de Occam, gran admirador de Roger Bacon, y dotado de penetrante espíritu crítico y de una curiosidad científica intrépida. Desde los primeros capítulos nos damos cuenta por signa manifiesta que estamos ante a un secuaz del gran Guillermo de Occam (1280-1347), princeps nominalium, padre del empirismo, antecesor de Sherlock Holmes, cuyas historias nos ha narrado Conan Doyle. La insistencia con la que Eco indica la localización del misterioso convento benedictino en una zona del norte de Italia, imprecisa pero situada “con razonable probabilidad entre Piamonte, Liguria y Francia”, es decir, en línea recta con Aviñón, sede entonces del Papado, donde vivía en esos años el filósofo franciscano Occam, luchando con Michele da Cesena por la paz, en esa insistencia, y la edad de Baskerville que frisa en los 50 (Occam nació en 1285, fecha controvertida, pero la más atendible), comprueba que tras Baskerville está el filósofo Occam, figura central del siglo XIV. La confrontación de textos comprobaría hipótesis. De hecho, a las preguntas de Adso de cómo pudo saber del caballo, Baskerville instruye a su discípulo con argumentaciones tomadas de la obra de Occam, que intercala con observaciones divertidas, como cuando se dirige a su discípulo con benévola ironía:
“¡Que el Espíritu Santo ponga un poco más de sal en tu cabezota, hijo mío! —exclamó el maestro— ¿Qué otro nombre le habrías puesto si hasta el gran Buridán, que está a punto de ser rector de París, no encontró otro nombre más natural para referirse a un caballo hermoso?” (33).
Las observaciones y preguntas del obstinado e inquieto Adso llevarán a su maestro a enfrentar con extrema claridad y sencillez aquel problema de los universales, sobre los cuales los filósofos medievales se habían roto la cabeza por siglos.
Así lo interroga Adso:
Sin embargo —dije—, cuando leísteis las huellas en la nieve y en las ramas aún no conocíais a Brunello. En cierto modo, esas huellas nos hablaban de todos los caballos, o al menos de todos los caballos de aquella especie. ¿No deberíamos decir, entonces, que el libro de la naturaleza nos habla sólo por esencias, como enseñan muchos teólogos insignes? (37-38).
Muy docta y sencillamente le contesta Baskerville:
No exactamente, querido Adso —respondió el maestro—. Sin duda, aquel tipo de impronta me hablaba, si quieres, del caballo como verbum mentis, y me hubiese hablado de él en cualquier sitio donde la encontrara. Pero la impronta en aquel lugar y en aquel momento del día me decía que al menos uno de todos los caballos posibles había pasado por allí. De modo que me encontraba a mitad de camino entre la aprehensión del concepto de caballo y el conocimiento de un caballo individual. […] Podría decir que en aquel momento estaba preso entre la singularidad de la huella y mi ignorancia, que adoptaba la forma bastante diáfana de una idea universal. Si ves algo de lejos, sin comprender de qué se trata, te contentarás con definirlo como un cuerpo extenso. Cuando estés un poco más cerca, lo definirás como un animal, aunque todavía no sepas si se trata de un caballo o de un asno. Si te sigues acercando, podrás decir que es un caballo, aunque aún no sepas si se trata de Brunello o de Favello. Por último, sólo cuando estés a la distancia adecuada, verás que es Brunello (o bien este caballo y no otro, cualquiera que sea el nombre que quieras darle). Este será el conocimiento pleno, la intuición de lo singular (38).
Guillermo de Baskerville continuará aleccionando a su discípulo sobre la importancia y la verdad de los signos con palabras inspiradas en Guillermo de Occam y al final, en la biblioteca destruida por las llamas, concluirá que “Nunca he dudado de la verdad de los signos, Adso, son lo único que tiene el hombre para orientarse en el mundo” (595), advirtiendo que leer un signo no es tan difícil como relacionar los signos entre sí. Y el tranquilo y asustado Adso comenta para sí: “Ya otras veces le había escuchado hablar con mucho escepticismo de la ideas universales y con gran respeto de las cosas individuales, e incluso, más tarde, llegué a pensar que aquella inclinación podía deberse tanto al hecho de que era británico como al de que era franciscano” (38-39).
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