Apuntes de clases

Clases de filosofía y ciencias bíblicas del Instituto de Humanidades Luis Campino, y la Parroquia de Guadalupe de Quinta Normal.


miércoles, 30 de junio de 2021

279).-Patricio de Azcárate Argumento de Eutifrón VII a


Manuscrito en latín de la República de Platón, 1401.
Scherezada Jacqueline Alvear Godoy



La naturaleza de la santidad, o usando el lenguaje de Platón, lo santo, ocupa el fondo del diálogo; y un supuesto encuentro del adivino Eutifrón con Sócrates es lo que da origen a la cuestión. Eutifrón pretende realizar un acto santo, reclamado por la justicia, pidiendo, con ocasión de la muerte de un esclavo, una condena contra su padre. Al que piensa que obra santamente, tiene cualquiera derecho a exigir de él, que diga en qué consiste la santidad. Esto es lo que hace Sócrates, que representa en este caso la conciencia moral y la razón. ¿La santidad consiste, por ejemplo, en tomar por modelos a Saturno y a Júpiter, los más grandes de los dioses, que, según las leyendas, se erigieron uno y otro en jueces de su propio padre? Pero un ejemplo no puede ocupar el lugar de una definición; porque designar una acción santa no es precisar el carácter esencial y universal de la santidad. Es imprescindible que Eutifrón generalice su pensamiento y dé la siguiente definición: La santidad es lo que agrada a los dioses, y la impiedad es lo que les desagrada. – Pero los dioses no están acordes entre sí, como que están divididos. Lo que agrada a los unos puede desagradar a los otros, y en este concepto el mismo hombre y la misma acción serán santas e impías, todo a la vez. La santidad absoluta es, por consiguiente, incompatible con la pluralidad de los dioses. Esta consecuencia ruinosa, impuesta por la lógica, sale del fondo mismo de la teología politeísta. ¿Y qué argumentos pueden oponerse [6] a esta consecuencia? ¿Será gratuita y contradictoria esta afirmación, de que los dioses están siempre de acuerdo sobre la santidad de una acción? Admitamos por un momento la nueva definición que de aquí se deduce. La santidad es lo que agrada a todos los dioses, y la impiedad lo que a todos desagrada. Ahora se trata de indagar si lo que es santo es amado por los dioses porque es santo; o si es santo porque es amado por los dioses; lo que equivale a averiguar si la santidad por su esencia y su fuerza propias tiene derecho al amor de los dioses; si se impone a su amor por ser superior a él, distinto e independiente de él; o bien si el amor de los dioses a un objeto cualquiera es el que convierte este objeto en una cosa santa. Podrá responderse que lo santo no puede menos de ser amado por los dioses. ¿Pero qué se sigue de aquí? Esta conclusión decisiva: de que lo santo es amado por los dioses por lo mismo que es santo, o en otros términos, que es amable en sí y por sí. – Desde este acto la segunda definición no es más sostenible que la primera; porque decir que la santidad es lo que es amado por los dioses, es admitir la sinonimia de dos términos de hecho distintos; es asociar dos ideas en el fondo muy diferentes. En efecto, lo que es santo, siendo amable en sí, amado por sí, no tiene ninguna relación con lo que es amado, y que sólo es amable en tanto que es amado. Lo primero subsiste independientemente del amor que exige; lo segundo sólo existe por el capricho del amor. La última consecuencia de este razonamiento es, que no está en poder de los dioses constituir a su placer ni lo santo ni lo impío.

Por consiguiente, el ser amado por los dioses no es más que una de las propiedades de la santidad, pero no es su esencia. Pero entonces, ¿qué es la santidad en sí, y por qué la aman los dioses? Esto es lo que estamos ahora en el caso de averiguar. Para ello recurramos a una tercera [7] definición. Lo santo es lo justo; y para dar la prueba, examinemos la naturaleza de la relación que liga la santidad a la justicia. ¿Cuál de las dos comprende la otra? ¿Lo justo es una parte de lo santo, o lo santo es una parte de lo justo? Si es cierto decir que las acciones santas son siempre justas, mientras que no todas las acciones justas son necesariamente santas, no puede menos de admitirse que la justicia es más extensa por esencia que la santidad. La santidad es sólo esta parte de la justicia que se refiere a los cuidados y atenciones que el hombre debe a los dioses: verdadera sirviente de los dioses, la santidad les honra con el doble ministerio de la oración y de los sacrificios. Pero orar es pedir, y sacrificar es dar; de donde se sigue que los hombres, al parecer, ejercen con los dioses una especie de cambio, un tráfico. ¡La santidad un tráfico! Así lo exige una lógica rigurosa; y además es este un tráfico del que no resulta ninguna ventaja a los dioses, puesto que el hombre puede ganar, efecto de la divina benevolencia, y en cambio sólo puede ofrecer a los dioses un sacrificio absolutamente estéril para la divinidad. ¿Se dirá que el culto es agradable a los dioses? Sin duda. Pero como el culto no es otra cosa que la santidad, se vuelve por un círculo inevitable a la definición ya refutada: La santidad es lo que agrada a los dioses. Este tercer esfuerzo no tiene mejor resultado que los precedentes: la discusión no adelanta, y Sócrates suplica al adivino que la lleve a su término; pero éste lo esquiva y la corta en tal estado.

Tal es el curso que ha llevado este diálogo, rico en su brevedad. Se ha echado en cara a Platón la forma negativa y la falta de conclusión del Eutifrón. La única respuesta que debe darse a lo primero es que hay cierta singularidad en convertir en cargo contra Platón una de las necesidades de la polémica, cuyo deber es ciertamente presentar, pelear y destruir el error bajo todas sus [8] formas, antes de establecer la verdad. La ruina de los sistemas rivales, ¿no es el más sólido fundamento de toda filosofía dogmática? Además, demostrar la falsedad de ciertos principios, ¿no es dar una mayor claridad a los principios verdaderos? – En segundo lugar, sostener que este diálogo no concluye, es negarse voluntariamente, a mi parecer, a sacar las consecuencias de las premisas sentadas en el curso de la discusión. ¿No puede concluirse de tales premisas, por lo menos implícitamente, el haber demostrado la impotencia moral del politeísmo, lo ridículo y lo peligroso de sus tradiciones fabulosas, la vanidad y esterilidad de su culto, la incapacidad radical de sus ministros para comprender y definir la santidad, el haber puesto, en fin, en plena evidencia este verdadero y sólido principio, conquista del espiritualismo naciente, de que la santidad absoluta en sí, superior a la voluntad de los hombres, lo mismo que a lo arbitrario de los dioses del paganismo, es eterna e inmutable como Dios mismo, Dios único, su principio y su fin? Este es el primer esfuerzo de las doctrinas nuevas, que después de haber arruinado la degradante influencia de las supersticiones mitológicas ciegamente aceptadas, debían despertar, en las conciencias, el sentimiento de la libertad y de la dignidad del hombre, y, en su razón, la idea verdadera de Dios y la de una religión digna de él.



{Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate,
tomo primero, Madrid 1871, páginas 5-8.}

puerta al infierno

jueves, 24 de junio de 2021

278).-Patricio de Azcárate Observaciones sobre el orden de los Diálogos VI a





No es cuestión fácil de resolver la relativa al orden que debe seguirse en la colocación de los Diálogos de Platón.{1} No es esta una dificultad nueva, sino que data de la más remota antigüedad; así Diógenes Laercio cita cuatro sistemas de clasificación, que hacía ya mucho tiempo se disputaban la opinión de los sabios.{2}

Unos dividían los Diálogos en dos grandes clases, según sus caracteres intrínsecos: los diálogos didácticos, que tienen por objeto la enseñanza de la verdad, y los diálogos zetéticos, que tienen por asunto el arte de descubrirla. Se dividían los primeros en teóricos y prácticos; los segundos en gimnásticos y agonísticos, y cada una de estas categorías comprendía nuevas subdivisiones.

Otros considerando la forma de los diálogos más que el fondo, los clasificaban en tres series; diálogos dramáticos, diálogos narrativos, diálogos mixtos.

Una tercera clasificación, atribuida por Trasilo a Platón mismo, agrupaba los diálogos en nueve [XXXIV] tetralogías. «Es sabido, dice Diógenes Laercio, que en los concursos poéticos, en las Panateneas, en las Dionisiadas, y en otras fiestas de Baco, debían presentarse tres tragedias y un drama satírico, y que estas cuatro piezas reunidas formaban lo que se llama una tetralogía. Este ejemplo de los trágicos es el que quiso imitar Platón según Trasilo.

Los diálogos que componen la primera tetralogía tienen, según Trasilo, un objeto común, esforzándose el autor en sentar cuál debe ser la vida del filósofo. A la cabeza se coloca el Eutifron o de la santidad, después la Apología de Sócrates, el Criton o del deber, y el Fedón o del alma.»

Segunda tetralogía: Cratilo o de la exactitud de los nombres; Teetetes o de la ciencia; el Sofista o del ser; y el Político o del reinado.

Tercera tetralogía: Parménides o de las ideas; Filebo o del placer; el Banquete o del bien; Fedro o del amor.

Cuarta tetralogía: Alcibiades o de la naturaleza del hombre; el Segundo Alcibiades o de la oración; Hiparco o del amor a la ganancia; los Rivales o de la filosofía.

Quinta tetralogía: Teages o de la filosofía; Carmides o de la templanza; Laques o del valor; Lisis o de la amistad.

Sexta tetralogía: Eutidemo o de la disputa; Protágoras o de los sofistas; Gorgias o de la retórica; Menon o de la virtud.

Séptima tetralogía: los Dos Hipias, el primero sobre lo honesto, y el segundo sobre la mentira; Ion o de la Iliada; Menexenes o el elogio fúnebre.

Octava tetralogía: Clitofon o exhortaciones; la República o de lo justo; Timeo o de la naturaleza.

Novena tetralogía: Minos o de la ley; Las Leyes o de la legislación; el Epinomis titulado también: conversaciones nocturnas o la filosofía; en fin, trece cartas.

Otros sabios, y entre ellos Aristófanes, el gramático, [XXXV] dividían los diálogos, no en tetralogías, sino en trilogías. En la primera colocaban la República, el Timeo y el Critias; en la segunda, el Sofista, el Político y el Cratilo; en la tercera, las Leyes, Minos y el Epinomis; en la cuarta, Teetetes, Eutífron, y la Apología; en la quinta, Criton, Fedon y las cartas. En cuanto a los otros diálogos los dejaban aislados o no establecían entre ellos ningún orden.{3}

Aquí tenemos ya bastantes sistemas de clasificación, y, sin embargo, a todos se pueden hacer fuertes objeciones.

El primer sistema, por lo pronto, es completamente arbitrario, defecto común a los otros tres; pero además es de una complicación verdaderamente incomprensible. Diógenes Laercio, que le aprueba, nos hace ver, por los ejemplos mismos que cita, hasta qué punto está desprovisto de simplicidad. He aquí, nos dice, algunos ejemplos en apoyo de nuestra división:

Género físico: el Timeo.

Género lógico: el Político, el Cratilo, el Parménides y el Sofista.

Género moral: la Apología, el Criton, el Fedon, &c.

Género político: la República, las Leyes, el Minos, &c.

Género meéutico: Alcibiades, Teages, Lisis, Laques.

Género experimental: Eutifron, Menon, Ion, &c.

Género demostrativo: Protágoras.

Género destructivo: Eutidemo, los Dos Hipias, &c.

¿Qué más complicado, más arbitrario, ni más pedantesco que todas estas categorías? ¿ni qué cosa más opuesta a la manera libre y fácil de Platón, enemigo mortal de la pedantería, a quien por otro lado eran desconocidas la mayor parte de estas divisiones regulares, introducidas después por Aristóteles y los Estoicos?

La segunda clasificación no vale la pena de ser [XXVI] discutida; tan arbitraria y superficial es. Diógenes observa, que es una división teatral, y no una división filosófica.

Llegamos a la tercera clasificación, la de Trasilo, la única que admite seria defensa. Si sucumbe, arrastrará en su ruina la cuarta clasificación, la de Aristófanes el gramático, que tiene los mismos inconvenientes sin tener las mismas ventajas.

Por lo pronto es preciso descartar la autoridad de Platón falsamente invocada por Trasilo. Basta, entre otras mil pruebas, para hacer ver que Platón no tuvo la extravagante y pueril idea de dividir sus diálogos en tetralogías, la circunstancia de no ser de Platón muchos diálogos que figuran en dichas tetralogías. No hablamos ni del Primer Alcibiades, cuya autenticidad es solamente dudosa, ni del Segundo Hipias, ni de Menexenes, mirados sin embargo como apócrifos por los mejores críticos de nuestro tiempo; ¿pero quién se atrevería hoy día a defender el Minos, los Rivales y el Epinomis? No afirmaremos con Schleiermacher, Ast, Socher y Enrique Ritter, que el Epinomis sea de Filipo de Oponte; pero de seguro no es de Platón, lo mismo que los Rivales o el Minos, lo mismo que las Cartas, que todas, excepto quizá la séptima, descubren señales marcadas de falsificación. Por consiguiente, la división por tetralogías no tiene otra autoridad que la de Trasilo, y no puede prevalecer sino por sus méritos intrínsecos. ¿Cuáles son? Lo ignoramos, pero vemos claramente sus inconvenientes y sus defectos.

¿Hay nada menos natural y menos serio que encadenar el genio libre de un artista inspirado, tal como Platón, encerrándole en las divisiones artificiales de nueve tetralogías? Y además, ¿con qué derecho y con qué fundamento se distribuyen de cuatro en cuatro las obras del gran maestro? La primera tetralogía, que es quizá la menos forzada, reúne a Eutifron, la Apología, el Criton y Fedon; y convenimos en que todos estos diálogos se refieren [XXXVII] a la vida y muerte de Sócrates; pero por lo pronto la Apología es de una autenticidad dudosa. Además, ¡qué distancia entre el Eutifron y el Criton, diálogos de la juventud de Platón, en los que apenas se traspasa el horizonte socrático, y el Fedon, vasta y magnífica composición que sólo en su edad madura ha podido trazar, y en la que nos presenta la teoría de la reminiscencia y la teoría de las ideas con toda la profusión, precisión y grandeza de su completo desenvolvimiento!

La tercer tetralogía comienza por el Parménides y concluye con el Fedro; pero ¿qué relación hay entre estas dos obras? El Fedro es un diálogo de lo que se puede llamar la primera manera de Platón. Diógenes Laercio nos dice, que esta encantadora obra pasaba por el primer arranque del discípulo de Sócrates. Es difícil creer que en su primer vuelo se haya remontado tan alto; pero considerando la riqueza, un tanto exuberante, de los ornamentos; la frescura toda juvenil del colorido; el atrevimiento de las conjeturas, y la abundancia de los datos mitológicos, se ve en claro, que el autor del Fedro se halla en aquella época de la vida, en que la imaginación impide el paso al razonamiento, y en la que las concepciones nacientes del genio no han pasado aún por la prueba de la reflexión, ni adquirido la precisión y rigor de la ciencia. Todo lo contrario sucede en el Parménides, en el que los procedimientos del razonamiento, en lo que tienen de más sutil y más severo, son llevados hasta el último extremo del análisis, hasta una abstracción que toca en las cimas más altas a que es dado llegar. El filósofo que ha escrito este diálogo no es un simple discípulo de Sócrates, ensayándose en la definición y en la inducción; es un lógico acabado, iniciado en los misterios más profundos de la dialéctica. Evidentemente, Platón había abandonado a Atenas; había visto a Megara y conversado con Euclides; había ido a la gran Grecia en busca de las tradiciones aún [XXXVIII] vivas de la escuela de Elea; en una palabra, había entrado en el segundo período de su carrera de artista y de filósofo, en el período de las indagaciones serias, de las discusiones críticas y de la larga serie de los razonamientos. Por lo tanto, es contraria a todas las reglas de la analogía y a todos los datos de la historia colocar a Fedro al final de la tercera tetralogía, al lado del Parménides, del Filebo y del Banquete.

No es necesario llevar más adelante el examen detallado de las tetralogías, siendo suficiente lo dicho para probar que este orden ha sido todo obra de fantasía, sin valor filosófico ni literario, y sin la menor autoridad histórica.

Sin embargo, tiene sencilla explicación lo que aconteció en el año de 1513, cuando Aldo Manucio, secundado por el griego Marco Musuro, publicó la primer edición impresa de las obras de Platón, siguiendo el orden de las tetralogías. Por lo pronto éste había sido indudablemente el orden de los manuscritos, y además este orden tenía en su apoyo la antigua autoridad de Trasilo, que parecía apoyarse a su vez en la autoridad de Platón. Los editores de Basilea, Operino y Grineo, en 1534, siguieron el ejemplo de Musuro, y desde aquella lejana época hasta nuestros días se encuentra, en las diversas ediciones y traducciones de Platón, el rastro más o menos fiel del orden primitivamente adoptado.

Quede, pues, sentado, que este orden es arbitrario y defectuoso y que sería muy de desear encontrar otro mejor. Pero ¿cómo hacerlo? El problema es de los más espinosos. Pero ¿es completamente insoluble? Nosotros no lo creemos así.

Es claro que hay un orden, que, si pudiera descubrirse, sería el más natural, el más sencillo, el más útil, es decir, el orden seguido por Platón mismo en la composición de sus obras, el orden histórico. [XXXIX]

En efecto, ¿por qué es importante leer los Diálogos de Platón en un cierto orden más bien que a la aventura? Porque importa saber por dónde comenzó y por dónde concluyó, para seguir el desenvolvimiento natural de su genio de filósofo y de artista, confrontando la serie de sus obras con el curso de los sucesos de su vida, y coger el hilo de las influencias que sucesivamente han estimulado y modificado su espíritu; tales, por ejemplo, como la influencia de Sócrates, la de Heráclito, la de Euclides, la de los Eleatas y la de los Pitagóricos. Las conversaciones de Platón con sus contemporáneos, sus viajes, sus informaciones, las luchas que sostuvo contra sus adversarios; todo esto ha debido influir en el curso de sus pensamientos, y en sus grandes composiciones debe encontrarse el rastro de todas estas influencias. He aquí lo que haría instructivo e interesante el orden histórico si fuera posible descubrirle. Figuraos un museo, en el que estuvieran reunidos todos los cuadros de Rafael, todos sus diseños, en una palabra, su obra toda entera desde sus primeros ensayos en la escuela de Perugino hasta la Trasfiguración. ¿Qué cosa más curiosa que seguir una a una todas las trasformaciones de su maravilloso talento, verle desprenderse por grados de la manera de Perugino para crearse una manera más libre, más sencilla, más variada, más original, e inspirarse en las otras grandes escuelas de la Italia, de Leonardo, de Masaccio, de Miguel Ángel, hasta llegar al fin de sus días, a esa gran manera, momento crítico de trasformación para él, ya para degenerar, ya para engrandecerse?

Por lo contrario, representaos la obra de algún otro gran genio, y pasando de la pintura a la poesía, escoged a Molière. Figuraos una edición de sus obras, que comenzase por las Mujeres sabias y concluyese por los Preciosos ridículos, en la que un editor extravagante tuviese el necio capricho de unir, formando una trilogía, el [XL] Anfitrión, el Avaro y el Siqueo, con el pretexto de ser los dos primeros imitaciones de Plauto y todos tres de autores antiguos; ¿qué diríais de tal colocación, y de la aplicación que pudiera hacerse en igual forma a las obras de Racine o a las de Shakespeare? Por consiguiente, si hay alguna cosa clara en el mundo es, que el único orden que presenta interés y verdad en el curso de las obras de un poeta, de un filósofo o de un artista, es el orden histórico. Resta averiguar, si es posible dar con este orden histórico en los Diálogos de Platón. A esta pregunta pueden darse dos respuestas. Si se habla rigurosamente, no; si no se entiende de este modo, sí. Expliquémonos.

¿Queréis clasificar los diálogos de Platón, como pueden clasificarse las tragedias de Racine o las comedias de Moliére? ¿Queréis saber, respecto de cada diálogo, en qué época precisa ha sido compuesto, si antes o después de tal otro, y todo esto de una manera cierta e irrefragable? Sentado el problema de esta manera es insoluble, porque excede las fuerzas de la crítica, y aun cuando se hicieran los mayores progresos en el conocimiento de la antigüedad, y aun cuando se descubrieran nuevos orígenes de informaciones, lo que no es probable, jamás podría llegarse a un resultado tan completo, tan preciso y tan cierto.

Pero si sólo se quiere saber de una manera probable, y dejando a un lado los vacíos que puedan encontrarse, cuáles son los diálogos que se refieren a la juventud de Platón, cuáles datan de su edad madura, y cuáles son, en fin, los que corresponden a su ancianidad, nos atrevemos a decir entonces, que la crítica está en posición de dar a este problema una solución satisfactoria; solución que será siempre provisional e incompleta, pero que con el progreso de la crítica y de la erudición podrá aproximarse más y más a una gran probabilidad.

Por lo pronto, sabemos con toda certeza por dónde [XLI] comenzó Platón. No diremos que fue por el Lisis y menos aún que fue por el Fedro, porque esta obra parece indicar un arte ya muy ejercitado, y por otra parte aparecen ya en él sensiblemente las influencias pitagóricas, mezcladas con el espíritu socrático; pero sí diremos resueltamente, que el Lisis y el Fedro son diálogos de la juventud de Platón, son dos tipos de su primera manera de escribir. Si se exigen pruebas, daremos como prueba extrínseca la tradición tan probable y tan interesante, transmitida en estos términos por Diógenes de Laercio:

«Dícese, que habiendo oído Sócrates a Platón la lectura del Lisis, exclamó: –¡Oh Dios!, cuántos préstamos me ha hecho este joven!»{4}

He aquí otra tradición que confirma la precedente y que es de forma más agradable o ingeniosa:

«Vio Sócrates en sueños un cisne joven, acostado en sus rodillas, que, soltando sus alas, voló al momento, haciendo oír armoniosos cantos. Al día siguiente, Platón se presentó a Sócrates y dijo éste; he aquí el cisne que yo he visto.»{5}

Diógenes de Laercio nos dice también, que se aseguraba haber sido el Fedro el primer diálogo compuesto por Platón, y a ser verdadera esta tradición de escuela, se explicaría perfectamente la exclamación de Sócrates y la narración simbólica de su visión. Pero sea de esto lo que quiera, es un hecho cierto, plenamente confirmado por el examen intrínseco de los Diálogos, que durante los años de su juventud, pasados bajo la disciplina de Sócrates, Platón compuso cierto número de diálogos, en los que, queriendo quizá limitarse a reproducir la doctrina de su maestro, su genio naciente se marchaba hacia [XLII] regiones superiores. El Lisis y el Fedro pertenecen a este grupo, y una vez adquirido este resultado, ¿cómo no ha de colocarse en la misma categoría toda la serie de diálogos en que el arte es menos delicado y mucho menos profundo, y cuya doctrina, sobre todo, está mucho más severamente contenida en los límites de la enseñanza socrática, tales como el Eutifron, el Criton, el Carmides, el Laques, el Protágoras, y el Primer Alcibiades y el gran Hipias, suponiendo que estos dos sean verdaderamente obra de Platón? He aquí por lo tanto un primer grupo de diálogos, a los que no se puede fijar seguramente con precisión su fecha respectiva, pero que tomados en masa, puede ponérseles perfectamente aparte bajo el nombre de diálogos socráticos, en concepto de ser obras de la juventud y de la primera manera de Platón.

Acabamos de decir por dónde ha comenzado Platón; pues se sabe de una manera más cierta aún y más precisa por dónde ha concluido. Por lo pronto no puede dudarse que la República es una obra de su ancianidad. Existe una tradición auténtica, reproducida por Cicerón en un pasaje célebre de su tratado De senectute, por el que se ve que Platón, en el momento de morir, se ocupaba aún en rever y retocar el preámbulo de su República, uno de los últimos frutos de sus largas meditaciones. Por otra parte, el Timeo, al empezar, recuerda expresamente la República, y el Timeo mismo es materialmente inseparable del Critias, obra que Platón dejó por concluir. Si se añade a esto que hay muy excelentes razones, y razones de todas clases, para colocar las Leyes después de la República, sin poderlas separar por un largo intervalo, llegaréis a este resultado, cierto o casi cierto: que las últimas obras de Platón son la República, el Timeo, las Leyes, y, en fin, el Critias, que es probablemente su último escrito. [XLIII]

Considerad ahora el carácter dominante de estas grandes composiciones de la lozana ancianidad de Platón. Son dogmáticas a diferencia de todas las demás, en las que Platón busca la verdad, pero sin llegar a descubrirla, disertando mucho, refutando sin cesar y no concluyendo nunca. ¿Y cuáles son estos raros diálogos que participan del carácter dogmático del Timeo, de la República y de las Leyes? Justamente son aquellos que por la grandeza y armonía de las proporciones, por la firmeza de la mano, por la sobriedad de los ornamentos, por la delicadeza de los matices, por la tranquila luz que ilumina y embellece las partes, muestran al autor, hecho dueño y poseedor de todos los secretos de su arte; son el Fedón, el Gorgias, el Banquete.

En esta forma nos vemos conducidos naturalmente a formar una serie de diálogos, que pueden llamarse Diálogos dogmáticos, y que nos representan la última manera de Platón y los resultados definitivos de sus vastas especulaciones.

Estos dos grupos, una vez aceptados, el tercero se forma por sí mismo, porque comprende todos los diálogos colocados entre la juventud y la ancianidad. Observad que las obras de este tercer grupo intermedio presentan caracteres sensiblemente análogos. Todos son polémicos y refutatorios; como el Teetetes en que aparecen discutidas y sucesivamente destruidas todas las definiciones de la ciencia; el Parménides, que nos patentiza las diferentes tesis que se pueden sentar sobre el ser y sobre la unidad, para mostrarlas sucesivamente como insuficientes y erróneas; el Sofista, cuyo objeto principal es batir en brecha las doctrinas de las escuelas de Elea y de Megara. En ninguno de estos diálogos veréis, que la discusión conduzca a ninguna conclusión dogmática. Por este carácter, esencialmente negativo, los diálogos, de que hablamos, se separan completamente de las grandes [XLIV] composiciones dogmáticas por donde Platón ha terminado su carrera filosófica. Y por otra parte, ¿qué línea profunda de demarcación no se nota entre los diálogos, tales como el Sofista, el Teetetes, el Parménides, el Filebo, en los que se desenvuelven los más grandes problemas de la metafísica en todas sus profundidades, y estas composiciones encantadoras, pero evidentemente más modestas, en que el joven discípulo de Sócrates se esfuerza ante todo, como en el Eutifron, el Protágoras, el Criton, en hacer revivir la persona, el método y la enseñanza de su maestro. El Fedro, que colocamos en la primera serie, ofrece, lo confieso, un cuadro singularmente vasto, y un vuelo especulativo lleno de brillantez y atrevimiento; pero predominan en él la poesía y la imaginación, y se nota que la edad de las meditaciones viriles aún no ha llegado.

Esto acaba de convencernos de que esta clasificación de los diálogos en tres grandes series es la más natural y la que corresponde evidentemente a las tres épocas de la vida de Platón. Antes de los treinta años no salió de Atenas; encantado con Sócrates, abandonó la poesía por la filosofía; no conocía las grandes escuelas filosóficas de la Grecia sino por noticias vagas e indirectas. He aquí la época de su primer estilo, la época del Lisis, y de todos estos diálogos que llamamos socráticos. Después de la muerte de Sócrates, Platón abandona a Atenas por Megara; conversa con Euclides; visita a Cirene y al matemático Teodoro; emprende su marcha a Sicilia, quizá a Italia, quizá también a Egipto; serie de viajes llenos de indagaciones y de aventuras. A esta segunda época de una vida agitada deben corresponder los diálogos de su segunda forma de escribir; diálogos severos, en los que a los arranques de la imaginación y del entusiasmo se unen los más atrevidos esfuerzos de la reflexión y del razonamiento; diálogos todo históricos, todo refutatorios, en que Platón [XLV] reclama de todos los sistemas la verdad, sin que encuentre uno que le satisfaga, y donde se lanza a la crítica de las grandes especulaciones metafísicas de Heráclito, de Parménides, de Filolao, de Empedocles, amontonando ruinas sobre ruinas y buscando entre estos despojos los materiales del edificio que un día habrá de construir.

Restituido a Atenas después de sus viajes, Platón se fija en la Academia, se reconoce en el fondo de su alma, y allí, en el silencio de una reflexión madurada por la experiencia y nutrida con toda la sustancia de las grandes filosofías de lo pasado, traza las grandes líneas de su propia filosofía, y escribe esos diálogos tan particularmente vastos, serenos y profundos, el Fedon, el Banquete, la República, el Timeo, donde dice su última palabra sobre la naturaleza, sobre la divinidad, sobre el arte de educar y gobernar a los hombres.

Tal es la única clasificación que nos es permitido admitir, atendidas las informaciones de la historia y las reglas de la crítica.{6} ¿Queréis en el seno de cada una de estas tres categorías fijar un orden exacto y preciso, como Schleiermacher lo ha ensayado? Os arrojaréis a conjeturas arbitrarias, y os veréis en mil embarazos intrincados. Es preciso saber contenerse, y una vez que las grandes líneas de este monumento están tiradas, es conveniente dejar fluctuantes y a la aventura las líneas secundarias. En nuestra opinión, el orden que nos proponemos es el más probable, el más vecino al orden histórico y el más cómodo para la lectura seguida y para la inteligencia de los diálogos de Platón.

———

{1} Ajustándonos, según queda dicho, en la colocación de los diálogos al método seguido por Chauvet y Saisset, nos ha parecido conveniente publicar las observaciones que estos escritores hacen para demostrar la procedencia de este orden.

{2} Diógenes Laercio, libro III.

{3} Diógenes Laercio, libro I.

{4} Diógenes, lib. III.

{5} Apuleyo De dogmate Platonis, lib. I, y el anónimo de Heeren.

{6} Además de las tres series, hemos colocado en una complementaria diálogos muy dudosos, como el Teages, o ciertamente apócrifos, como el Axioco, y, por último, las cartas y ligeros fragmentos.


{Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate,
tomo primero, Madrid 1871, páginas XXXIII-XLV.}

puerta al infierno

viernes, 18 de junio de 2021

277).-Platón Eutifrón o de la santidad V.- a

 

Aristoteles-Platon y socrates


Eutifrón – Sócrates



Eutifrón

¿Qué novedad, Sócrates? ¿Abandonas tus hábitos del Liceo para venir al pórtico del Rey?{1} Tú no tienes, como yo, procesos que te traigan a aquí.

Sócrates

Lo que me trae aquí es peor que un proceso, es lo que los atenienses llaman negocio de Estado.

Eutifrón

¿Qué es lo que me dices? Precisamente alguno te acusa; porque jamás creeré que tú acuses a nadie.

Sócrates

Seguramente que no.

Eutifrón

¿Es otro el que te acusa?

Sócrates

Sí.

Eutifrón

¿Y quién es tu acusador?

Sócrates

Yo no le conozco bien; me parece ser un joven, que no es conocido aún, y que creo se llama Melito, de la villa [10] de Pithos. Si recuerdas algún Melito de Pithos de pelo laso, barba escasa y nariz aguileña ese es mi acusador.

Eutifrón

No le recuerdo, Sócrates. ¿Pero cuál es la acusación que intenta contra ti?

Sócrates

¿Qué acusación? Una acusación que supone no ser un hombre ordinario; porque en los pocos años que cuenta no es poco estar instruido en materias tan importantes. Dice que sabe lo que hoy día se trabaja para corromper la juventud, y que sabe quiénes son los corruptores. Sin duda este joven es mozo muy entendido, que habiendo conocido mi ignorancia viene a acusarme de que corrompo sus compañeros y me arrastra ante el tribunal de la patria como madre común. Y es preciso confesarlo; es el único que me parece conocer los fundamentos de una buena política; porque la razón quiere que un hombre de Estado comience siempre por la educación de la juventud, para hacerla tan virtuosa cuanto pueda serlo; a la manera que un buen jardinero fija su principal cuidado en las plantas tiernas, para después extenderlo a las demás. Sin duda Melito observa la misma conducta, y comienza por echarnos fuera a nosotros, los que dice que corrompemos la flor de la juventud. Y después que lo haya conseguido extenderá indudablemente sus cuidados benéficos a las demás plantas más crecidas, y de esta manera hará a su patria los más grandes y numerosos servicios; porque no podemos prometernos menos de un hombre que comienza con tan favorables auspicios.

Eutifrón

¡Ojala sea así, Sócrates! Pero me temo que ha de ser todo lo contrario; porque atacándote a ti me parece que ataca a su patria en lo que tiene de más sagrado. Pero te suplico me digas qué es lo que dice que tú haces para corromper la juventud. [11]

Sócrates

Cosas que por lo pronto, al escucharlas, parecen absurdas, porque dice que fabrico dioses, que introduzco otros nuevos, y que no creo en los dioses antiguos. He aquí de lo que me acusa.

Eutifrón

Ya entiendo; es porque tu supones tener un demonio familiar{2} que no te abandona. Bajo este principio él te acusa de introducir en la religión opiniones nuevas, y con eso viene a desacreditarte ante este tribunal, sabiendo bien que el pueblo está siempre dispuesto a recibir esta clase de calumnias. ¿Qué me sucede a mí mismo{3}, cuando en las asambleas hablo de cosas divinas y predigo lo que ha de suceder? Se burlan todos de mí como de un demente; y no es porque no se hayan visto realizadas las cosas que he predicho, sino porque tienen envidia a los que son como nosotros. ¿Y qué se hace en este caso? El mejor partido es no curarse de ello y seguir uno su camino.

Sócrates

Mi querido Eutifrón; no es un gran negocio el verse algunas veces mofado, porque al cabo los atenienses, a mi parecer, se cuidan poco de examinar si uno es hábil, con tal que no se mezcle en la enseñanza. Pero si se mezcla, entonces montan en cólera, ya sea por envidia. como tú dices, o por cualquiera otra razón.

Eutifrón

En estas materias, Sócrates, no tengo empeño en saber cuáles son sus sentimientos respecto a mí. [12]

Sócrates

He aquí sin duda por qué eres tú tan reservado, y por qué no comunicas voluntariamente tu ciencia a los demás; pero respecto a mí, temo no creen que el amor que tengo por todos los hombres me arrastra a enseñarles todo lo que sé; no sólo sin exigirles recompensa, sino previniéndoles y estrechándoles a que me escuchen. Que si se limitasen a mofarse de mí, como dices se mofan de ti, no sería desagradable pasar aquí algunas horas de broma y diversión; pero si toman la cosa seriamente, sólo vosotros los adivinos podréis decir lo que sucederá.

Eutifrón

Espero que ningún mal te suceda, y que llevarás a buen término tu negocio, como yo el mío.

Sócrates

¿Luego tienes aquí algún negocio? ¿Y eres defensor o acusador?

Eutifrón

Acusador.

Sócrates

¿A quién persigues?

Eutifrón

Cuando te lo diga me creerás loco.

Sócrates

¡Cómo! ¿Acusas a alguno que tenga alas?

Eutifrón

El que yo persigo, en lugar de tener alas, es tan viejo, que apenas puede andar.

Sócrates

¿Quién es?

Eutifrón

Mi padre.

Sócrates

¡Tu padre! [13]

Eutifrón

Sí, mi padre.

Sócrates

¡Ah! ¿De qué le acusas?

Eutifrón

De homicidio, Sócrates.

Sócrates

De homicidio, ¡por Hércules! He aquí una acusación que está fuera del alcance del pueblo, que no comprenderá jamás que pueda ser justa, en términos que un hombre ordinario tendría mucha dificultad en sostenerla. Un hecho semejante estaba reservado para un hombre que ha llegado a la cima de la sabiduría.

Eutifrón

Sí, ¡por Hércules!, a la cima de la sabiduría.

Sócrates

¿Es alguno de tus parientes a quien tu padre ha dado muerte? Indudablemente debe ser así, porque por un extraño no habías de acusar a tu padre.

Eutifrón

¡Qué absurdo, Sócrates, creer que en esta materia haya diferencia entre un pariente y un extraño! Lo que es preciso tener presente es si el que ha dado la muerte lo ha hecho justa o injustamente. Si es justamente, es preciso dejarle en paz; pero si es injustamente, tú estás obligado a perseguirle, cualquiera que sea la amistad o parentesco que haya entre vosotros. Sería hacerte cómplice de su crimen si mantuvieras relaciones con él y no pidieras su castigo, que es el único que puede absolver a ambos. Mas voy a ponerte al corriente del hecho que motiva la acusación. El muerto era uno de nuestros colonos que llevaba una de nuestras heredades cuando habitábamos en Naxos.

Un día, que había bebido con exceso, se remontó y encarnizó tan furiosamente contra uno de nuestros esclavos, que le mató. Mi padre ató de pies y manos al colono, lo [14] sumió en una profunda hoya y en el acto envió aquí a consultar a uno de los Exegetas para saber lo que debía hacer, sin curarse más del prisionero y abandonándole como un asesino, cuya vida era de poca importancia; así fue que murió; porque el hambre, el frío y el peso de las cadenas le mataron antes que el hombre, que mi padre envió, volviese. Con este motivo, y vista mi actitud, toda la familia se subleva contra mí, porque mediando un asesino acuso a mi padre de un homicidio, que ellos pretenden que no ha cometido, y aun dado caso de que le hubiera cometido, sostienen que yo no debería perseguirle, puesto que el muerto era un malvado y un asesino, y que por otra parte es una acción impía que un hijo persiga a su padre criminalmente. ¡Tan ciegos están sobre el conocimiento de las cosas divinas, y tan incapaces para discernir lo que es impío de lo que es santo!

Sócrates

Pero, ¡por Júpiter!, ¿crees, Eutifrón, tú que conoces tan exactamente las cosas divinas, y que distingues con precisión lo que es santo y lo que es impío, que habiendo pasado las cosas de la manera que dices, puedas perseguir a tu padre, sin temor de cometer una impiedad?

Eutifrón

Me estimaría bien poco, y Eutifrón no tendría ventaja sobre los demás hombres, si no conociese todas estas cosas perfectamente.

Sócrates

¡Oh maravilloso Eutifrón! Estoy convencido de que el mejor partido que yo puedo tomar es hacerme tu discípulo y hacer saber a Melito, antes del juicio de mi proceso, que hasta aquí he mirado como una de las mayores ventajas saber bien las cosas divinas; pero que hoy día, viendo que me acusa de haber caído en el error introduciendo temerariamente opiniones nuevas sobre la divinidad, me he pasado a tu escuela. Así, pues, le diré: Melito, si [15] confiesas que Eutifrón es hábil en estas materias, y que sus opiniones son buenas, te declaro que tengo los mismos sentimientos que él; por consiguiente cesa de perseguirme; y si, por lo contrario, crees que Eutifrón no es ortodoxo, emplaza al maestro antes de tomarla con el discípulo, puesto que él es el que pierde a los dos ancianos, su padre y yo; a mí por enseñarme una religión falsa, y a su padre por perseguirle, fundado en los principios de esta misma religión. Pero si se desentiende de mi petición y continúa en perseguirme, o dejándome se dirige a ti, tú no dejarás de comparecer y decir lo mismo que yo le hubiera significado.

Eutifrón

¡Por Júpiter!, Sócrates, si su imprudencia llega al punto de atacarme, bien pronto encontraré su flaco, y correrá más peligro que yo delante de los jueces.

Sócrates

Ya lo sé, y he aquí por qué deseaba tanto ser tu discípulo, seguro que no hay nadie tan atrevido para mirarte cara a cara; ni el mismo Melito; ese hombre que penetra hasta tal punto el fondo de mi corazón que me acusa de impiedad.

Ahora, en nombre de los dioses, dime lo que hace poco me asegurabas saber tan bien: qué es lo santo y lo impío; sobre el homicidio, por ejemplo, y sobre todos los demás objetos que pueden presentarse. ¿La santidad no es siempre semejante a sí misma en toda clase de acciones? Y la impiedad, que es su contraria, ¿no es igualmente siempre la misma, de suerte que la misma idea, el mismo carácter de impiedad, se encuentra siempre en lo que es impío?

Eutifrón

Seguramente, Sócrates.

Sócrates

Dime, pues, lo que entiendes por lo santo y lo impío. [16]

Eutifrón

Llamo santo, por ejemplo, lo que hago yo hoy día de perseguir en justicia todo hombre que comete muertes, sacrilegios y otras injusticias semejantes, ya sea padre, madre, hermano o cualquiera otro; y llamo impío no perseguirles. Sígueme, Sócrates; te lo suplico, porque quiero darte pruebas bien positivas de que mi definición es buena, y que es una acción santa, como se lo he dicho a muchas personas, no tener ningún género de miramientos con el impío, cualquiera que él sea. Todo el mundo sabe que Júpiter es el mejor y el más justo de los dioses, y todos convienen en que encadenó a su mismo padre porque devoraba sus hijos contra razón y justicia; y Saturno no trató con menos rigor a su padre por otra falta. Sin embargo, se sublevan contra mí porque persigo a mi padre por una injusticia atroz, y se incurre en una manifiesta contradicción, juzgando de tan distinto modo la acción de los dioses y la mía.

Sócrates

¿No es esto mismo, Eutifrón, lo que motiva hoy mi acusación ante el tribunal, porque cuando se me habla de estas leyendas de los dioses las recibo con dificultad? Y estoy persuadido que este será el crimen que se me impute. Si tú que eres tan hábil en materia de religión, estás de acuerdo en este punto con el pueblo, y si crees en tales leyendas, es de necesidad que nosotros lo creamos igualmente; nosotros que confesamos ingenuamente no tener ningún conocimiento de estas materias. Esta es la razón para pedirte, en nombre del dios que preside a la amistad, que no me engañes, y que me digas: ¿Crees que todas estas cosas se hayan realmente verificado?

Eutifrón

No sólo éstas, sino también otras más sorprendentes, que el pueblo ignora. [17]

Sócrates

¿Crees con formalidad que entre los dioses hay guerras, odios, combates y todas las demás pasiones tan sorprendentes que los poetas y pintores nos representan en sus poesías y en sus cuadros, de que se hace ostentación por todas partes en nuestros templos, y con que se abigarra ese velo misterioso que se lleva cada cinco años en procesión a la ciudadela del Acrópolis durante las Panateneas{4}? Eutifrón, ¿debemos nosotros recibir todas estas cosas como verdades?

Eutifrón

No sólo éstas, Sócrates, sino muchas otras, como te dije antes, que te explicaré si quieres, y que te sorprenderán bajo mi palabra.

Sócrates

No me sorprenderán; pero tú me las explicarás en otra ocasión que estemos más despacio. Ahora procura explicarme más claramente lo que te he preguntado; porque aún no has satisfecho plenamente a mi pregunta, ni me has enseñado lo que es santidad. Sólo me has dicho, que lo santo es lo que tú haces, acusando a tu padre de homicidio.

Eutifrón

Te he dicho la verdad.

Sócrates

Quizá. ¿Pero no hay otras muchas cosas que tú llamas santas?

Eutifrón

Sin duda.

Sócrates

Acuérdate, te lo suplico, que lo que he pedido no es que me enseñes una o dos cosas santas entre un [18] gran número de otras que lo son igualmente; sino que me des una idea clara, y distinta de la naturaleza de la santidad, y lo que hace que todas las cosas santas sean santas; porque tú mismo me has dicho que un solo y mismo carácter hace que las cosas santas sean santas; así como un solo y mismo carácter hace que la impiedad sea siempre impiedad. ¿No te acuerdas?

Eutifrón

Sí, me acuerdo.

Sócrates

Enséñame, pues, cuál es ese carácter, a fin de que teniéndolo siempre a la vista, y sirviéndome de él como un modelo, esté en posesión de asegurar sobre todo lo que tú u otros hagan, que lo que es ajustado a dicho modelo es santo, y que lo que no lo es, es impío.

Eutifrón

Si es eso lo que quieres, Sócrates, estoy pronto a satisfacerte.

Sócrates

Seguramente es lo que quiero.

Eutifrón

Digo, pues, que lo santo es lo que es agradable a los Dioses, e impío lo que les es desagradable.

Sócrates

Muy bien, Eutifrón. Me has contestado con precisión a lo que te había preguntado; mas en cuanto a saber si es una verdad lo que dices, hasta ahora no lo comprendo así; pero indudablemente me convencerás de que lo es.

Eutifrón

Te satisfaré.

Sócrates

Vamos, examinemos bien lo que decimos. Una cosa santa, un hombre santo, es una cosa, es un hombre que es agradable a los dioses; una cosa impía, un hombre impío, es un hombre, es una cosa que les es desagradable, [19] y de este modo lo santo y lo impío son directamente opuestos; ¿no es así?

Eutifrón

Sin contradicción.

Sócrates

¿Te parece estar esto bien definido?

Eutifrón

Lo creo.

Sócrates

¿Pero no estamos también acordes en que los dioses tienen entre sí enemistades y odios, y que muchas veces están discordes y divididos?

Eutifrón

Sí; sin duda.

Sócrates

Examinemos, pues, aquí en qué puede consistir esta diferencia de pareceres que produce entre ellos estas enemistades, estos odios. Si tú y yo disputáramos sobre dos números para saber cuál es el mayor, ¿esta diferencia nos haría enemigos y nos arrastraría a ejercer violencias? O más bien, poniéndonos a contar, ¿nos pondríamos en el momento de acuerdo?

Eutifrón

Es claro.

Sócrates

Y si disputáramos sobre la diferente magnitud de los cuerpos, ¿no nos pondríamos a medir, y no se daría en el acto por terminada nuestra disputa?

Eutifrón

En el acto.

Sócrates

Y si disputáramos sobre la pesantez, ¿no se terminaría bien pronto nuestra disputa por medio de una balanza?

Eutifrón

Sin dificultad. [20]

Sócrates

¿Pues qué es lo que podría hacernos enemigos irreconciliables, si llegáramos a disputar sin tener una regla fija a que pudiéramos recurrir? Quizá no se presenta a tu espíritu ninguna de estas cosas, y voy a proponerte algunas. Reflexiona un poco y mira si por casualidad estas cosas son lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, el bien y el mal. Porque, ¿no son éstas las que por falta de una regla suficiente para ponernos de acuerdo en nuestras diferencias, nos arrojan a deplorables enemistades? Y cuando digo nosotros, entiendo todos los hombres.

Eutifrón

He aquí, en efecto, la causa de nuestros disentimientos.

Sócrates

Y si es cierto que los dioses tienen diferencias entre sí sobre cualquiera cosa, ¿no es preciso que recaigan necesariamente sobre alguna de las mismas que dejo expresadas?

Eutifrón

Eso es de toda necesidad.

Sócrates

Por consiguiente, según tú, excelente Eutifrón, los dioses están divididos sobre lo justo y lo injusto, sobre lo honesto y lo inhonesto, sobre lo bueno y lo malo; porque ellos no pueden tener otro objeto de disputa; ¿no es así?

Eutifrón

Como lo dices.

Sócrates

Y las cosas que cada uno de los dioses encuentra honestas, buenas y justas las ama, y aborrece las contrarias?

Eutifrón

Sin dificultad. [21]

Sócrates

Según tú, una misma cosa parece justa a los unos e injusta a los otros, y este disentimiento es la causa de sus disputas y de sus guerras. ¿No es así?

Eutifrón

Sin duda.

Sócrates

Se sigue de aquí, que una misma cosa es amada y aborrecida por los dioses, y les es al mismo tiempo agradable y desagradable.

Eutifrón

Así parece.

Sócrates

Y por consiguiente, ¿lo santo y lo impío no son una misma cosa según tú?

Eutifrón

La consecuencia parece ser exacta.

Sócrates

Aún no has respondido a mi pregunta, incomparable Eutifrón; porque yo no te preguntaba lo que es a la vez santo e impío, agradable y desagradable a los dioses; de manera que podrá suceder muy bien sin milagro que la acción que haces hoy persiguiendo en juicio a tu padre, agrade a Júpiter y desagrade a Caelo y a Saturno; que sea agradable a Vulcano y desagradable a Juno; y así a todos los demás dioses que no estén conformes en una misma opinión.

Eutifrón

Pero yo creo, Sócrates, que sobre esto no hay disputa entre los dioses, y que ninguno de ellos quiere que el que ha cometido una muerte injusta quede impune.

Sócrates

Tampoco hay hombre que lo pretenda. ¿Has oído jamás que se haya atrevido nadie a sostener que el que ha [22] cometido una muerte infamemente, o cometido cualquiera otra injusticia, pueda quedar sin castigo?

Eutifrón

No se oye ni se ve en todas partes otra cosa en los tribunales: Dos que han cometido injusticias dicen y hacen todo cuanto pueden para evitar el castigo.

Sócrates

¿Pero esas gentes, Eutifrón, confiesan que han cometido injustamente aquello de que se los acusa? ¿O bien, confesándolo, sostienen que no deben ser castigados?

Eutifrón

No lo confiesan, Sócrates.

Sócrates

No dicen ni hacen todo lo que pueden, porque no se atreven a sostener ni suponer que siendo probada su injusticia, no deban de ser castigados, sino que pretenden más bien que ellos no han cometido injusticia. ¿No es así?

Eutifrón

Es cierto.

Sócrates

No ponen en duda que el culpable de una injusticia deba ser castigado, y la cuestión es saber quién ha cometido la injusticia, cuándo y cómo la ha cometido.

Eutifrón

Eso es cierto.

Sócrates

¿No es lo mismo lo que sucede en el cielo, si es cierto, como antes has confesado, que los dioses están en discordia sobre lo justo y lo injusto? ¿No sostienen los unos que los otros son injustos? Estos últimos, ¿no sostienen lo contrario? Porque entre ellos, lo mismo que entre nosotros, no hay uno que se atreva a decir que el autor de una injusticia no deba ser castigado.

Eutifrón

Todo lo que dices es cierto, por lo menos en general. [23]

Sócrates

Di también en particular, por qué las disputas de todos los días de los dioses y de los hombres recaen sobre acciones particulares, y si los dioses disputan sobre alguna cosa, precisamente tiene que recaer sobre cosa particular, diciendo los unos que tal acción es justa, y diciendo los otros que es injusta. ¿No es así?

Eutifrón

Seguramente.

Sócrates

Por consiguiente, ven acá, mi querido Eutifrón, y dime, para mi instrucción particular, qué prueba cierta tienes de que los dioses todos han desaprobado la muerte de vuestro colono; el cual, de resultas de haber quitado la vida a palos a un esclavo, había sido cargado de hierros por el dueño de éste, causándole la muerte, antes que tu padre recibiese de Atenas la respuesta que esperaba. Hazme ver que en este suceso es una acción piadosa y justa, que un hijo acuse a su padre de homicidio, y que pida ante el tribunal su castigo; y trata de probarme, pero de una manera clara y patente, que todos los dioses aprueban la acción de este hijo. Si consigues esto, no cesaré toda mi vida de celebrar tu habilidad.

Eutifrón

Dificultad presenta, Sócrates, si bien soy capaz de demostrártelo claramente.

Sócrates

Ya te entiendo; me tienes por cabeza más dura que la de tus jueces; porque respecto a ellos, les harás ver sin dificultad, que tu colono ha muerto injustamente, y que todos los dioses desaprueban la acción de tu padre.

Eutifrón

Se lo haré ver claramente, con tal que quieran escucharme. [24]

Sócrates

¡Oh! No dejarán de escucharte, con tal que les dirijas bellos discursos; pero he aquí una reflexión que me ocurre. En vista de lo que acabo de oírte, me decía a mí mismo: aun cuando Eutifrón me probase que todos los dioses encuentran injusta la muerte de su colono, ¿habré adelantado en la cuestión?, ¿conoceré mejor lo que es santo y lo que es impío?

La muerte del colono ha desagradado a los Dioses, según se pretende, y yo convengo en ello; pero esto no es una definición de lo santo y de su contrario, puesto que los dioses están divididos, y lo que es agradable a los unos es desagradable a los otros. también doy por sentado que los dioses encuentren injusta la acción de tu padre, y que todos le aborrezcan; pero corrijamos un poco nuestra definición, te lo suplico, y digamos: lo que es aborrecido por todos los dioses, es impío, y lo que es amado por todos ellos es santo, y lo que es amado por los unos y aborrecido por los otros, no es ni santo ni impío, o es lo uno y lo otro a la vez. ¿Quieres que nos atengamos a esta definición de lo santo y de lo impío?

Eutifrón

¿Quién lo impide, Sócrates?

Sócrates

No es cosa mía, Eutifrón; mira si te conviene hacer tuyo este principio, y sobre él me enseñarás mejor lo que me has prometido.

Eutifrón

Por mí no tengo inconveniente en sentar que lo santo es lo que aman todos los dioses, é impío lo que todos ellos aborrecen.

Sócrates

¿Examinaremos esta definición para ver si es verdadera, o la recibiremos sin examen y habremos de tener esta tolerancia con nosotros y con los demás, dando rienda [25] suelta a nuestra imaginación y a nuestra fantasía, en términos que baste que un hombre nos diga que una cosa existe para que se le crea, o es preciso examinar lo que se dice?

Eutifrón

Es preciso examinar, sin duda; pero estoy seguro, que el principio que acabamos de sentar es justo.

Sócrates

Eso es que vamos a ver muy pronto: sígueme. ¿Lo santo es amado por los dioses porque es santo, o es santo porque es amado por ellos?

Eutifrón

No entiendo bien lo que quieres decir, Sócrates.

Sócrates

Voy a explicarme. ¿No decimos, que una cosa es llevada y que una cosa lleva? ¿Que una cosa es vista y que una cosa ve? ¿Que una cosa es empujada y que una cosa empuja? ¿Comprendes tú que todas estas cosas son diferentes y en qué difieren?

Eutifrón

Me parece que lo comprendo.

Sócrates

La cosa amada, ¿no es diferente de la cosa que ama?

Eutifrón

Vaya una pregunta.

Sócrates

Dime igualmente; ¿la cosa llevada es llevada porque se la lleva, o por alguna otra razón?

Eutifrón

Porque se la lleva, sin duda. Sócrates

Sócrates

¿Y la cosa empujada es empujada porque se la empuja, y la cosa vista es vista porque se la ve?

Eutifrón

Seguramente. [26]

Sócrates

Luego no es cierto que se ve una rosa porque es vista, sino por lo contrario; ella es vista porque se la ve. No es cierto que se empuja una cosa porque ella es empujada, sino que ella es empujada porque se la empuja. No es cierto que se lleva una cosa porque es llevada, sino que ella es llevada porque se la lleva. ¿No es esto muy claro? Ya entiendes lo que quiere decir, que se hace una cosa porque ella es hecha, que un ser, que padece, no padece porque es paciente, sino que es paciente porque padece. ¿No es así?

Eutifrón

¿Quién lo duda?

Sócrates

Ser amado, ¿no es un hecho o una especie de paciente?

Eutifrón

Seguramente.

Sócrates

Sucede con lo que es amado lo mismo que con todas las demás cosas; no se ama porque es amado, sino todo lo contrario; es amado porque se le ama.

Eutifrón

Esto es más claro que la luz.

Sócrates

¿Qué diremos de lo santo, mi querido Eutifrón? ¿No es amado por todos los dioses, como tú lo has sentado?

Eutifrón

Seguramente.

Sócrates

¿Y es amado porque es santo, o por alguna otra razón?

Eutifrón

Precisamente porque es santo.

Sócrates

Luego es amado por los dioses porque es santo; mas, ¿no es santo porque es amado? [27]

Eutifrón

Así me parece.

Sócrates

Pero lo santo, ¿no es amable a los dioses porque los dioses lo aman?

Eutifrón

¿Quién puede negarlo?

Sócrates

Lo que es amado por los dioses no es lo mismo que lo que es santo, ni lo que es santo es lo mismo que lo que es amado por los dioses, como tú dices, sino que son cosas muy diferentes.

Eutifrón

¿Cómo es eso, Sócrates?

Sócrates

No cabe duda, puesto que nosotros estamos de acuerdo, que lo santo es amado porque es santo, y que, no es santo porque es amado. ¿No estamos conformes en esto?

Eutifrón

Lo confieso.

Sócrates

¿No estamos también de acuerdo, en que lo que es amable a los dioses, no lo es porque ellos lo amen, y que no es cierto decir que ellos lo aman porque es amable?

Eutifrón

Eso es cierto.

Sócrates

Pero, mi querido Eutifrón, si lo que es amado por los dioses y lo que es santo fuesen una misma cosa, como lo santo no es amado sino porque es santo, se seguiría que los dioses amarían lo que ellos aman porque es amable. Por otra parte, como lo que es amable a los dioses no es amable sino porque ellos lo aman, sería cierto decir igualmente que lo santo no es santo sino porque es amado por ellos. Ve aquí que los dos términos amable a los [28] dioses y santo son muy diferentes; el uno no es amado sino porque los Dioses lo aman, y el otro es amado porque merece serlo por sí mismo. Así, mi querido Eutifrón, habiendo querido explicarme lo santo, no lo has hecho de su esencia, y te has contentado con explicarme una de sus cualidades, que es la de ser amado por los dioses. No me has dicho aún lo que es lo santo por su esencia. Si no lo llevas a mal, te conjuro a que no andes con misterios, y tomando la cuestión en su origen, me digas con exactitud lo que es santo, ya sea o no amado por los dioses; porque sobre esto último no puede haber disputa entre nosotros. Así, pues, dime con franqueza lo que es santo y lo que es impío.

Eutifrón

Pero, Sócrates, no sé cómo explicarte mi pensamiento; porque todo cuanto sentamos parece girar en torno nuestro sin ninguna fijeza.

Sócrates

Eutifrón, todos los principios que has establecido se parecen bastante a las figuras de Dédalo{5}, uno de mis abuelos. Si hubiera sido yo el que los hubiera sentado, indudablemente te habrías burlado de mí y me habrías echado en cara la bella cualidad que tenían las obras de mi ascendiente, de desaparecer en el acto mismo en que se creían más reales y positivas; pero, por desgracia, eres tú el que las ha sentado, y es preciso que yo me valga de otras chanzonetas, porque tus principios se te escapan como tú mismo lo has apercibido.

Eutifrón

Respecto a mí, Sócrates, no tengo necesidad de valerme de tales argucias; a ti sí que te cuadran perfectamente; porque no soy yo el que inspira a nuestros razonamientos esa instabilidad, que les impide cimentar en [29] firme; tú eres el que representas al verdadero Dédalo. Si fuese yo solo, te respondo que nuestros principios serian firmes.

Sócrates

Yo soy más hábil en mi arte que lo era Dédalo. Este sólo sabia dar esta movilidad a sus propias obras, cuando yo, no sólo la doy a las mías, sino también ti, las ajenas; y lo más admirable es, que soy hábil a pesar mío, porque gustaría incomparablemente más que mis principios fuesen fijos e inquebrantables, que tener todos los tesoros de Tántalo con toda la habilidad de mi abuelo. Pero basta de chanzas, y puesto que tienes remordimientos, ensayaré aliviarte y abrirte un camino más corto, para conducirte al conocimiento de lo que es santo, sin detenerte en tu marcha. Mira, pues, si no es de una necesidad absoluta que todo lo que es santo sea justo.

Eutifrón

No puede ser de otra manera.

Sócrates

¿Todo lo que es justo te parece santo, o todo lo que es santo te parece justo? ¿O crees, que lo que es justo no es siempre santo, sino tan sólo que hay cosas justas que son santas y otras que no lo son?

Eutifrón

No puedo seguirte, Sócrates.

Sócrates

Sin embargo, tú tienes sobre mí dos ventajas muy grandes, la juventud y la habilidad.

Pero, como te decía antes, confías demasiado en tu sabiduría. Te suplico, que deseches esa apatía, y que te apliques un momento; porque lo que yo te digo no es difícil de entender, no es más que lo contrario de lo que canta un poeta:

¿Por qué se tiene temor de celebrar a Júpiter que ha [30] creado todo? La vergüenza es siempre compañera del miedo.

No estoy de acuerdo con este poeta; ¿quieres saber por qué?

Eutifrón

Sí, tú me obligas a decirlo.

Sócrates

No me parece del todo verdadero, que la vergüenza acompañe al miedo, porque se ven todos los días gentes que temen las enfermedades, la pobreza y otros muchos males, y sin embargo, no se avergüenzan de tener este temor. ¿No te parece que es así?

Eutifrón

Soy de tu dictamen.

Sócrates

Por lo contrario, el miedo sigue siempre a la vergüenza. ¿Hay hombre, que teniendo vergüenza de una acción fea, no tema al mismo tiempo la mala reputación que es su resultado?

Eutifrón

Cómo no ha de temer.

Sócrates

Por consiguiente no es cierto decir:

La vergüenza es siempre compañera del miedo.

Sino que es preciso decir:

El miedo es siempre compañero de la vergüenza.

Porque es falso que la vergüenza se encuentre donde quiera que esté el miedo. El miedo tiene más extensión que la vergüenza. En efecto, la vergüenza es una parte del miedo, como lo impar es una parte del número. Donde quiera que hay un número, no es precisión que en él se encuentre el impar, pero donde quiera que aparezca el impar hay un número. ¿Me entiendes ahora?

Eutifrón

Muy bien. [31]

Sócrates

Esto es precisamente lo que te pregunté antes: ¿si donde quiera que se encuentre lo justo allí está lo santo, y si donde quiera que se encuentre lo santo allí está lo justo? Parece que lo santo no se encuentra siempre con lo justo, porque lo santo es una parte de lo justo. ¿Sentaremos este principio, o eres tú de otra opinión?

Eutifrón

A mi parecer, este principio no puede ser combatido.

Sócrates

Ten en cuenta lo que voy a decirte; si lo santo es una parte de lo justo, es preciso averiguar qué parte de lo justo tiene lo santo, como si me preguntases, qué parte del número es el par, y cuál es este número, y yo te respondiese que es el que se divide en dos partes iguales y no desiguales. ¿No lo crees como yo?

Eutifrón

Sin duda.

Sócrates

Haz pues el ensayo de enseñarme a tu vez, qué parte de lo justo es lo santo a fin de que indique a Melito que ya no hay materia para acusarme de impiedad; a mí que tan perfectamente he aprendido de ti lo que es la piedad y la santidad y sus contrarias.

Eutifrón

Me parece a mí, Sócrates, que la piedad y la santidad son esta parte de lo justo, que corresponde al culto de los dioses, y que todo lo demás consiste en los cuidados y atenciones que los hombres se deben entre sí.

Sócrates

Muy bien, Eutifrón; sin embargo, falta alguna pequeña cosa, porque no comprendo bien lo que tú entiendes por la palabra culto. ¿Este cuidado de los dioses, es el mismo que el que se tiene por todas las demás cosas? [32] Porque decimos todos los días, que sólo un jinete sabe tener cuidado de un caballo; ¿no es así?

Eutifrón

Sí, sin duda.

Sócrates

El cuidado de los caballos, ¿compete propiamente al arte de equitación?

Eutifrón

Seguramente.

Sócrates

Todos los hombres no son a propósito para enseñar a los perros, sino los cazadores.

Eutifrón

Sólo los cazadores.

Sócrates

Por consiguiente el cuidado de los perros pertenece al arte venatorio.

Eutifrón

Sin dificultad.

Sócrates

¿Pertenece sólo a los labradores tener cuidado de los bueyes?

Eutifrón

Sí.

Sócrates

La santidad y la piedad es del cuidado de los dioses. ¿No es esto lo que dices?

Eutifrón

Ciertamente.

Sócrates

¿Todo cuidado no tiene por objeto el bien y utilidad de la cosa cuidada? ¿No ves hacerse mejores y más dóciles los caballos que están al cuidado de un entendido picador?

Eutifrón

Sí, sin duda. [33]

Sócrates

¿El cuidado que un buen cazador tiene de sus perros, el que un buen labrador tiene de sus bueyes, no hace mejores lo mismo a los unos que a los otros, y así en todos los casos análogos? ¿Puedes creer, que el cuidado en estos casos tienda a dañar lo que se cuida?

Eutifrón

No sin duda, ¡por Júpiter!

Sócrates

¿Tiende pues a hacerlos mejores?

Eutifrón

Seguramente.

Sócrates

La santidad, siendo el cuidado de los dioses, debe tender a su utilidad, y tiene por objeto a los dioses mejores. ¿Pero te atreverías a suponer, que cuando ejecutas una acción santa, haces mejor a alguno de los dioses?

Eutifrón

Jamás, ¡por Júpiter!

Sócrates

No creo tampoco, que sea ese tu pensamiento, y esta es la razón porque te he preguntado cuál era el cuidado de los dioses, de que querías hablar, bien convencido que no era éste.

Eutifrón

Me haces justicia, Sócrates.

Sócrates

Este es ya punto concluido. ¿Pero qué clase de cuidado de los dioses es la santidad?

Eutifrón

El cuidado que los criados tienen por sus amos.

Sócrates

Ya entiendo; ¿la santidad es como la sirviente de los dioses? [34]

Eutifrón

Así es.

Sócrates

¿Podrías decirme lo que los médicos operan por medio de su arte? ¿No restablecen la salud?

Eutifrón

Sí.

Sócrates

El arte de los constructores de buques, ¿para qué es bueno?

Eutifrón

Sin duda, Sócrates, para construir buques.

Sócrates

¿El arte de los arquitectos no es para construir casas?

Eutifrón

Seguramente.

Sócrates

Dime, ¿para qué puede servir la santidad, éste cuidado de los dioses? Es claro, tú debes saberlo; tú que pretendes conocer las cosas divinas mejor que nadie en el mundo.

Eutifrón

Con razón lo dices, Sócrates.

Sócrates

Dime, pues, ¡por Júpiter!, lo que hacen los dioses de bueno, auxiliados de nuestra piedad?

Eutifrón

Muy buenas cosas, Sócrates.

Sócrates

también las hacen los generales, mi querido amigo; sin embargo, hay una muy principal, que es la victoria que consiguen en los combates. ¿No es verdad?

Eutifrón

Muy cierto. [35]

Sócrates

Los labradores hacen igualmente muy buenas cosas, pero la principal es alimentar al hombre con los productos de la tierra.

Eutifrón

Convengo en ello.

Sócrates

Dime, pues. ¿De todas las cosas bellas que los dioses hacen por el ministerio de nuestra santidad, cuál es la principal?

Eutifrón

Ya te dije antes, Sócrates, que es difícil explicar esto con toda exactitud. Lo que puedo decirte en general es, que agradar a los dioses con oraciones y sacrificios es lo que se llama santidad, y constituye la salud de las familias y de los pueblos; en lugar de que desagradar a los dioses es entregarse a la impiedad, que todo lo arruina y destruye, hasta los fundamentos.

Sócrates

En verdad, Eutifrón, si hubieras querido, habrías podido decirme con menos palabras lo que te he preguntado. Es fácil notar, que no tienes deseo de instruirme, porque antes estabas en camino, y de repente te has separado de él; una palabra más, y yo conoceré perfectamente la naturaleza de la santidad. Al presente, puesto que el que interroga debe seguir al que es interrogado, ¿no dices que la santidad es el arte de sacrificar y de orar?

Eutifrón

Lo sostengo.

Sócrates

Sacrificar es dar a los dioses. Orar es pedirles.

Eutifrón

Muy bien, Sócrates. [36]

Sócrates

Se sigue de este principio, que la santidad es la ciencia de dar y de pedir a los dioses.

Eutifrón

Has comprendido perfectamente mi pensamiento.

Sócrates

Esto consiste en que estoy prendado de tu sabiduría, y me entrego a ti absolutamente. No temas que me desentienda ni de una sola de tus palabras. Dime, pues, ¿cuál es el arte de servir a los dioses? ¿No es, según tu opinión, darles y pedirles?

Eutifrón

Seguramente.

Sócrates

Para pedir bien, ¿no es necesario pedirles cosas que tengamos necesidad de recibir de ellos?

Eutifrón

Nada más verdadero.

Sócrates

Y para dar bien, ¿no es preciso darles en cambio cosas que ellos tengan necesidad de recibir de nosotros? Porque sería burlarse dar a alguno cosas de que no tenga ninguna necesidad.

Eutifrón

Es imposible hablar mejor.

Sócrates

La santidad, mi querido Eutifrón, ¿es por consiguiente una especie de tráfico entre los dioses y los hombres?

Eutifrón

Si así lo quieres, será un tráfico.

Sócrates

Yo no quiero que lo sea, si no lo es realmente; pero dime: ¿qué utilidad sacan los dioses de los presentes que les hacemos? Porque la utilidad que sacamos de ellos es bien clara, puesto que no somos partícipes del bien más [37] pequeño que no lo debamos a su liberalidad. ¿Pero de qué utilidad son a los dioses nuestras ofrendas? ¿Seremos tan egoístas que sólo nosotros saquemos ventaja de este comercio, y que los dioses no saquen ninguna?

Eutifrón

¿Piensas, Sócrates, que los dioses pueden jamás sacar ninguna utilidad de las cosas que reciben de nosotros?

Sócrates

¿Luego para qué sirven todas nuestras ofrendas?

Eutifrón

Sirven para mostrarles nuestra veneración, nuestro respeto y el deseo que tenemos de merecer su favor.

Sócrates

Luego, Eutifrón, ¿lo santo es lo que obtiene el favor de los dioses, y no lo que les es útil ni lo que es amado de ellos?

Eutifrón

No, yo creo que por cima de todo está el ser amado por los dioses.

Sócrates

Lo santo, a lo que parece, es aun lo que es amado por los dioses.

Eutifrón

Sí, por cima de todo.

Sócrates

¡Hablándome así extrañas que tus discursos muden sin cesar, sin poder fijarse! ¿Y te atreves a acusarme de ser el Dédalo que les da esta movilidad continua, tú que mil veces más astuto que Dédalo, los haces girar en círculo? ¿No te apercibes que vuelven sin cesar sobre sí mismos? Has olvidado, sin duda, que lo que es santo y lo que es agradable a los dioses no nos ha parecido la misma cosa, y que las hemos encontrado diferentes? ¿No te acuerdas? [38]

Eutifrón

Me acuerdo.

Sócrates

¡Ah!, ¿no ves que ahora dices que lo santo es lo que es amado por los dioses? Lo que es amado por los dioses, ¿no es lo que es amable a sus ojos?

Eutifrón

Seguramente.

Sócrates

De dos cosas una: o hemos distinguido mal, o si hemos distinguido bien, hemos incurrido ahora en una definición falsa.

Eutifrón

Así parece.

Sócrates

Es preciso que comencemos de nuevo a indagar lo que es la santidad; porque yo no cesaré hasta que me la hayas enseñado. No me desdeñes, y aplica toda la fuerza de tu espíritu para enseñarme la verdad. Tú la sabes mejor que nadie, y no te dejaré, como otro Proteo, hasta que me hayas instruido; porque si no hubieses tenido un perfecto conocimiento de lo que es santo y de lo que es impío, indudablemente jamás habrías culminado una acusación criminal, ni acusado de homicidio a tu anciano padre, por un miserable colono; y lejos de cometer una impiedad, hubieras temido a los dioses y respetado a los hombres. No puedo dudar, que tú crees saber perfectamente lo que es la santidad y su contraria; dímelo, pues, mi querido Eutifrón, y no me ocultes tus pensamientos.

Eutifrón

Así lo haré para otra ocasión, Sócrates, porque en este momento tengo precisión de dejarte.

Sócrates

¡Ah!, qué es lo que haces, mi querido Eutifrón, esta marcha precipitada me priva de la más grande y más [39] dulce de mis esperanzas, porque me lisonjeaba con que después de haber aprendido de ti lo que es la santidad y su contraria, podría salvarme fácilmente de las manos de Melito, haciéndole ver con claridad que Eutifrón me había instruido perfectamente en las cosas divinas; que la ignorancia no me arrastraría a introducir opiniones nuevas sobre la divinidad; y que mi vida sería para lo sucesivo más santa.

———

{1} Este pórtico del Rey era un lugar a la derecha del Cerámico, donde uno de los nueve Arcontes, que se llamaba el Rey, presidía durante su año, y conocía de los homicidios y de los ultrajes hechos a la religión.

{2} Este demonio familiar era precisamente la divinidad nueva, que los atenienses acusaban a Sócrates de querer introducir en la religión.

{3} Eutifrón ejercía la profesión de adivino, que era hereditaria entre los griegos.

{4} Las Panateneas eran las fiestas de Minerva, que se celebraban cada cinco años con juegos y sacrificios.

{5} Dédalo era un escultor y arquitecto célebre.



{Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate,
tomo primero, Madrid 1871, páginas 9-39.}

puerta al infierno

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