Según una tradición, que no tenemos necesidad de discutir, el Fedro es obra de la juventud de Platón. En este diálogo hay, en efecto, todo el vigor impetuoso de un pensamiento que necesita salir fuera, y un aire de juventud que nos revela la primera expansión del genio. Platón viste con colores mágicos todas las ideas que afectan a su juvenil inteligencia, todas las teorías de sus maestros, todas las concepciones del cerebro prodigioso que producirá un día la República y Las Leyes. Tradiciones orientales, ironía socrática, intuición pitagórica, especulaciones de Anaxágoras, protestas enérgicas contra la enseñanza, de los sofistas y de los rectores, que negaban la verdad inmortal y despojaban al hombre de la ciencia de lo absoluto; todo esto se mezcla sin confusión en esta obra, donde el razonamiento y la fantasía aparecen reconciliados, y donde encontramos en germen todos los principios de la filosofía platoniana. Esta embriaguez del joven sabio, este arrobamiento que da a conocer la verdad entrevista por primera vez, el autor del Fedro la llama justamente un delirio enviado por los dioses; pero estos dioses que invoca no son las divinidades de Atenas, buenas a lo más para inspirar al artista o al poeta; es Pan, la vieja divinidad pelásgica; son las ninfas de los arroyos y de las montañas; es el espíritu mismo de la naturaleza, revelando al alma atenta y recogida los secretos del universo.
¿Cuál es el objeto del diálogo? Nos parece imposible reducir a la unidad una obra tan compleja. Lo propio del [258] genio de Platón es abordar a la vez las cuestiones más diversas, y a la vez resolverlas; como lo propio del genio de Aristóteles es distinguir todas las partes de la ciencia humana, que Platón había confundido. Un tratado de Aristóteles presenta un orden riguroso, porque el objeto, por vasto que sea, es siempre único. Un diálogo de Platón abraza, en su multiplicidad, la psicología y la ontología, la ciencia de lo bello y la ciencia del bien.
En el Fedro pueden distinguirse dos partes: en la primera, Sócrates inicia a su joven amigo en los misterios de la eterna belleza; le invita a contemplar con él, aquellas ciencias, cuya vista llena nuestras almas de una celestial beatitud, cuando, aladas y puras de toda mancha terrestre, se lanzan castamente al cielo en pos de Júpiter y de los demás dioses; le enseña a despreciar esos placeres groseros que le harían andar errante durante mil años por tierras de proscripción; le enseña igualmente a alimentar su inteligencia con lo verdadero, lo bello y lo bueno, para merecer un día tomar sus alas y volar de nuevo a la patria de las almas; le dice, en fin, que si el amor de los sentidos nos rebaja al nivel de las bestias, la pura unión de las inteligencias, el amor verdaderamente filosófico, por la contemplación de las bellezas imperfectas de este mundo, despierta en nosotros el recuerdo de la esencia misma de la belleza, que irradiaba en otro tiempo a nuestros ojos en los espacios infinitos, y que, purificándonos, abrevia el tiempo que debemos pasar en los lugares de prueba.
En la segunda parte intenta sentar los verdaderos principios del arte de la palabra, que los Tisias y los Gorgias habían convertido en arte de embuste y en instrumento de codicia y de dominación. A la retórica siciliana, que enseña a sus discípulos a corromperse, a engañar a la multitud, a dar a la injusticia las apariencias del derecho, y a preferir lo probable a lo verdadero, Platón opone la [259] dialéctica, que, por medio de la definición y la división, penetra desde luego en la naturaleza de las cosas, proponiéndose mirar como objeto de sus esfuerzos, no la opinión con que se contenta el vulgo, sino la ciencia absoluta, en la que descansa el alma del filósofo.
Sin embargo, existe un lazo entre estas dos partes del diálogo. El discurso de Lisias contra el amor y los dos discursos de Sócrates son como la materia del examen reflexivo sobre la falsa y la verdadera retórica, que llena toda la secunda parte.
Nada hay que decir sobre el arte con que Platón hace hablar a sus personajes, sin que en el conjunto de su obra se desmienta jamás, ni una sola vez, su carácter. Los tipos de los diálogos son tan vivos como los de las tragedias de Sófocles y Eurípides. Nada hay más verdadero que el carácter de Fedro: de este joven, tan apasionado por los discursos, tan amante de todos los bellos conocimientos, tan pronto a ofenderse de las burlas de Sócrates contra su amigo Lisias, y, sin embargo, tan respetuoso para con la sabiduría de su venerado maestro. Nada más encantador que la curiosidad inocente con que pregunta a Sócrates si cree en el robo de la ninfa Oritia; o la franqueza generosa que le hace reconocer la vanidad de su curiosidad y confesar su ignorancia, sus preocupaciones y sus errores.
Esta conversación, en que Sócrates pasa alternativamente de las sutilezas de la dialéctica a los trasportes de la oda, se prolonga durante todo un día de verano; los dos amigos reposan muellemente acostados en la espesura de la hierba, a la sombra de un plátano, y sumergidos sus pies en las aguas del Illiso; el cielo puro del Ática irradia sobre sus cabezas; las cigarras, amantes de las musas, los entretienen con sus cantos; y las ninfas, hijas de Aquelóo, prestan su atención, embelesadas con las palabras de aquel que posee a la vez el amor de la ciencia y la ciencia del amor.
{Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate,
tomo segundo, Madrid 1871, páginas 257-259.}
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