Sócrates
¿Cómo si lo hizo? Verdaderamente sí, y de una manera admirable; he aquí cómo:
—¿Quieres, Sócrates, me dijo, que te enseñe esa ciencia, cuya indagación os da tanto que hacer, o que te haga ver que ya la posees? –¡Oh divino Eutidemo!, exclamé yo, ¿depende eso de ti? –Absolutamente, respondió. –¡Por Júpiter!, hazme ver que yo la poseo, porque será para mí esto más cómodo que tener que aprenderla a la edad que tengo. –Pues bien, respóndeme y dime: ¿sabes alguna cosa? –Sí; sé muchas cosas, pero de poca trascendencia. –Eso basta; ¿crees que entre las cosas que existen hay alguna que no sea lo que ella es? –¡Por Júpiter!, eso no puede ser. –¿No dices que tú sabes algunas cosas? –Sí. –¿No eres sabio, si sabes? –Yo soy sabio de lo que sé. –No importa, –dijo–, ¿para ser sabio no es necesario que lo sepas todo? –Ojalá, ¡por Júpiter!, puesto que son muchas más las que ignoro que las que sé. –Pero si ignoras algunas cosas, tú eres ignorante. –Sí, querido mío, lo soy de las cosas que ignoro. –Pero, sin embargo de que eres ignorante, asegurabas antes que eras un sabio; por consiguiente tú eres lo que eres, y al mismo tiempo no lo eres. –Perfectamente, Eutidemo, porque hablas de perlas; pero ¿cómo pruebas que yo poseo esta ciencia que buscamos? ¿es fundándote en que es imposible que una cosa sea y no sea al mismo tiempo?, de manera que si yo sé una cosa, es preciso que las sepa todas, porque no puedo ser a la vez sabio é ignorante, y que si yo sé todas las cosas, necesariamente poseo también esta ciencia? ¿Es así como razonáis, y es esto lo que llamáis verdadera sabiduría? –Te refutas a ti mismo, Sócrates. –Pero, Eutidemo, ¿no te ha sucedido a ti lo mismo? En cuanto a mí, nunca me quejaré de una cosa, que ocurre [331] continuamente a Eutidemo y a este mi querido Dionisodoro. Dime; ¿hay cosas que vosotros sabéis y otras que no sabéis? –No, me respondió Dionisodoro. –¿Cómo?, repliqué yo; ¿entonces no sabéis nada? –Sí. –¿Si sabéis algunas cosas, las sabéis todas? –Sí, nosotros sabemos todas las cosas, y tú las sabes igualmente, si sabes algunas. –¡Por Júpiter!, ¡qué maravilla y qué fortuna nos proporcionáis! ¿Pero los demás hombres saben todas las cosas o no saben nada? –No puede menos de haber cosas que sepan y cosas que ignoren, y que sean sabios e ignorantes, todo a la vez. –¿Qué diremos ahora nosotros?, le pregunté. –Diremos que todos los hombres saben todo, con tal que sepan una sola cosa. –¡Grandes dioses!, ahora conozco que habéis atendido a mi súplica, y que al cabo habláis seriamente; ¿pero tan cierto es que vosotros sabéis todas las cosas? ¿Seréis carpinteros, toneleros? –Sí, dijo. –¿Seréis también zapateros? –Sí, ¡por Júpiter! y también almadreñeros. –¿Tampoco ignorareis el número de los astros, ni el de los granos de arena? –A todo eso alcanza nuestro conocimiento. ¿Crees que no aspiramos a todo eso?
Ctésipo tomó entonces la palabra. –¡Oh Dionisodoro!, le dijo, hazme ver prácticamente que dices la verdad. –¿Qué experiencia exiges?, le contestó. –¿Sabes cuántos dientes tiene Eutidemo, y Eutidemo sabe cuántos tienes tú? –Bástete saber, respondió, que nosotros lo sabemos todo. –No es eso bastante; responde, siquiera una vez, para probarnos que decís verdad; y así, si nos decís fijamente uno y otro cuántos dientes tenéis, y el número es exacto, porque yo los he de contar, no dudaremos ya de vuestras palabras, y os creeremos en todo lo demás. –Sospechando ellos que Ctésipo se burlaba, no le respondieron sino con generalidades, diciendo que sabían todas las cosas. Ctésipo se daba buena prisa a dirigirles preguntas hasta sobre objetos mezquinos, persistiendo ellos [332] en responder con orgullo que lo sabían todo, lo mismo que los jabalís que se meten por el chuzo con que se les espera. Esto dio ocasión a que yo me atreviese a preguntar a Eutidemo, si Dionisodoro sabia bailar. –Eutidemo me aseguró que sí. –¿Y saltaría cabeza abajo y sobre espadas desnudas? ¿Hará la rueda? Es fuerte este ejercicio para su edad, pero ¿no posee esta ciencia? –No hay nada que ignore, respondió. –¿Hace poco que lo sabéis todo, o es de toda la vida? –De toda la vida. –¡Pero qué!, ¿desde vuestra más tierna infancia, desde que nacisteis, lo sabéis todo? –Sí, todo; respondieron ambos.
Esto nos pareció increíble, y entonces Eutidemo, dirigiéndose a mí: Sócrates, ¿no nos crees? dijo. –Me parecéis muy hábiles. –Si quieres responderme, te haré confesar a ti mismo estas cosas admirables. –Te quedaré obligado extraordinariamente, si puedes convencerme; porque habiendo ignorado hasta aquí mi ciencia, ¿qué mejor servicio puedes prestar que darme a conocer que nada ignoro, y que desde que nací he sabido todas las cosas? –Respóndeme, pues. –Consiento en ello; pregunta. –Dime, Sócrates, ¿sabes algo o no sabes nada? –Sé algo. –Eres sabio por medio de aquello que hace que tú sepas, o por alguna otra cosa? –Yo sé por medio de aquello que hace que yo sepa, es decir, de mi alma; ¿no es así? –¿Cómo te propasas, Sócrates, a interrogar, cuando eres tú el interrogado? –Confieso mi culpa, ¿y qué quieres que haga?, manda y obedeceré, aunque no sepa sobre lo que me preguntes, puesto que exiges que responda y que no interrogue nunca. –¿Entiendes lo que te pregunto? –Sí. –¿Respondes, pues, según lo que tú entiendes? –Pero, le dije, si interrogándome tienes una idea en el espíritu, y respondiéndote tengo yo otra idea, y de esta manera respondo a lo que entiendo, y no a lo que tú entiendes, ¿te darás por satisfecho? –Para mí es bastante, pero no para ti, a lo que parece. –No responderé, ¡por Júpiter!, [333] exclamé yo, sin que sepa lo que se me pregunta. –No respondes siempre según lo que piensas, porque no haces más que burlarte y decir necedades. –Al oír esto, me pareció que le desagradó que hubiese yo adivinado la ambigüedad de las palabras con que me quería envolver como en una red. Me acordé en el momento de Connos, que se enfada siempre conmigo cuando no hago lo que él quiere, y me rechaza como a un ignorante o a un imbécil. Pero, en fin, como había resuelto unirme con estos extranjeros, creí que debía obedecerles, a trueque de que no me rechazasen por testarudo. Dije, pues, a Eutidemo: si lo tienes por conveniente, hagamos lo que te parezca, como que tú conoces mucho mejor que yo las leyes de la disputa, porque eres maestro, y yo no soy más que un discípulo. Repite tus preguntas desde el principio. –Responde, pues: ¿lo que sabes, lo sabes por medio de alguna cosa o de ninguna cosa? –Lo sé por medio de mi alma. –¡Vaya un hombre que responde siempre más que lo que se le pregunta!, yo no te interrogo por qué lo sabes, sino si lo sabes por alguna cosa. –Mi ignorancia es la que me ha hecho responder más que lo que me preguntabas; pero perdóname, te responderé con exactitud, diciéndote que lo sé por medio de alguna cosa. –Lo sabes siempre por un mismo medio o tan pronto por uno como por otro? –Cuando yo sé, es siempre por medio de la cosa misma por la que yo lo sé. –¡Nunca respondes sin añadir algo!, exclamó. Pero, le contesté, es por temor de que ese siempre no nos engañe. –No digas nos engañe, sino más bien me engañe. Respóndeme: ¿sabes siempre por el mismo medio? –Siempre, puesto que es preciso quitar aquel cuando. –Siempre sabes por éste. Y como sabes siempre, hay alguna cosa que sabes por este medio, y otras que sabes por algún otro medio; ¿o bien sabes por este medio todas las cosas? –Por este medio es como yo sé todo lo que sé. –¡Otra vez has vuelto a incurrir en la [334] misma falta! –Pues bien, quitemos también aquello que yo sé. –No se quite nada, te lo suplico; no es eso lo que yo te pregunto; pero respóndeme: ¿podrías saber siempre si no supieses todas las cosas? –Eso es imposible. –Añade ahora lo que quieras; tú me has confesado que lo sabes todo. –En efecto, lo sé todo, a lo que parece, si no tienes en cuenta la frase de aquello que yo sé. –No has confesado que sabes siempre por medio de esta cosa que hace que tú sepas, sea cuando sabes, sea de cualquiera otra manera que quieras? Estás, pues, de acuerdo en que sabes siempre, y que lo sabes todo. Es cierto, por consiguiente, que siendo niño, cuando naciste, antes de nacer, y antes del nacimiento del mundo, has sabido todas las cosas, puesto que sabes siempre; y ¡por Júpiter! lo sabrás todo, y siempre, si yo quiero. –Incomparable Eutidemo, te suplico que así lo quieras, si dices verdad; pero temo que no te alcancen las fuerzas, a menos que tu hermano Dionisodoro te auxilie, porque entonces podría conseguirse eso. Sin embargo, me obligáis a que os pida la aclaración de una duda. No tengo el propósito de combatir vuestras opiniones, puesto que asegurándome que lo sé todo, casi me lo hacéis creer, máxime partiendo de vosotros, que poseéis una sabiduría que sorprende al mundo. Pero dime, Eutidemo, ¿cómo es posible que yo sostenga que sé que los hombres de bien son injustos?, ¿sé esto o no lo sé? –Lo sabes. –¿Qué? –Que los hombres de bien no son injustos. –Ha largo tiempo que sabia esto, pero no es eso lo que pregunto, sino dónde he aprendido que los hombres de bien son injustos. –Eso no lo has aprendido, replicó Dionisodoro. –Luego yo no lo sé.
En este acto Eutidemo dijo: Dionisodoro, tú todo lo echas a perder; ¿no ves que le haces ahora a la vez sabio e ignorante? –Dionisodoro se ruborizó. Y yo, dirigiéndome a Eutidemo: ¿qué dices tú?, ¿cómo tu hermano ha respondido tan mal, cuando sabe todas las cosas? Entonces Dionisodoro replicó con [335] viveza: ¿yo, dices, hermano de Eutidemo? –Un poco de paciencia, Dionisodoro, le dije, hasta que Eutidemo me haya hecho ver que yo sé que los hombres de bien son injustos, y no impidas que me enseñe esta preciosa verdad. –Huyes, Sócrates, y no quieres responder, replicó. –¿Y no tengo razón para ello?, ¿si soy más débil que cada uno de vosotros?, ¿cómo defenderme contra ambos?, yo no soy tan fuerte como Hércules, que no habría podido resistir a la hidra, sofista que presentaba muchas cabezas nuevas, cuando se le cortaba una; y a Cáncer, otro sofista, procedente del mar, que hace poco ha desembarcado, según creo; y Hércules, estrechado de cerca, no hubiera podido vencer sin el socorro de su sobrino Iolas, que le llegó tan a tiempo. Pero en cuanto a mí, si Patroclo, que es mi Iolas, viniese y me socorriese igualmente, no alcanzaría mejor resultado. –Respóndeme, dijo Dionisodoro, puesto que hablas de esa manera: ¿Iolas es más bien sobrino de Hércules que tuyo? –Es preciso, le dije, responderte de una vez, porque no me dejarás en paz con tus preguntas, mientras temas que el sabio Eutidemo no me enseñe lo que quiero saber de él. –Respóndeme, pues, dijo. –Sí, te respondo que Iolas era sobrino de Hércules, y que me parece que no era mío; porque mi hermano Patroclo no era su padre, sino Ificles, cuyo nombre se parece al suyo, y que era hermano de Hércules. –Por lo tanto, ¿Patroclo es tu hermano? –Sí, hermano de madre y no de padre. –¿De manera que es tu hermano y no lo es? –Es cierto; no es hermano de padre, porque su padre se llamaba Queredemo y el mío Sofronisco. –¿Pero Queredemo era padre y Sofronisco también? –Sin duda; Queredemo era padre de Patroclo y Sofronisco era mi padre. –¿Queredemo era otra cosa que padre? –Sí, otra cosa que mi padre. –¿Era padre siendo otra cosa que padre?, ¿o eres tú mismo una piedra? –Temo parecer tal a tus ojos, por lo mismo que no lo soy. –¿Eres tú otra cosa que una piedra? –¡Ah!, [336] sí. –Puesto que eres otra cosa que una piedra, no eres una piedra; y si eres otra cosa que oro, no eres el oro. –Seguramente. –En la misma forma, puesto que Queredemo era otra cosa que padre, no era padre. –Podría decirse, respondí yo. –Eutidemo añadió: si Queredemo no es padre, y si Sofronisco es otra cosa que padre, éste no es padre. Por consiguiente, Sócrates, tú no tienes padre.
Ctésipo, entonces, mezclándose en la conversación: ¿pero vuestro padre no era otro que mi padre? –De ninguna manera, respondió Eutidemo. –¿Era el mismo ? –El mismo. –No paso por eso, ¿y es sólo mi padre o es padre igualmente de los demás hombres? –De todos los hombres; ¿querrías tú que un hombre fuera padre y no lo fuera? –Otro lo hubiera creído, dijo Ctésipo. –Que el oro no sea oro, que un hombre no sea un hombre? –Ten cuidado, Eutidemo, de no mezclar, como dice el proverbio, cerros con estopas. En verdad, me enseñas una cosa admirable; que tu padre es padre de todos los hombres. –Sí, lo es. –¿Pero no es más que padre de los hombres?, ¿no lo es también de los caballos y de todos los demás animales? –Lo es de todos los demás animales. –¿Y tu madre es también madre de todos los demás animales? –Lo es también. –Por consiguiente, ¿tu madre es madre de todos los cangrejos marinos? –Y la tuya también. –Los gobios, los perros, los cerdos ¿son tus hermanos? –Y los tuyos también. –¡Cá!, ¿tu padre será un perro? –Lo será, y el tuyo también. –Si quieres responderme, dijo Dionisodoro, te lo haré confesar. Dime; ¿tienes un perro? –Sí, y muy malo. –Tiene perrillos? –Muchos y tan malos como él. –¿El perro es padre de los perritos? –Sí, yo mismo le he visto cubrir la perra. –¿Es tuyo el perro? –Sí. –El perro es padre y tuyo, luego es tu padre, y por lo tanto eres hermano de los perrillos.
Dionisodoro, prosiguiendo su oración, temeroso de ser interrumpido por Ctésipo, le dijo: respóndeme aún dos palabras; ¿pegas al [337] perro? –Ctésipo le respondió sonriéndose: ¡sí por los dioses!, le castigo, y así pudiera hacer lo mismo contigo. –¿Castigas a tu padre? –Los palos que yo le doy hubieran sido mejor empleados en el vuestro por haber dado al mundo hijos tan sabios. Pero, Eutidemo, vuestro padre que es padre de todos los perros de la tierra, ¿ha sacado grandes ventajas de vuestra maravillosa sabiduría? –Ni él ni tú, Ctésipo, tenéis mucha necesidad del bien. –¿Y tú, Eutidemo? –Como todos los demás hombres. –¿Crees que sea un bien o un mal para un enfermo tomar una bebida para restablecer su salud? ¿Y un hombre que va al combate, hace bien en llevar armas o en no llevarlas? –Lo creo así, pero se me figura, que vas a sacar una magnifica consecuencia. –Tú juzgarás, pero respóndeme: puesto que confiesas que es bueno para un enfermo tomar una bebida, cuando tiene necesidad, haría bien en tragar la mayor cantidad posible, y todo el jugo que se pudiera sacar de una carretada de eléboro debería producirle un bien extraordinario. –A condición, Eutidemo, de que el enfermo fuera tan grande como la estatua de Delfos. –Y puesto que es bueno armarse cuando uno va a la guerra, continuó Eutidemo, ¿no debe llevarse el mayor número posible de lanzas y broqueles? –Estoy convencido de ello, dijo Ctésipo; pero tú, Eutidemo, no lo crees, puesto que te contentas con llevar una sola lanza, y un solo broquel. –Sí, dijo. –Si tuvieseis que armar a Gerion o Briareo, ¿no necesitarías mucho más? Verdaderamente, Eutidemo, siendo como sois maestros de armas, os hacia más hábiles a tu hermano y a ti.
Eutidemo calló, pero Dionisodoro tomó la palabra, con motivo de lo que se había dicho antes y dijo: ¿Te parece que sea un bien el tener oro? –Sí, contestó Ctésipo, y sobre todo el tener mucho. –¿Y no es conveniente tener siempre y por todas partes buenas cosas? –Sí, cuanto sea posible. –Confiesas que el oro es un bien? –Sí, lo he confesado. [338] –Debe tenerse siempre y por siempre oro, y por lo tanto, será muy dichoso el que tenga tres talentos de oro en el cuerpo, un talento en la cabeza y dos pesos de oro en los ojos? –Se dice en efecto, Eutidemo, replicó Ctésipo, que entre los Escitas son tenidos por más ricos y más hombres de bien los que tienen más oro en sus cráneos, para hablar como tú {nota: Ctésipo remeda el etilo de Eutidemo.}, que decías antes que un perro era mi padre. Lo más maravilloso es que beben en sus cabezas doradas, que las ven por dentro, y tienen sus frentes en las manos. –Eutidemo replicó: un Escita o cualquiera otro hombre, Ctésipo, ¿ve lo que puede ver o lo que no puede ver? –Ve lo que puede ver. –¿Y tú?, Ctésipo. –Yo lo mismo. –¿No ves nuestros trajes? –Los veo. –¿Son susceptibles de vista?, ¿pueden ver? –¡Qué valor!, exclamó Ctésipo. –¿Qué es eso?, preguntó Eutidemo. –Nada, pienso que tú mismo no crees que los vestidos vean. En verdad, Eutidemo, puede decirse, que sueñas despierto, y si es posible hablar y no decir nada a la vez, te considero muy capaz de ello.
Entonces Dionisodoro, entrando en materia, dijo: es imposible hablar y no decir nada a la vez? –Enteramente imposible. –¿Callar y hablar a un tiempo? –Menos posible aún. –Cuando dices una piedra, una madera, un hierro, ¿no hablas de cosas que callan? –Por lo que toca al hierro, no; porque cuando se le golpea en el yunque es una cosa que suena y hace ruido; así es, que en este lance, por demasiado sagaz, te ha salido mal la cuenta; pero pruébame que se puede callar y hablar a un mismo tiempo. –Ctésipo en este momento pareció querer hacer los mayores esfuerzos por complacer a su joven amigo. Eutidemo comenzó de esta manera: ¿cuando callas, no callas todas las cosas? –Sin duda. –¿Callas las cosas que hablan? porque, entre todas las cosas están las que [339] hablan. –Pero, dijo Ctésipo, ¿callan todas las cosas? –No ciertamente, dijo Eutidemo. –Luego todas las cosas hablan, querido mío. –Las que hablan. –No es eso lo que te pregunto, dijo Ctésipo, sino si todas las cosas callan o si todas hablan. –Ni lo uno ni lo otro, y lo uno y lo otro a la vez, dijo Dionisodoro, mezclándose precipitadamente en la disputa; y seguramente nada tienes que oponer a esta respuesta. –Ctésipo, según su costumbre, se echó a reír. –¡Oh Eutidemo! exclamó: tu hermano no sabe ya el terreno que pisa, está vencido en todos rumbos. –Clinias, complaciéndose con lo dicho por Ctésipo, lo miró sonriendo, y Ctésipo, rehaciéndose, apareció diez veces más grande.
Por lo que a mí toca, me encontré con que en medio de la broma, Ctésipo, a fuerza de oírles, había aprendido y volvía, contra ellos sus propios ardides; porque en lo demás, es preciso convenir en que la, sabiduría de Eutidemo y de Dionisodoro no tiene igual en el mundo. Entonces me dirigí a Clinias, y le dije:
—¿Cómo te ríes cuando se trata de cosas tan serias y tan preciosas? –Dionisodoro saltó en el momento, y me dijo: –Sócrates, ¿has visto alguna cosa preciosa? –Sí, le respondí, y muchas. –Son diferentes de lo precioso, añadió él, o son la misma cosa?
Esta pregunta me sorprendió, y me creí justamente castigado por mi prurito de hablar. A todo evento, sin embargo, respondí:
—Son diferentes de lo precioso o de lo bello, pero cada cosa, sin embargo, retiene en sí alguna belleza. –Pero si un buey estuviese contigo, ¿serias tú un buey?, y porque yo estoy contigo, ¿eres tú Dionisodoro? –¡Oh! nada de desbarrar, si te parece. –¡Pero qué! dijo, si lo que es otro se encuentra unido con un otro, ¿este otro será aquel otro? –¿Pues qué, lo dudas?, le respondí.
Porque complaciéndonte infinitamente la sabiduría de estos extranjeros, traté también de imitarles.
—¿Porqué yo y todos los hombres, me respondió Dionisodoro, no hemos de dudar de una cosa que no existe? [340] –Qué es lo que dices, Dionisodoro, –le respondí–, ¿lo bello no es lo bello, y lo feo no es lo feo? –Sí, si yo quiero, Sócrates. –Pero ¿no lo quieres? –Sí, lo quiero. –¿Lo mismo, no es lo mismo; y lo diferente, diferente, por ser imposible que lo diferente sea lo mismo? Para mí ni sospecha hubiera tenido de que pudiera dudar un niño que lo que no es lo mismo, no sea lo mismo. Pero, Dionisodoro, tú has emitido esto con intención premeditada, porque hasta aquí nada habéis despreciado ambos de lo que constituye los buenos discursos, a manera de los artistas que hacen todo lo que conviene a su oficio. ¿Sabes lo que conviene hacer a cada uno de los artistas? ¿A quién conviene forjar? –Sí; al forjador. –¿A quién batir el barro? –Al alfarero. –¿A quién conviene degollar, desollar, cocer y asar la carne cortada en trozos? –Al cocinero. –Y el que hace lo que conviene, ¿obra bien? –Muy bien. –¿El matar, el desollar, conviene al cocinero?, ¿no lo has concedido? –¡Ay de mí! sí, perdóname. –Es cierto, por consiguiente, que el que degüelle y desuelle al cocinero, hará lo que conviene?, y asimismo el que golpee al herrero con el martillo sobre el yunque, y amase al alfarero, ¿hará lo que es conveniente! –¡Oh Neptuno! –exclamé yo–; ¿qué sabiduría? ¡ah! ¿no me haréis partícipe de ella? –Pero aun cuando la tuvieras, Sócrates, ¿la conocerías? –Si te parece conveniente, creo que sí. –¿Piensas conocer lo que es tuyo? –Seguramente, con tal que no me hagas ver lo contrario, porque esto depende de vosotros, empezando por ti, y acabando por Eutidemo. –¿Crees que las cosas de que eres dueño, de que puedes usar como te agrade, que puedes dar, vender, sacrificar a los dioses, como bueyes y corderos, ¿crees que estas cosas sean tuyas, y que aquellas de que no puedes disponer, no te pertenecen?
Yo que esperaba un resultado magnífico de este precioso preludio, me apresuré a responder, que creía que las primeras de estas cosas eran mías.
—¿No llamas [341] animal a lo que tiene un alma? –Sí, respondí. –¿Confiesas que los animales, de los que puedes hacer lo que yo acabo de decir, son solamente tuyos? –Lo confieso.
Dionisodoro se detuvo aquí, y figuró que meditaba un razonamiento profundo, y luego dijo de repente:
—Dime, Sócrates, ¿no tienes un Júpiter paternal?
No dudando yo a dónde quería ir, y a donde efectivamente vino a parar, busqué un rodeo para evitar caer en el lazo en que me quería envolver, y le dije:
—No le tengo, Dionisodoro. –Verdaderamente, me replicó, es preciso que seas bien miserable. ¿Eres en verdad ateniense? –¡Qué!, ¿no tienes dioses, ni sacrificios familiares, ni todas estas bellas cosas? –Suavemente le respondí: habla de otro modo, y no me reprendas tan bruscamente. Tengo altares, tengo sacrificios; en fin, nada me falta en este género de todo lo que tienen los demás atenienses. –Pues bien, replicó él, los otros atenienses tienen un Júpiter paternal. –Ni los jonios, le dije, ni todos los que proceden de Atenas, conocen semejante nombre. Tenemos un Apolo paterno, padre de Ion; pero nosotros no llamamos a Júpiter padre, le llamamos protector de Atenas, guardador de nuestras tribus, así como Minerva es la guardadora. –No pregunto más, replicó Dionisodoro; ¿tienes un Apolo, un Júpiter y una Minerva? –Es cierto. –¿No son tus dioses? –Son nuestros padres, nuestros dueños. –¿Pero son tus dioses como acabas de confesar? –Pues bien, sí, lo confieso; ¿qué consecuencia sacas de esto? –Estos dioses, ¿no son animales? Tienen un alma seguramente, y tú has convenido en que todo lo que tiene un alma es un animal. –Sí, tienen un alma. –Luego son animales. –Corriente, animales. –Pero decías que eras dueño de los animales que eran tuyos, y que podías venderlos y sacrificarlos. –No puedo negar que lo confesé. Entonces Dionisodoro dijo: puesto que dices que Júpiter y los otros dioses son tuyos, ¿te es permitido venderlos a tu capricho o donarlos como [342] los otros animales que te pertenecen?
Abrumado con el peso de este discurso, Criton, me callé. Ctésipo quiso salir en mi apoyo:
—¡Buen Hércules! exclamó, ¡admirable razonamiento! –Al momento replicó Dionisodoro: ¡bueno! ¿Hércules es buen Dios, o el buen Dios es Hércules? –¡Oh Neptuno! –exclamó Ctésipo al oír esto–, abandono el campo; estos hombres son invencibles.
Desde entonces, amigo Criton, ya no hubo entre los presentes ninguno que no admirara estos razonamientos; y Dionisodoro y Eutidemo se echaron a reír con tal gana, que era de temer que les hiciera daño. En verdad, sus discípulos habían antes batido palmas al oír sus razonamientos; pero en este momento, las columnas del liceo parecía que aplaudían también. Con respecto a mí, confesaré ingenuamente, que nunca había conocido personajes más hábiles que estos, y admirador de su sabiduría, les prodigué cuantas alabanzas pude. –Hombres afortunados! dije, con qué facilidad, con qué prontitud habéis dado cima a un negocio tan difícil! En vuestro discurso, Eutidemo y Dionisodoro, hay muchas cosas notables, y entre otras lo es la de no tener en cuenta para nada el público, ni los hombres formales, pues únicamente os fijáis en los que se os parecen, porque sé ciertamente, que sólo los que a vosotros se parecen, son los que estiman vuestra ciencia, y podría aseguraros que el resto de los hombres la desprecian hasta el punto de que se abochornarían más de refutar a los demás con estos artificios, que de verse convencidos y refutados. Además, encuentro en vosotros cierta delicadeza, pues cuando decís que no hay nada bueno, ni bello, ni blanco, ni negro, y que una cosa no difiere de otra, si bien es cierto que cerráis la boca a los demás, de lo que con razón os alabáis, también por un exceso de bondad os la cerráis a vosotros mismos y esto consuela en cierta manera a aquellos a quienes vuestros razonamientos ponen en aprieto. Pero lo que yo [343] estimo más es que habéis inventado cosas tan ingeniosas, que en menos de nada puede un hombre instruirse, porque he observado que en un momento Ctésipo ha sabido imitaros. Es cosa magnífica el que podáis enseñar en tan poco tiempo el misterio de vuestro arte. Sin embargo, no os aconsejo que lo comuniquéis a muchas personas, ni tampoco, si queréis creerme, el que habléis en las grandes asambleas, porque os robarían vuestro secreto, y no os quedarían obligados. Hablad sólo entre vosotros y entre vuestros amigos, y no enseñéis esa ciencia sino por el dinero; y si queréis entenderlo, prevenid a vuestros discípulos que sólo hablen entre sí y con vosotros, porque ya sabéis que la escasez aumenta el precio de las cosas. El agua, como dice Píndaro, es excelente, pero por demasiado común no es estimada. Por lo demás, hacednos a Clinias y a mí el favor de recibirnos en el número de vuestros discípulos.
Dicho esto, y después de varios discursos semejantes, amigo Criton, nos separamos. Mira, pues, si quieres tomar con nosotros lecciones de estos extranjeros. Se manifiestan decididos a enseñar su arte por el dinero a cualquiera que se presente, y sean las que quieran su edad y la disposición de su espíritu. también aseguran, y es bueno que lo sepas, que su ciencia se armoniza perfectamente con el afán de entregarse a los negocios.
Criton
Verdaderamente, Sócrates, no tengo aversión a la ciencia, y con gusto intentaría en ella algún adelanto, pero temo ser del número de aquellos que no se parecen a Eutidemo, y que, como ya lo has dicho, se abochornarían menos de verse refutados, que de refutar a los demás con tales artificios. No es mi ánimo darte consejos, pero no estará fuera de su lugar referirte lo que oí decir a uno que venía de vuestra reunión. Estando paseándome, tropecé con uno de aquellos que pasan por grandes hombres [344] de negocios: ¡Oh Criton! me dijo, ¿has oído a estos filósofos? –No, ¡por Júpiter! le contesté; la excesiva concurrencia me ha impedido aproximarme. –Bien merecen que se les oiga, me respondió. –¿Por qué? le dije. –Son los primeros hombres del mundo en su clase –¿Pero qué te parecen? repuse. –Lo que me parece, respondió, es que sólo se les oye decir bagatelas, y que todo su talento lo emplean en insulseces; estas son sus palabras. –Sin embargo, le dije, ¡es tan apreciable la filosofía! –¿Por qué apreciable? ningún provecho se saca de ella. Y si hubieras presenciado esta polémica, te habrías compadecido de tu amigo, porque es muy ridículo, que haya tomado por maestros a estos sofistas. Sin embargo, toda su ciencia no es más que un juego de palabras, y han renunciado completamente al buen sentido. Cuantos se consagran a esa profesión, pasan la vida entregados a esta clase de sutilezas. A decirte verdad, Criton, la filosofía, como los que se entregan a ella, es un conjunto de frivolidades y ridiculeces. –Yo no encuentro, sin embargo, Sócrates, que ni él ni nadie tengan razón para hablar mal de este estudio, pero no le ha faltado para reprender a los que disputan públicamente con estos extranjeros.
Sócrates
Te aseguro, Criton, que son muy singulares estos hombres; ¿pero quién es ese que encontraste, y que tan mal está con la filosofía? ¿Es alguno que siga la carrera del foro y sobresalga por su elocuencia, o es de los que componen arengas para que otros las pronuncien?
Criton
No, ¡por Júpiter! no es un orador, ni creo que haya hecho nunca defensas en el foro, pero se dice que es muy entendido en el derecho, y que compone excelentes defensas para otros.
Sócrates
Ya entiendo; es uno de los que Prodico colocaba entre [345] la política y la filosofía; se consideran a sí mismos como muy entendidos, y creen pasar por tales en la mente de la mayor parte de los hombres; pero se imaginan que los filósofos impiden que su reputación sea universal. Están persuadidos de que si pudiesen desacreditar y hacer despreciables a los filósofos, entonces gozarían ellos sin rivalidad de una gloria plena y completa. No dudan de la superioridad de su mérito, pero cuando encuentran a ti, a Eutidemo y sus partidarios no dejan de tener cierta aprensión. Se creen los más sabios, porque tienen alguna tintura de la ciencia política y de la filosofía, y en este concepto participan de ambas en lo puramente necesario, y sin correr el azar de las discusiones, cogen tranquilamente los frutos de su sabiduría.
Criton
¿Pero no apruebas lo que dicen? Su discurso tiene, sin embargo, cierto aire de verdad.
Sócrates
Es cierto; hay apariencia pero no solidez en lo que dicen; no hay medio de persuadirles de que todo lo que se encuentra entre el bien y el mal, y está por esto mezclado, es peor a causa del mal y mejor a causa del bien; que dos bienes unidos y que no tienden al mismo fin se estorban recíprocamente para llegar al término que cada uno de ellos se propone; que por la misma razón, la mezcla de dos males contrarios corrige su malignidad; de suerte que si la filosofía es una cosa buena y lo es también la ciencia política, y ambas tienen fines diferentes, los que participan de la una y de la otra y están entre las dos, no son tan buenos como los filósofos, ni tan buenos como los políticos; y que si la filosofía es un bien y la política un mal, serán mejores que los primeros, y peores que los segundos; y que si son dos males, entonces de lleno tendrán razón, y sólo así pueden tenerla. Pero no creo, que pretendan, que la filosofía y la ciencia política sean dos [346] males, ni que la una sea un mal y la otra un bien. Estos semi-políticos y semi-filósofos no pueden tomar asiento sino después de los filósofos y de los políticos, y sin embargo, aquellos se colocan por cima de estos. Es preciso, sin duda ser indulgentes con su vanidad, sin concederles, sin embargo, el rango que no merecen tener porque debe apreciarse a todos aquellos que se esfuerzan en cultivar todo lo que es racional, y que trabajan con ardor para conseguirlo.
Criton
Por lo demás, Sócrates, como ya te he dicho, me inquieta y me preocupa mucho la educación de mis hijos; el más joven aún no está en edad, pero Critóbulo, que es el mayor, es ya grande y tiene necesidad de un preceptor que le forme el espíritu. Todas las veces que converso contigo sobre este objeto, quedo persuadido de que es una gran locura desatender su educación, y no pensar más que en casarles con jóvenes ricas y de familias distinguidas. Por otra parte, cuando considero los que hacen profesión de educar a la juventud, si he de decirte la verdad, me aterran, porque me parecen tan indignos como incapaces. Así es, que yo no veo la razón, que pueda obligarme a dedicar mi hijo al estudio de la filosofía.
Sócrates
¡Oh mi querido Criton! ¿No sabes que el Mundo está lleno de gentes que ignoran el oficio de que hacen profesión? ¿Que hay muy pocos que lo sepan, y que merezcan que se haga caso de ellos? ¿No estimas la ciencia económica, la retórica, el arte militar?
Criton
Seguramente, las estimo.
Sócrates
¡Sin embargo, cuántos, entre los que enseñan estas ciencias, te parecerán realmente ridículos! [347]
Criton
¡Por Júpiter! dices la verdad.
Sócrates
Y bien, visto esto, ¿te separarás tú y separarás a tus hijos de todas estas ocupaciones?
Criton
Creo que obraría mal.
Sócrates
No lo hagas, Criton. No mires, si los que son profesores de filosofía son buenos o malos, sino fíjate en la filosofía misma. Si la juzgas mala, separa, no sólo a tus hijos, sino también al resto de los hombres; si la encuentras tal como a mí mismo me ha parecido siempre, aplicaos a ella tú y tus hijos con todas vuestras fuerzas.
{Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate,
tomo tercero, Madrid 1871, páginas 303-347.}
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