Desde las primeras páginas aparece sentado en el Filebo, con las diversas soluciones que puede tener, el siguiente problema: ¿en qué consiste la felicidad del hombre? Filebo responde que en el placer, y Sócrates que en la sabiduría, o quizá en un género de vida superior a la sabiduría y al placer. Para ilustrar esta cuestión, es preciso estudiar sucesivamente, en su naturaleza y en sus elementos, el placer y la sabiduría, compararlos, y reconocer si el uno de los dos encierra el soberano bien; y en otro caso, si es preciso buscar este bien, sea fuera de la sabiduría y el placer, sea en cierta asociación del placer y de la sabiduría reunidos. En esta última idea, arrojada de intento al principio de la conversación, se entreve ya la opinión que la discusión va a dar de sí paulatinamente y poner en evidencia; opinión que será el término del diálogo a que Platón conduce al lector.
Sócrates sienta desde luego en principio que el soberano bien debe ser concebido como bastándose a sí mismo. Esta última condición ha de ser la de la vida del placer o la de la vida sabia, para convertirse la una o la otra en vida dichosa. Preguntémonos, en primer lugar, si el placer, el placer solo, y por sí solo, basta a la felicidad del hombre. La experiencia y la reflexión demuestran que es incapaz. ¿Qué hombre se considera dichoso, aun en medio de los placeres mayores y más vivos, viviendo sin inteligencia, sin memoria, sin ciencia de ninguna clase? No hay uno sólo. Esto es en concepto de que, en los [10] términos en que ha debido sentarse el problema de la felicidad realizada por el placer, este solo, sin ningún elemento extraño, es el que debe constituir la vida dichosa, la vida toda entera. Si es cosa que haya de entrar otro elemento, el placer ya no es el soberano bien, porque entonces no se basta a sí mismo. He aquí el primer razonamiento contra la identidad del soberano bien y del placer. Pero hay más. No sólo el placer, reducido a sí mismo, no hace al hombre dichoso, sino que, examinándolo de cerca, se hace imposible, se desvanece y se anonada él mismo. En efecto, si el placer sólo existe para nosotros con la conciencia de que lo tenemos, y si la idea de un placer, que experimentamos sin saberlo, equivale a la negación del placer mismo, evidentemente con el sentimiento de este se mezcla siempre un elemento de otra naturaleza, cuya exclusión lleva consigo la del placer mismo. Por lo tanto, el placer no se basta, y la vida que puede proporcionar no es apetecible, y si se quiere, ni aun posible, y así no constituye el soberano bien.
Otro tanto debe decirse de la sabiduría. Porque reducida sólo a los bienes de la inteligencia y de la ciencia, por extensa que se la suponga, ningún hombre se consideraría dichoso sin placeres y sin dolores de clase alguna. La vida sabia, como la de placer, no se basta, y por consiguiente, tampoco constituye la felicidad.
Sólo falta que la vida dichosa resulte de una mezcla de la sabiduría y del placer; pero, ¿cuál de los dos será el elemento preponderante, y cuál debe mirarse, no como el bien mismo, sino como causa del bien? Filebo sostiene naturalmente la superioridad del placer; Sócrates está por la sabiduría, y no duda en afirmar que si el primer rango es debido necesariamente a un principio desconocido, que hace dichosa la vida mezclada de los dos elementos en cuestión, da el segundo rango, por corresponderle de derecho, a la inteligencia, porque tiene más [11] afinidad que el placer con este principio de bien, y se ofrece a suministrar la prueba de esta proposición, que sienta en primer término.
La cuestión de preeminencia entre la inteligencia y el placer aparece aquí resuelta con razones metafísicas. Sócrates, volviendo a ideas que no había hecho más que indicar en el principio del Filebo, abraza, en cierta manera, de una mirada todos los seres del universo, y los divide en dos grandes grupos; comprendiendo en el primero los que participan del infinito, que es preciso entender aquí en el sentido de indeterminado, siendo de este número lo más y lo menos, lo fuerte y lo suave; en una palabra, todo lo que se resiste a una determinación precisa; y en el segundo, los seres finitos, es decir, determinados de una manera cualquiera, como lo igual y la igualdad, lo doble, &c. Después de estos dos primeros órdenes de existencia se concibe un tercero, en el que lo indeterminado y lo determinado se combinan, estableciéndose un acuerdo entre lo finito y lo infinito, para producir seres mixtos, tales como la naturaleza sensible nos los presenta. Pero hay un principio de estas tres especies de seres; un principio distinto de todas tres, como una causa es distinta de su efecto. Esta causa productora constituye evidentemente una cuarta especie, que completa la clasificación de todos los seres y de todas las maneras de ser posibles. Si ahora examinamos en qué clase es preciso colocar la vida mezclada de placer y de sabiduría, aceptada ya por una y otra parte como única capaz de constituir la felicidad, es claro que pertenece a esta manera de ser mixta, en la que lo finito y lo infinito se mezclan, porque es propio de la sabiduría y del placer ser a la vez infinitos e indeterminados, por su naturaleza, y finitos y determinados en la vida real. Y así esta existencia se coloca con razón en el tercer rango.
¿Pero a qué orden corresponde el placer, y a cuál la [12] inteligencia, tomados cada uno en sí mismo? Este es el secreto de la preeminencia del uno o del otro, según que por su naturaleza se aproximan o se alejan del primer rango de los seres, del Bien. Admitamos que el placer sea de la especie del infinito, que corresponde al segundo rango en el orden de las existencias; resta saber, si la sabiduría le es superior o no. Es claro, que si por su esencia está más próxima a la causa productora de toda existencia, necesariamente tiene la mayor parte en la mezcla del placer y de la sabiduría, que forma la vida dichosa, y que es más causa de la felicidad que el placer, siendo casi el placer mismo. Esta es efectivamente la conclusión a que llega Sócrates. No concibe un principio de las cosas desprovisto de sabiduría, de inteligencia y de razón; afirma, por el contrario, que este principio es a sus ojos una inteligencia suprema, una sabiduría absoluta, y la prueba la encuentra en el aspecto del universo. Lo compara al hombre, que es un compuesto de agua, de aire, de tierra y de fuego, estos cuatro elementos primordiales de los antiguos, unidos a un alma, fuerza vital y conservadora a la vez, que procede de la causa primera y creadora, y cree firmemente que el universo, que es también un cuerpo compuesto de los mismos elementos, pero más complicado aún y más admirable que el cuerpo humano, no puede menos de tener un alma que le anime y que le gobierne. Esta alma, que bajo tantos aspectos merece los nombres de sabiduría y de inteligencia, es de igual género que la misma causa primera. He aquí por lo tanto la sabiduría identificada con la causa primera, y colocada de hecho por cima del placer. Por lo tanto, en su mezcla con el placer, es la sabiduría verdaderamente el elemento predominante, es decir, el elemento determinante de la felicidad.
Después de esta argumentación, tan fuerte y tan elevada, en favor de la sabiduría, Sócrates, recurriendo a [13] nuevos argumentos propone estudiar en su lugar, en su origen, en sus caracteres y sus diferencias, la sabiduría y el placer; comenzando por este, sin olvidar el dolor, que está estrechamente unido a aquel.
He aquí los resultados de este estudio minucioso y delicado, modelo admirable de análisis psicológico, y que es quizá la parte más interesante del Filebo.
Las afecciones del placer y del dolor pertenecen a una naturaleza finita, dotada de un cuerpo y un alma, a un compuesto de elementos diversos, que aspiran a mantenerse en equilibrio y en una proporción perpetuamente movible y variable, cuyo restablecimiento produce el placer con el orden, y cuya dislocación produce el desorden con el dolor; afecciones que sólo convienen al animal y al hombre, y de ninguna manera a la naturaleza divina, simple e infinita en sí, incapaz igualmente de gozar y de sufrir. Platón relega también al dominio de la fábula la vieja historia de los dioses, y hace concebir, acerca de la persona divina, una idea, que oscurecía aún el antropomorfismo, que en todos tiempos la ha falseado.
Ciertas afecciones sólo tocan al cuerpo, pero el alma tiene también sus dolores y sus placeres, que le son comunes con el cuerpo, gracias a la memoria que guarda, por decirlo así, el recuerdo de todas nuestras modificaciones sensibles, ya de una manera espontánea, pero vaga e incompleta, ya por una reflexión voluntaria, debida clara y completamente al esfuerzo de la reminiscencia. Esta especie de memoria es aquella de la que nace el deseo que se encuentra también unido a la inteligencia.
La verdad y la falsedad son condiciones del placer y del dolor, lo mismo que de nuestras opiniones, tan pronto conformes con su objeto como disconformes; es un placer falso la alegría por un suceso irrealizable; es un dolor falso el temor de una desgracia imaginaria. El placer y el dolor verdaderos tienen siempre un objeto real. [14]
El alma no está necesariamente en un estado continuo de placer o de pena, opinión que concuerda con la precedente: que ciertas afecciones sólo interesan al cuerpo. En efecto, si el alma no tiene conciencia de todos los fenómenos de la sensibilidad, pueden concebirse momentos en que no tenga placer, ni pena.
Platón en este pasaje alude a la opinión, bien conocida en su tiempo en Grecia, de Antístenes y de sus secuaces sobre el placer y el dolor. Era esta la escuela de los cínicos, quienes, por horror al placer y a sus consecuencias, negaban que existiese un placer en sí mismo; y rehusándole todo carácter positivo y real, lo definían la ausencia del dolor. Según ellos no hay placer verdadero. Alejándose de la escuela cínica, Platón toma de ella argumentos contra los sensualistas exagerados, y entre otros el siguiente: «los placeres mayores y más vivos no son los mejores; primero, porque no se obtienen sino a precio de los deseos más violentos y de las necesidades más exigentes, es decir, a precio de los dolores inevitables; y segundo, porque no pertenecen a la vida del sabio, quien sostiene la prudente máxima: nada en demasía; sino que siguen al estragado, que se entrega al placer sin prudencia y sin freno.» Otro argumento de la misma escuela: «gran número de placeres y de dolores, tanto del cuerpo como del alma, propenden a una mezcla íntima, de dolor y de placer, de tal modo confundidos, que es imposible excluir el uno sin el otro, por más que sea justo decir, que tan pronto es el dolor el que predomina, como es el placer.»
Pero la existencia de estos placeres mezclados, no prueba nada contra la realidad de otros sin mezcla, aquellos que Platón llama placeres verdaderos. Estos no tienen por objeto el espectáculo móvil y variable de las figuras, de los colores, de los sonidos, de las apariencias de todas clases, que nos ofrece el mundo sensible, [15] cuyo goce es tan vivo y la privación tan amarga. En un mundo ideal, concebido por el sabio al través de lo real, es donde se encuentra el origen de estos placeres verdaderos, de estos goces de la inteligencia, sin turbación y sin dolor, verdaderamente puros, donde el alma del filósofo busca y encuentra el reposo. Estos placeres sin mezcla de pena son verdaderos para Platón, en el mismo grado que son puros; de suerte que la medida para asegurarse de la realidad de los placeres, no es, ni su magnitud, ni su vivacidad, sino su pureza.
En fin, Platón no duda poner en su verdadero lugar, es decir, por bajo del bien, el placer, en cualquier grado de pureza que se le suponga. El placer no es más que un fenómeno, un accidente, cuya naturaleza participa de lo indeterminado, puesto que pasa perpetuamente de lo más a lo menos, y de lo menos a lo más, en una existencia siempre relativa, que necesariamente supone, por cima de ella, una existencia superior, una causa primera, perfecta y absoluta. El placer, siendo inferior a esta causa, no bastándose a sí mismo, no es el Bien. De aquí esta consecuencia moral: que es indigno del sabio consagrar su vida al placer, puesto que su alma, en lugar de ligarse a su bien y al bien en sí, sería el eterno juguete de una irremediable ilusión. Y luego, ¿qué degradación no sería para la naturaleza y la razón humana colocar su soberano bien en el placer? Porque si se quiere ser consecuente, se convierte él mismo justamente en ley de su vida y medida de todas las cosas. Nada es bien, nada es mal, sino por su repugnancia o su afinidad con el placer; y entonces, ¿dónde están el mérito y la belleza de las cualidades más nobles del alma, la fuerza, la templanza, la inteligencia, la libertad, la abnegación? La lógica inflexible exige que todas estas virtudes sean tenidas en nada desde el momento en que son hostiles al placer, dentro de esta doctrina, según la que el único mal es el dolor, y el [16] único bien es el placer. Toda moral es imposible, y este sistema se patentiza una vez más por el absurdo y por la bajeza de sus conclusiones.
Basta lo dicho sobre el placer. Resta analizar y juzgar la sabiduría, en otros términos, la inteligencia y la ciencia. Platón llega a la conclusión de que con la ciencia sucede lo que con el placer; que cuanto menos relacionada está con los fenómenos y los accidentes, y menos mezclada con elementos contingentes, tanto más se depura. No hay, a decir verdad, ciencia de lo que pasa. La verdadera ciencia es la de las ideas universales y necesarias. Y así las ciencias se dividen en dos órdenes: conocimientos empíricos, de un orden inferior, y ciencias racionales y reguladoras, tales como la aritmética, la geometría, la metafísica, la moral. Y aun estas han sido concebidas y practicadas por el común de los hombres diferentemente que por los sabios que las han profundizado, lo cual no es de extrañar.
La más pura, la más alta, la más verdadera de las ciencias es la que se ocupa de la verdad inmutable y eterna, de lo que no puede mudar, ni concluir; ciencia, que Platón ha llamado Dialéctica. Nada hay por cima de ella, puesto que tiene por objeto el ser mismo, absoluto y perfecto. Esta ciencia es la sabiduría misma. Ahora bien, ¿es capaz por sí sola, mejor que el placer, de hacer al hombre dichoso?, ¿es el soberano bien? No, porque la vida puramente contemplativa, que ella promete al alma humana, no la satisface. Esta pura sabiduría no es superior al placer solamente, sino que sobrepuja a la naturaleza humana, que no pudiendo aspirar a tanto, no encuentra en ella su bien, por lo menos en esta vida. Y así, lo mismo que la vida del placer, la vida sabia no es la vida dichosa.
Pero si la felicidad no consiste en el solo placer, ni en la sola ciencia, ¿dónde residirá? Platón concluye [17] resueltamente, que debe encontrarse en la combinación del uno con la otra.
No entiende por esto la mezcla confusa de todos los placeres con todas las ciencias, sino la asociación de los placeres puros con las ciencias puras por el pronto; y una vez adquiridas estas, abre la puerta a todas las demás ciencias, porque son necesarias al hombre en las condiciones de este mundo. Pero destierra absolutamente de la mezcla todos los placeres impuros y desmedidos, no menos enemigos de la felicidad que de la razón del hombre. En esta mezcla, las proporciones, ¿son absolutamente iguales?, ¿entra el placer del mismo modo que la ciencia? no. Se comprende, que la ciencia tiene más parte en nuestra felicidad, porque es la más pura y durable, y está más cerca del bien absoluto que del placer; conclusión, a la vez filosófica y moral, digna de poner fin a esta sabia e interesante discusión.
{Obras completas de Platón, por Patricio de Azcárate,
tomo tercero, Madrid 1871, páginas 9-17.}
No hay comentarios:
Publicar un comentario