Esteban Aguilar Orellana; Giovani Barbatos Epple;Ismael Barrenechea Samaniego; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; Rafael Díaz del Río Martí;Alfredo Francisco Eloy Barra ;Rodrigo Farias Picon; Franco Antonio González Fortunatti;Patricio Ernesto Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda;Jaime Jamet Rojas;Gustavo Morales Guajardo;Francisco Moreno Gallardo; Boris Ormeño Rojas;José Oyarzún Villa;Rodrigo Palacios Marambio;Demetrio Protopsaltis Palma;Cristian Quezada Moreno;Edison Reyes Aramburu; Rodrigo Rivera Hernández;Jorge Rojas Bustos; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala;Marcelo Yañez Garin;Katherine Alejandra del Carmen Lafoy Guzmán;Paula Flores Vargas;
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Curso de ciencias bíblicas en la parroquia de Guadalupe de la comuna de Quinta Normal, años 2009
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INTRODUCCIÓN GENERAL. 1. Nociones generales. 2. Nombres de la Biblia. 3. Divisiones y partes de la Biblia. 4. La revelación bíblica: acción y palabras divinas. 5. La Biblia y la Iglesia. 6. Interpretación de la Biblia. 7. El mensaje de la Biblia. 8. Biblia, vida cristiana y Liturgia. 9. Biblia y Teología. 10. La Biblia y los no católicos. 11. Biblia y Cultura.
1. Nociones generales.
Llamamos B. o Sagrada Escritura (S. E.) a la colección de libros que «escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios como autor, y como tales libros inspirados han sido entregados a la Iglesia» (cfr. Conc. Vaticano I, EB n° 62). El hecho de la existencia de unos libros sagrados, escritos bajo esa gracia especial qué llamamos inspiración divina (v. infra, III: INSPIRACIÓN), ha sido siempre una verdad de fe confesada en la Iglesia. De modo paralelo, el pueblo del A. T. ya desde varios siglos antes de Jesucristo tenía la clara y firme conciencia de poseer esas Sagradas Escrituras. La explicación teológica de la naturaleza o esencia de tales libros, en ;otras palabras, en qué consista el fenómeno sobrenatural de la inspiración divina de la S. E., ha ido, sobre la base de esa fe, desarrollándose en sus expresiones y perfilándose en su explicación a lo largo de los tiempos, a impulsos del esfuerzo teológico y de la orientación del Magisterio Eclesiástico. En la definición o descripción de la B., arriba expuesta, se pueden apreciar ya dos características primarias de los libros que la componen: a) son divinamente inspirados (v. in), y b) tienen a Dios por autor principal (v. Ib.). Cuáles son en concreto los libros que componen la B., y qué criterios o normas han de aplicarse para reconocerlos, es objeto del tratado teológico llamado Canonicidad de la S. E. (V. II: CANON BÍBLICO).
2. Nombres de la Biblia.
El nombre castellano Biblia es una trascripción del latín. En latín clásico era un lural neutro; en la Edad Media fue tratado como sing. fem., y así pasó a las lenguas modernas. Pero a su vez, la voz latina era una trascripción de la griega tú biblía, plur. neut., derivado del sing. biblíon, originariamente diminutivo de biblos=libro, hoja escrita. Biblíon y su plur. biblía perdieron en griego su valor diminutivo, en favor del valor normal, que es el que pasó a las lenguas europeas. El nombre de B. corresponde al hebraico séfer (plur. sedarim) = documento(s) escrito(s), libro(s), nombre con el que ya en el A. T. designaron los hebreos algunas veces a sus libros sagrados (cfr. Is 34,16; Dan 9,12; 2 Esd 8,8).
En la antigüedad cristiana se empleó mucho el nombre de Escritura o Sagrada Escritura (o en plur. respectivamente), correspondientes a los latinos Scriptura, Sacra Scriptura, Scripturae, Scripturae Sacrae, y a los griegos hé grafé, hé grafé hé hagia, ha¡ grafai ha¡ hagíai. También ha sido muy usada la fórmula Antiguo y Nuevo Testamento, del latín Vetus et Novum Testamentum, que es traducción de la expresión griega hé palaia kai hé kainé diathéké; esta fórmula proviene de las dos grandes partes que abarca la B., y se relaciona con el vocablo hebreo berith (=alianza, v.). Los hebreos llaman normalmente al conjunto de los libros que integran el A. T. Thóráh, Neb?'Ym weKethúbim (=Ley, Profetas y Hagiógrafos), indicando con ello los tres grandes grupos de libros que lo integran. Finalmente, los cristianos aplican otros títulos y nombres a la B., como libros canónicos, libros santos, Sagradas Letras, Palabra de Dios, etc.
3. Divisiones y partes de la Biblia.
Las dos grandes divisiones o partes de la B., Antiguo y Nuevo Testamento, proceden de los más antiguos tiempos cristianos. Esta división se relaciona con las dos etapas sucesivas de la historia de la salvación: El A. T. (v.) comprende los libros sagrados en los que se recogen las antiguas intervenciones divinas en la historia del pueblo israelita, intervenciones por las que Dios prometió a los patriarcas y profetas los bienes mesiánicos para ese pueblo y para la humanidad. El N. T. (v.) designa los libros en los que, merced a la obra salvífica y redentora de Jesucristo, Mesías prometido e Hijo de Dios, se anuncia y relata el cumplimiento de las antiguas promesas divinas precisamente en Jesucristo y la puesta en marcha del nuevo y espiritual pueblo de Dios, la Iglesia, instrumento universal de salvación y sucesor del pueblo veterotestamentario.
En total, la B. se compone de 73 libros, de los cuales 46 constituyen el A. T. y 27 el N. T. La lista completa de ellos, según el orden usual en la Iglesia Católica, desde el Conc. de Trento (Sess. 4a, del 8 abr. 1546: Denz.Sch. 15021503), es:
a) Antiguo Testamento: (Históricos) : 1. Génesis, 2. Éxodo, 3. Levítico, 4. Números, 5. Deuteronomio, 6. Josué, 7. Jueces, 8. Rut, 9. 1° de Samuel (=1° de Reyes), 10. 2° de Samuel (=2° de Reyes), 11. 1° de Reyes (=3° de Reyes), 12. 2° de Reyes (=4° de Reyes), 13. 1° de Crónicas o Paralipómenos, 14. 2° de Crónicas o Paralipómenos, 15. 1° de Esdras, 16. 2o de Esdras, o Nehemías, 17. Tobías, 18. Judit, 19. Ester; (Sapienciales o didácticos) : 20. Job, 21. Salterio o libro de los salmos, 22. Proverbios (=Parábolas), 23. Eclesiastés, 24. Cantar de los Cantares, 25. Sabiduría, 26. Eclesiástico; (Proféticos) : 27. Isaías, 28. Jeremías, 29. Lamentaciones o Trenos de jeremías, 30. Baruc, 31. Ezequiel, 32. Daniel; (doce profetas menores): 33. Oseas, 34. Joel, 35. Amós, 36. Abdías, 37. Jonás, 38. Miqueas, 39. Nahum, 40. Habacuc, 41. Sofonías, 42. Ageo, 43. Zacarías, 44. Mala
quías; (últimos históricos): 45. 1" de Macabeos, 46. 2° de Macabeos.
b) Nuevo Testamento: (Históricos): 47. Evangelio según S. Mateo, 48. Evg. según S. Marcos, 49. Evg. según S. Lucas, 50. Evg. según S. Juan, 51. Hechos de los Apóstoles; (Didácticos, a. Epístolas de S. Pablo): 52. Romanos, 53. la Corintios, 54. 2a Corintios, 55. Gálatas, 56. Efesios, 57. Filipenses, 58. Colosenses, 59. la Tesalonicenses, 60. 2a Tesalonicenses, 61. la Timoteo, 62. 23 Timoteo, 63. Tito, 64. Filemón, 65. Hebreos; (b. Epístolas Católicas): 66. la de Pedro, 67. 2a de Pedro, 68. la de Juan, 69. 2a de Juan, 70. 3a de Juan, 71. Santiago, 72. Judas; (Profético): 73. Apocalipsis.
En los artículos de la Enciclopedia correspondientes a cada uno de estos libros o escritos que componen la B., puede verse el origen, autor, época de composición, contenido y demás datos sobre los mismos.
El A. T. fue dividido por los hebreos en tres partes: la, Thóráh (=Ley, o Pentateuco), que comprendía los 5 primeros libros de la lista dada. 2a, Nebi'im (=Profetas), divididos en Nebi'im hare'sonim (=profetas anteriores), que son desde Josué al 4° (=2o) de Reyes, y Nebi'im ha'ajarónim (=profetas posteriores), que comprenden desde Isaías hasta Malaquías. 311, Kethúbim (=Hagidgrafos), el resto de los escritos sagrados (Ps, Prv, Iob, Cant, Ruth, Lam, Eccl, Est, Dan, Esd, Neh, 1 y 2 Chro o Par).
Esta división del A. T. fue sustancialmente recibida por la Iglesia, con algunas matizaciones (cfr. con la lista que hemos dado, usual desde el Conc. de Trento). Hoy día en la Iglesia la división más corriente es la llamada lógica, porque hace relación especialmente con el contenido de los libros; es la expuesta anteriormente, al hacer la enumeración completa de los escritos bíblicos; consta de tres grandes divisiones: históricos, sapienciales y proféticos, que se aplican paralelamente a uno y otro Testamento. Anterior a esta división, fue usual en las iglesias y en los documentos antiguos distribuir los libros
del N. T. en dos grandes secciones: Evangelio y Apóstol; la primera eran los cuatro evangelios canónicos (Mt, Mc, Lc y lo); Apóstol designaba de modo genérico el resto de los escritos; con ello se quería hacer referencia a la distinción entre escritos derivados directamente de la predicación de Jesús (Evangelio) o de los Apóstoles (Apóstol). Pero desde la Edad Media se hizo prevalente el uso de la división lógica.
Además, los antiguos hebreos dividieron el A. T., para la lectura cíclica en las reuniones sinagogales de las festividades religiosas (v. FIESTA II), según dos sistemas: 1°) ciclo trienal, según el cual la Thóráh o Ley se dividía en 167 órdenes o sedarim; 2°) ciclo anual, con arreglo al cual la Thóráh era dividida en 54 secciones o parasiyyóth. Éste es el que prevalece todavía entre los judíos. A las lecturas de la Ley se añaden lecciones selectas de los libros proféticos o haftaróth. En ciertas festividades se leen también los cinco rollos o meguillóth (el Cant en Pascua, Rut en Pentecostés, Lam en la conmemoración de la caída de Jerusalén a manos de Nabucodonosor, Eccli en Tabernáculos, Ester en Purim).
En la antigüedad cristiana, a su vez, en las celebraciones eucarísticas eran leídas junto con secciones selectas del A. T., todos los libros del N. T. cíclica y ordenadamente, en una doble lectura en cada sesión litúrgica: de un lado, las secuencias cursivas de los cuatro Evangelios; de otro, lecciones también cursivas del «Apóstol», e. d., del resto del N. T., especialmente de las Epístolas. De este uso queda constancia en los antiguos códices, por los signos que indican el comienzo de la lección arjé, y el final de la misma, télos. A partir del s. v o vi fue prevaleciendo la costumbre de leer sólo pasajes selectos, tanto del A. T. como del N. T., uso que ha dominado hasta la reforma actual de la liturgia eucarística, tras el Conc. Vaticano II (v. PALABRA III).
Los antiguos escribas (sóferim) hebreos dividieron el A. T. en versículos (pesúq¡m); al final de cada libro, hacia los s. viVII d. C., los masoretas (v. ANTIGUO TESTAMENTO II: Historia del texto hebreo del A. T.) consignaron el número total de vers. que lo componían (masora finalis). Fuera de esto, antiguamente se recurría a procedimientos variados para citar los pasajes de la B.; p. ej., en Mc 12,26 se cita Ex 3,6 diciendo: «en el libro de Moisés, en lo de la zarza...». Para facilitar las citas se fueron introduciendo en el uso cristiano varias divisiones en párrafos relativamente largos, capítulos (capita, kefálaia). La actual división de la B. en capítulos se debe a Stephan Langton hacia 1214, que la introdujo en las copias de la versión latina de la Vulgata en uso entre los estudiosos de la Univ. de París; de allí se fue propagando hasta ser generalmente admitida en las ediciones impresas en todos los idiomas. Posteriormente, Sanctes Pagnini dividió cada capítulo en versículos numerados, en la edición latina de la B. hecha en Lyon en 1528. Pagnini añadió los números de los versículos al margen de las líneas, pero sólo en los libros protocanónicos (v. II: CANON) de ambos Testamentos; para el A. T. siguió las divisiones en versículos hechas ya por los masoretas. Hacia mediados del mismo s. XVI, Roberto Stephan extendió el sistema a los libros deuterocanánicos. Así surgió la actual división en capítulos y versículos.
4. La revelación bíblica: acción y palabra divina.
El hombre ha buscado y conocido a Dios en todo tiempo, sintiéndolo lejano y próximo a la vez. Lejano, porque la presencia de Dios se escapa a los sentidos corporales y trasciende incluso el espíritu humano. Próximo, sin embargo, porque la acción divina se manifiesta poderosa, rodeando al hombre en su mundo. Al expresar ese conocimiento que habían alcanzado de Dios es frecuente que los textos y tradiciones religiosas hablen de «revelaciones»; las antiguas culturas de Egipto (v.), de Sumer y Assur (v. SUMERIA; ASIRIA), de la India (v.) o de Persia (V. IRÁN), los oráculos de la antigua Grecia (v.), han dejado «textos sagrados» en que, cada uno a su modo, ofrecen diversas manifestaciones, «revelaciones», mensajes, etc., de la divinidad. Un análisis de esos textos según lo que ellos mismos nos dicen y valorados desde la fe cristiana nos manifiesta que la palabra revelación en esos casos ha de entenderse en un sentido lato: con ella se hace referencia al manifestarse de Dios en la creación, al reflejarse del poder divino en el mundo y en las cosas, percibido por el hombre en el uso normal de su inteligencia, acompañado a veces de experiencias subjetivas (oración intensa, etc.). En otras palabras, hay una diferencia cualitativa entre lo que ocurre en otras religiones y lo que acontece en Israel, y luego en la Iglesia, que están edificados sobre una Revelación en sentido propio: es decir, no un mero manifestarse de Dios a través de las cosas creadas, sino un formal hablar de Dios (V. REVELACIÓN I).
En virtud de su designio gratuito y libre Dios se escogió un pueblo para mostrarse a él en una manifestación pura y progresiva, para constituirlo como su verdadero testigo ante toda la humanidad . «Dios, que en diversas ocasiones y de muchos modos habló en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas, en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo...» (Heb 1,1). En efecto, esta larga revelación, esta milenaria Palabra de Dios á los hombres ha sido consignada por escrito en los libros de ambos Testamentos. «Este plan de la revelación se realiza con palabras y gestos intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina, y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas. Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación de Cristo, que es, a un tiempo, mediador y plenitud de toda la revelación» (Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum n° 2).
Así, la B. nos refiere la historia de la Palabra de Dios, la palabraacción de Dios que se revela, llama y salva a los hombres. Su carácter de acontecimiento libre, de historia, distingue la revelación bíblica de todo otro conocimiento de Dios, que nace en cambio de una reflexión sobre el mundo y las cosas. Con esa diferencia se une otra, aún más radical: la revelación que la B. transmite, fruto de la liberalidad divina, ha consistido en el comunicarnos Dios su intimidad: sabemos ahora de Dios no sólo lo que de Él se refleja en las criaturas, sino su misma vida íntima. Y a la vez conocemos por entero nuestro destino: estamos llamados a la amistad con Dios. Las ansias de eternidad que hay en el corazón humano, la inquietud ante la experiencia del mal..., alcanzan así su explicación definitiva. Es verdad que no todo se aclara desde el primer momento; la revelación bíblica es verdaderamente progresiva, creciente hasta llegar a su plenitud: Jesucristo; pero desde el comienzo el hombre es situado en una nueva dimensión: el hombre se encuentra vitalmente ante Dios, que ha salido antes a su encuentro, que se le ha dado primero en los profetas y luego en Jesucristo y que le exige una correspondencia total de fe, de entrega, de amor.
5. La Biblia y la Iglesia.
El Conc. Vaticano II, sobre todo los párrafos 8, 9 y 10 de la Const. dogmática Dei Verbum, resume auténticamente la doctrina cristiana sobre las íntimas y esenciales relaciones existentes entre la B., Sagrada Tradición (v.) y Magisterio (v.) de la Iglesia, que «según el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tienen consistencia el uno sin los otros, y que juntos, cada uno a su modo, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas» (Dei Verbum, no 10).
Dios no se manifestó a hombres aislados, sino que eligió a un pueblo y se fue manifestando a 61 a lo largo de la historia. Para ello actuó en su beneficio, prodigando su misericordia a la vez que, a través de personas escogidas a las que hablaba y se comunicaba, le iba dando a conocer el sentido de sus obras, los designios de su voluntad y el contenido de sus promesas. Por eso la B. es inseparablemente Palabra de Dios y libro de un pueblo, ya que en ella, a impulsos del Espíritu Santo, se recoge la historia de la misericordia de Dios con los hombres, los gestos y las palabras de los profetas, y también la respuesta de docilidad, y en ocasiones de rebeldía, del pueblo escogido por Dios. Es libro divino, y al mismo tiempo profundamente humano, lo más santo y verdadero, aunque en él se reflejan, por auténtico, las debilidades de los hombres que protagonizaron la historia bíblica.
Finalmente, en el N. T., y de modo especial en los cuatro Evangelios (v.), se nos conserva por escrito, de modo singularísimo, de un lado, el testimonio de Jesucristo que constituye la mayor revelación posible de Dios Padre, por ser su Palabra Encarnada, y de otro, el testimonio acerca de Jesucristo de los testigos, también singulares que fueron los Apóstoles (v.) y aquellos otros varones apostólicos, discípulos directos 'de los apóstoles. «Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para la salvación de los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera trasmitiendo a todas las generaciones. Por ello Cristo Señor, en quien se consuma la revelación total del Dios sumo (cfr. 2 Cor 1,30; 3,164,6), mandó a los apóstoles que predicaran a todos los hombres el Evangelio (cfr. Mt 28,1920), prometido antes por los profetas, lo completó y promulgó con su propia boca, como fuente de toda verdad salvadora y de la ordenación de las costumbres. Lo cual fue realizado fielmente, tanto por los apóstoles, que en la predicación oral comunicaron con ejemplos e instituciones lo que había recibido por la palabra, por la convivencia y por las obras de Cristo, o habían aprendido por la inspiración del Espíritu Santo, como por aquellos apóstoles y varones apostólicos que, bajo la inspiración del mismo Espíritu Santo, escribieron el mensaje de la salvación» (Dei Verbum, n° 7).
Hay así en el nacimiento y origen de la B. un sucederse y entrecruzarse de factores. Ante todo, y en primer lugar, la Revelación divina: las acciones con las que Dios interviene en la historia y las palábras proféticas con las que manifiesta el sentido de sus acciones y se revela a sí mismo. Está después el conservarse y transmitirse de esa Palabra de Dios, en el pueblo de Israel y la Iglesia naciente que, por obra de los Apóstoles, asistidos por el Espíritu Santo, recibía el testimonio de los dichos y hechos de Cristo y vivía de ellos. En tercer lugar (y en ocasiones contemporáneamente a lo anterior, ya que ha habido profetas escritores, etc.) el ser puesta por escrito la Palabra divina; acción en la que de nuevo interviene el Espíritu Santo, y con un carisma especialísimo: la inspiración. Los libros que componen la B. son por eso, en primer lugar, obra de Dios, que es su autor supremo y principal. Son también obra de un hombre que los ha compuesto y escrito, bien recogiendo tradiciones orales precedentes, bien poniéndolo originalmente, y actuando tanto en un caso como en el otro bajo la inspiración divina. Son finalmente, y en un sentido lato, obra de Israel, y de la Iglesia primitiva, cuya vida se refleja en ellos. Pero hay más, ya que, si bien la misión salvífica de Israel culminó cuando nace la Iglesia, ésta en cambio no pasa. Su tarea no termina con la redacción de las Sagradas Escrituras, sino que sigue viva y asistida por Cristo. En ella pervive la Tradición; ella es la depositaria legítima y el intérprete auténtico de la B.
La Iglesia ha custodiado, de generación en generación, el sagrado depósito de la Revelación divina escrita, y ha conservado este depósito de una manera viva: en el uso litúrgico (v. LITURGIA); en la predicación (v.) de sus pastores; en la enseñanza del Magisterio eclesiástico (v.); en la defensa frente a los falsos escritos, que en ciertas ocasiones pretendían presentarse como libros sagrados, etc. De modo semejante, y en íntima relación con esa custodia sagrada, la Iglesia ha sido el intérprete seguro y auténtico del sentido de la B. y de su mensaje, frente a toda especie de interpretaciones subjetivas.
6. Interpretación de la Biblia.
La B., en cuanto conjunto de libros dirigidos a los hombres y escritos por hombres, puede ser analizada de acuerdo con las reglas y los métodos de interpretación racional, literaria e histórica, que se usan para acercarse y profundizar en todo documento del pasado. En este aspecto, la Iglesia católica proclama la legitimidad de quien intenta, con los métodos correctos de la ciencia de su tiempo y con el recto espíritu de verdad, escudriñar los valores de la B.
Ahora bien, en cuanto que no es sólo obra humana sino que tiene al mismo Dios como autor principal, la interpretación de la B. no se agota, ni mucho menos, con los métodos racionales de investigación, ni éstos son el árbitro supremo de dicha interpretación. Por el contrario, tanto los resultados de la investigación racional, como la aplicación de los propios métodos racionales a la interpretación, deben estar subordinados al' juicio último y a la dirección suprema de la Iglesia, la cual, como auténtica depositaria de la B. (v. supra, 5), es el autorizado intérprete de la misma, y el árbitro en definitiva del verdadero sentido de los escritos sagrados, tanto en su conjunto, como por lo que atañe a los diversos pasajes que los integran. Pues, en definitiva, Dios ha dado a la humanidad el sagrado depósito de la B. no de una manera indiscriminada, sino como depósito vivo en la Iglesia, para que lo guarde, lo interprete y lo dispense a sus propios hijos y a todos los hombres, con vistas a la salvación eterna (v. 111, 10). Por tanto, cuando la Iglesia define el sentido de un pasaje, o un aspecto del sentido total de la B., o condena como errónea alguna interpretación propuesta, su enseñanza debe ser aceptada con la misma fe con que se acepta la B. misma: es en efecto el mismo Espíritu Santo que movió a escribir los libros santos el el que asiste a la Iglesia cuando los interpreta.
7. El mensaje de la Biblia.
Decir que la B. nos habla de Dios es decir mucho, pero no es decirlo todo. La B., podemos decir, no nos habla de Dios a la manera de los otros libros, sino que nos habla en nombre de Dios, lo cual es distinto.
Los libros que la componen no están escritos por mera iniciativa humana, sino que son fruto de esa acción especial de Dios a la que llamamos inspiración: la B. es por eso palabra que Dios dirige a la humanidad entera. Pero además Dios no se ha retirado del mundo una vez redactadas las Escrituras, sino que continúa obrando en los corazones: la lectura religiosa de la B. no es algo que acontezca al margen de Dios, sino acto que Dios acompaña con su gracia ayudando a entender su palabra y moviendo a identificarse con ella. No olvidemos además que en la B. Dios nos habla de Sí mismo, y lo hace de una manera viva. Nos habla no a la manera de un maestro que analizara fríamente un tema objeto de su investigación, sino a la manera de un amante que se da a conocer a aquellos a quienes ama. En la B. Dios nos habla de Sí mismo y de su amor por nosotros, y lo hace narrándonos sus misericordias: sus intervenciones pasadas en favor nuestro, que son como la incoación o anticipo de la plenitud de amor que nos tiene preparada. Por eso, fundamentalmente, la B. es una historia de salvación (v.), o mejor dicho, la historia de la salvación humana. Y en el medio de esa historia se alza algo radical: la Cruz de Jesús, seguida de su Resurrección (v.). En efecto, la Cruz es la gran verdad de esa historia: para salvar al mundo, Dios se hace hombre y se deja enclavar en la cruz como un malhechor y al tercer día resucita de entre los muertos. Así salva Dios a la humanidad del pecado y de la muerte, de la intramundanidad. La Encarnación MuerteResurrección, o dicho de otro modo, la entera vida del DiosHombre, Jesucristo, es, efectivamente, el centro de la B.: desde las primeras páginas del Génesis, hasta las últimas del Apocalipsis, todo tiende primero y depende después del «Cordero muerto y resucitado». Y una vez que la cruz ha sido alzada en las afueras de Jerusalén y en el centro de la historia, ésta y el mundo no pueden tener sentido alguno al margen de esa cruz. En esos momentos la historia de la salvación alcanza su punto culminante: Dios lleva su amor a los hombres hasta el extremo de humillarse hasta la muerte; Dios Padre envía a su Hijo como redentor, y el Hijo acepta gustoso la muerte ofreciendo un sacrificio perfecto que alcanza la plena victoria sobre el mal y sobre el pecado, más aún, que sobreabunda, y el Espíritu Santo se difunde sobre los hombres. Ahí está la paradoja: para vivir, hay que morir. Toda la B. confluye ahí. El mensaje de la B. es, en su profundidad, incomprensible si se ignora, si no se acepta en la fe el «misterio de Jesús». Antes de Jesús, todo es promesa, preparación, espera. Después, todo es cumplimiento, realidad, aunque también en esperanza y en fe, hasta que llegue la «consumación de los siglos».
Porque la historia bíblica no sólo nos narra episodios de la vida pasada y nos ilustra sobre nuestra situación presente, sino que es también profecía, anuncio de lo que acontecerá en un final o momento y etapa definitiva que ella misma da a conocer. El comienzo de esa historia es la creación del hombre y su inmediata elevación a un estado de justicia y santidad, de felicidad, dramáticamente perdido. Su centro, Cristo. El final es la visión de la futura y escatológica ciudad de Dios. En otras palabras, la revelación de lo que será la humanidad cuando la ejecución del plan salvífico de Dios en Cristo Jesús llegue a su fin. Esta historia bíblica se desarrolla a través del tiempo y del espacio, sin que podamos fijar siempre y exactamente los términos dentro de unas coordenadas. Podemos reconocer unas como edades con tal de que no urjamos precisaciones, que la historiografía bíblica no ha intentado:
la Después del paraíso (v.) perdido corrieron lentamente los tiempos, en los que Dios parece haber abandonado a la humanidad a su propia suerte: en el discurso a los atenienses en el Areópago, S. Pablo llama a esta edad los «tiempos de la ignorancia» (chronoi tés agno£as: Act 17,2930), y en su carta a los Romanos, «tiempos de la paciencia (anoché) de Dios» .(Rom 3,26); en el discurso a los ciudadanos de Licaonia habla Pablo de que en esa edad Dios permitió (eíasen) que las gentes siguiesen sus propios caminos (Act 14,16). Durante este periodo Dios «tiene paciencia», tolera que la humanidad experimente en sí misma las funestas consecuencias del pecado y de la ignorancia del verdadero Dios. Pero ese abandono es sólo aparente: Dios no se olvida de los hombres, y, como dice el mismo S. Pablo, continúa constantemente dándoles signos de su presencia y realidad (Act 14,17). La sombra del redentor, Cristo, se proyecta de algún modo sobre los tiempos que anteceden a su venida, ya que, en los planes divinos, todo está ordenado a hl.
2a Llegado un determinado momento, Dios interviene en la historia humana: es la vocación de Abraham (v.), seguida de la promesa: «en ti (en tu descendencia) serán benditas todas las tribus de la tierra» (Gen 12,3). Éste es el «tiempo de la promesa», chronos tés epaggelías, según el discurso de S. Esteban (Act 7,17). Desde aquí, la humanidad anda dividida: de un lado, el pueblo que nace de Abraham; de otro, el gran resto de la humanidad, los gentiles. La vida humana fuera del pueblo elegido ha tenido que regirse en base a los principios esculpidos por Dios en la conciencia (cfr. Rom 2, 1215); esos hombres, pues, podían ser justificados mediante el cumplimiento de la ley natural y habida cuenta de los méritos futuros de Jesucristo. Pero la humanidad, en gran proporción, ahogó la voz de su conciencia y vivió en el pecado (cfr. Rom 1,1832). Y en Abraham hace Dios una promesa que incluye la bendición en él de «todas las familias de la tierra» (Gen 12,3).
3a Una nueva intervención divina inicia como una tercera edad, el «tiempo de la Ley», chronos toú nomoú. Dios elige esta vez a Moisés (v.), revelándole su propia intimidad en el episodio de la zarza ardiente (Ex 3,1417) y estableciendo un pacto, la Alianza (v.) del Sinaí (v.) (v. t. LEY vii, 3; . cfr. Ex caps. 1924; Dt cap. 29). Mediante este transcendental acto de la Alianza, Dios constituye a los clanes hebreos en su pueblo, el pueblo de Dios. Desde entonces (s. XIII a. C.) hasta Jesucristo, la historia bíblica no es otra que la historia de la Alianza antigua, la historia del Antiguo Testamento.
La Alianza será el punto de arranque del pueblo veterotestamentario, el centro del resurgimiento hacia el cual deberá tornar una y otra vez después de sus crisis y de sus caídas, para volver ,y permanecer fiel a su vocación de pueblo de Dios. En momentos graves, o especialmente solemnes, se renovará la antigua Alianza. Sucederán épocas diversas: la de la conquista de Canaán (v. PALESTINA) bajo el caudillaje de Josué (v.) (fines del s. XIII a. C.); el periodo de las tribus dispersas (s. XII y primera mitad del xi; v. ISRAEL, TRIBUS DE), agrupadas parcial y ocasionalmente bajo los jueces (v.); los largos siglos de la monarquía (s. XIVI a. C.; v. ISRAEL. REINO DE, y JUDA, REINO DE), en los que los profetas (v.) hebreos ejercitarán un transcendental ministerio religioso y volverán a exhortar al pueblo y a sus dirigentes para que retornen al espíritu auténtico de la Alianza y de la Ley; la gran crisis nacional y religiosa del exilio de Babilonia (s. VI a. C.), terrible prueba de la que el alma insraelita se rehace gracias a la ayuda que le viene de Dios por los profetas y de algunos dirigentes de profunda religiosidad, como Nehemías y Esdras (v.); y, finalmente, el largo periodo posexílico (s. V al I a. C.), no exento de peligros y momentos graves, como la helenización forzada a la que quisieron someter los monarcas seléucidas de Siria (v.) a los judíos y contra la que éstos se sublevaron bajo el caudillaje de los Macabeos (v.) ~(s.' ii a. C.).
Durante estos largos siglos se fue forjando el alma israelita. A impulsos del Espíritu divino los jueces, los Reyes y los caudillos defendieron la independencia nacional, base de la conservación de la pureza monoteísta de la religión veterotestamentaria. A impulsos del mismo Espíritu, los Profetas fueron profundizando en la fe de Israel: unos subrayaron la responsabilidad moral y social del pueblo de Dios (v. AMós); otros el infinito y entrañable amor de Dios por su pueblo (v. OSEAS); o la inefable trascendencia de la majestad divina (v. ISAIAS); o bien la necesidad de fidelidad a la Alianza y la confianza sin límites en Dios (v. JEREMÍAS); o la responsabilidad individual frente al anonimato de la colectividad (v. EZEQUIEL); etc. Mientras tanto, un río conductor de la esperanza se fue haciendo cada vez más caudaloso, formando el cauce de la predicación profética: el mesianismo (v.) veterotestamentario, que tendrá su cumplimiento en la persona y en la obra de Jesús el Cristo, el Mesías (v. JESUCRISTO I). Al mismo tiempo, y sobre todo en los últimos siglos de la historia veterotestamentaria, y también a impulsos del mismo Espíritu divino se ha ido desarrollando la sabiduría (v.) hebrea: espíritus selectos, iluminados por Dios, formados en la meditación de la Ley y en las enseñanzas de los profetas y cultivados en la reflexión profunda sobre las cosas de la vida presente, irán labrando una literatura sapiencial, en la que se unen elementos religiosos y morales, empapado todo de una profunda piedad. El fruto de ello serán los sabrosos libros sapienciales (v.) del A. T. que completarán el alma humana y la religiosidad de Israel, preparándola para la venida del Mesías Salvador en la «plenitud de los tiempos».
4a Por fin: la «plenitud de los tiempos»: la Encarnación (v.) del Verbo de Dios, Jesucristo (v.). Por su vida sobre la tierra, por su sacrificio en la cruz seguido de su resurrección (v.) gloriosa, Jesús alcanza la victoria sobre los poderes y fuerzas que esclavizan a la humanidad. Jesús trae como una nueva y definitiva creación, aunque muy distinta de la primera. Él es el nuevo Adán (v.), según la imagen de S. Pablo, primogénito de toda la creación renovada; él es el generador en espíritu del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, no asentada sobre la «carne y la sangre», sino sobre el espíritu y la caridad y la Nueva Alianza en la propia sangre de Jesús. Por su resurrección y ascensión al estado glorioso, la humanidad de Jesús, unida a su divinidad en la misma y única persona del Verbo (unión hipostática), recibe de Dios Padre el Señorío sobre toda la creación, visible e invisible, terrestre y celestial: han comenzado los últimos tiempos, el éschaton. Los Apóstoles, animados por el Espíritu Santo, dan testimonio de Cristo y, por el Bautismo, incorporan a Él a los nuevos creyentes. Las palabras y los escritos apostólicos, o de varones que han recogido su testimonio, son recibidos por la Iglesia, que edificada sobre la Palabra divina y sobre los sacramentos, se difunde por la tierra. Es el tiempo o edad en que ahora nos encontramos: el tiempo de la Iglesia, el tiempo de la incorporación a Cristo por la fe y la gracia, el tiempo de la prueba en el que al refrendar con la perseverancia la fe se prepara la eternidad.
5a Pero la historia presente no está cerrada en sí misma; la muerte no es un fin, sino un comienzo. Nos encontramos ya en los tiempos definitivos, porque en Cristo se han cumplido todas las promesas, pero esas riquezas definitivas aún no se han manifestado en toda su plenitud y las tenemos sólo en esperanza (cfr. Rom 8,24; 1 lo 3,2 ss.). Con la muerte se manifiesta el juicio de Dios y la eficacia de su acción salvadora: quienes han rechazado su palabra reciben el castigo por sus pecados; quienes la han acogido alcanzan la visión de Dios. El juicio de Dios culmina cuando los tiempos terminen, resuciten los cuerpos y Cristo, viniendo en gloria y majestad, se presente como juez universal. El tiempo dará entonces paso a la plenitud de la eternidad, y Dios reinará con sus santos sobre todas las cosas (v. ESCATOLOGÍA).
8. Biblia, liturgia y vida cristiana.
La palabra de Dios, contenida en la B., no es una realidad que resonó hace siglos, cuando fue anunciada por boca de los profetas, evangelistas, etc., y que después ha dejado paso al silencio, sino que continúa resonando en los oídos de los hombres. La lectura de la B. es y será siempre ocasión de encuentro con Dios que, a través de ella, nos habla. El hombre que lee hoy la B. se acerca a Dios, tanto si lee o escucha su palabra en una lectura privada o individual como si lo hace comunitaria y litúrgicamente (v. VIII). Particular relieve tiene la lectura de la B. en la Liturgia. Ciertamente el centro de la Liturgia lo constituyen los Sacramentos(v.), pero la vida sacramentarla está basada y penetrada en y de la S. E.; por eso, como preparación para la administración de los sacramentos, se dedica particular espacio a la lectura de la B. Lectura litúrgica que tiene además una peculiar eficacia, porque es un acto de la Iglesia. Para un mayor desarrollo del tema v. PALABRA DE DIOS III; CELEBRACIÓN LITÚRGICA y LITURGIA I.
Esa centralidad de la B. exige además que toda la predicación (v.) cristiana deba basarse en ella. Así lo ha enseñado siempre la Iglesia: «Los sacerdotes, obligados por oficio a procurar la salud eterna de las almas, después de recorrer ellos mismos con diligente estudio las sagradas páginas, después de hacerlas suyas por la oración y la meditación deben exponer celosamente al pueblo esta soberana riqueza de la divina Palabra en sermones, homilías, exhortaciones; confirmar la doctrina cristiana con sentencias tomadas de los libros sagrados; ilustrarla con preclaros ejemplos de la historia sagrada, sobre todo, del Evangelio de Cristo Nuestro Señor» (Pío XII, Enc. Divino Afflante Spiritu, 26). El Conc. Vaticano II reafirma esta orientación bíblica: «Es necesario que toda la predicación eclesiástica, como la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura y se rija por ella» (Const. Dei Verbum, 21).
Todo cristiano, en cuanto que se alimenta de la enseñanza de la Iglesia, conoce el contenido de la B., y eso aun en el caso de que no la lea directamente, ya que la está escuchando constantemente en la predicación. De todos modos, aparte de ese conocimiento de la B. a través de la predicación de la Iglesia, siempre ha sido recomendada la lectura directa de la misma. Recuérdense los consejos de S. Agustín: «Léela con frecuencia escribía a Eustoquia; que el sueño te sorprenda con el libro en la mano y que al inclinarse tu cabeza la reciba la página santa»; o lo que escribía a sus ermitaños: «Leed las Escrituras, leedlas para que no seáis ciegos y guías de ciegos. Leed la Santa Escritura, porque en ella encontraréis todo lo que debéis practicar y todo lo que debéis evitar». Es la enseñanza del Conc. Vaticano II: «El Santo Sínodo recomienda insistentemente a todos los fieles... la lectura asidua de la Escritura para que adquieran la ciencia suprema de Jesucristo (Philp 2,8); pues desconocer la Escritura es desconocer a Cristo (S. jerónimo). Acudan de buena gana al texto mismo: en la liturgia, tan llena del lenguaje de Dios; en la lectura espiritual, o bien en otras instituciones o con otros medios que para dicho fin se organizan...» (Dei Verbum, 25). Sobre las características que debe tener una lectura cristiana de la B., v. VIII.
9. Biblia y Teología.
La Teología, en cuanto intento de profundizar en la comprensión de la Palabra de Dios revelada, necesariamente ha de apoyarse en la S. E., la cual, junto con la Tradición, constituye fuente de todo el saber teológico (v. TEOLOGÍA II, 1). El Magisterio de la Iglesia expresa esta verdad con frase gráfica: la B. debe ser el alma de la Teología (León XIII, Enc. Providentissimus Deus) ; expresión que recoge de nuevo el Conc. Vaticano II: «La teología se apoya, como en un cimiento perdurable, en la Sagrada Escritura unida a la Tradición; así se mantiene firme y recobra su juventud, penetrando a la luz de la fe la verdad escondida en el misterio de Cristo. La Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios, y en cuanto inspirada es realmente Palabra de Dios; por eso la Escritura debe ser el alma de la teología» (Dei Verbum, 24). Sobre este tema conviene hacer dos observaciones:
a) Ciertamente la lectura de la B. por parte del teólogo debe hacerse con actitud propia de la ciencia teológica, es decir, con la actitud propia de quien aspira, formalmente, a alcanzar una mayor comprensión de orden intelectual de lo que se dice en el texto sagrado. Se trata, pues, de una actitud marcada por lo intelectivo y no, inmediatamente, por lo afectivo y que acude a todos los medios adecuados también los medios humanos para una correcta interpretación del texto (v. INTERPRETACIÓN II). Pero el teólogo no puede olvidar nunca que debe situar la lectura de la B. no sólo la que haga él en su oración, sino también la teológica en un contexto religioso que es el contexto en el que la B. ha surgido y en el que se conserva. En el crecimiento de la inteligencia de la Palabra de Dios escrita, el hombre debe disponerse por la oración a recibir las luces que le vienen gratuitamente del Espíritu Santo. Quien lee, estudia o medita la B. debe fomentar en la oración asidua, en el trato con Dios, la disposición del espíritu que facilita la recta comprensión de la palabra santa. Si al teólogo le faltase la vida de piedad al investigar en la B. se condenaría al fracaso.
b) La segunda observación es que la lectura científica de la B. debe hacerse dentro de la Iglesia. La B. ha nacido en el interior de una tradición la de la Revelación divina y debe ser leída en ese contexto. Para ello se necesita vivir in sinu Ecclesiae. De manera análoga a como quien fuera de la fe se expone a interpretar la verdad trascendente que la B. contiene reduciéndola a su indigente medida, quien declare tener fe pretenda leer la B. abstrayendo de la Tradición se priva de una luz divina que Dios ha querido establecer y se condena a la falibilidad. La historia enseña que todos los intentos que se han hecho para interpretar la B. fuera de su medio ambiente vital, que es la Iglesia, han caído inexorablemente en la parcialidad y en el error. De modo que todo cristiano, tanto el fiel corriente como el teólogo o exegeta, ha de partir de la obediencia a la fe (Rom 16,26), unión con la única Iglesia de Jesucristo, para penetrar en la Palabra de Dios escrita.
10. La Biblia y los no católicos.
La B. es reconocida como libro inspirado por Dios, no sólo por los católicos, sino también por todos los cristianos separados (v.), exceptuadas sólo algunas sectas de origen protestante; así como, aunque sólo el A. T., por los judíos. Le reconocen valor religioso, aunque subordinado al Corán, los musulmanes.
Los Ortodoxos (V. ORTODOXA, IGLESIA) mantienen el dogma cristiano sobre la S. E.: la reconocen como libro inspirado y Palabra de Dios, a la vez que reconocen también que está indisolublemente unida a la Sagrada Tradición y que la Iglesia es la depositaria y el intérprete autorizado de la B. y de la Tradición. El único punto de diferencia con la verdad católica (que, en realidad, afecta más a la comprensión del Magisterio que a la de la S. E.) es lo referente al Romano Pontífice, cuyo Primado y cuya infalibilidad singular no reconocen.
Los protestantes, habiendo negado el dogma cristiano sobre la asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia, piensan que sólo en la B. (y no en la Tradición ni en el Magisterio de la Iglesia) resuena la Palabra de Dios. De ahí depende lo que es conocido históricamente como punto más significativo de su diferencia con el catolicismo: la célebre cuestión del libre examen (v.) de la Escritura. Frente a la doctrina católica según la cual todo cristiano al leer las S. E. debe aceptar el juicio de la Iglesia, único intérprete auténtico de la Escritura, el protestantismo sostiene que cada miembro de la Iglesia tiene facultad para examinar la B. sin atender a la Tradición ni a la Iglesia, sino con la sola luz de su inteligencia. En Lutero y Calvino ello se unía a la idea de que el Espíritu Santo inspiraba a cada fiel; en el protestantismo ilustrado y liberal del s. XVIII y siguientes se pone el acento en el recurso a los medios de investigación científica. De hecho todo ello da pie a un fuerte subjetivismo, que se agrava por un aspecto derivado de la misma teoría del libre examen: si cada fiel, a tenor de su lectura de la Escritura hecha en el Espíritu Santo, alcanza por sí solo la verdad, puede, y aun debe, juzgar de la entera comunidad eclesial a partir de la verdad alcanzada. La tendencia que el protestantismo, sobre todo el americano y en parte te] centroeuropeo, ha manifestado hacia la escisión parte de ahí.
11. Biblia y Cultura.
La B., traducida total o parcialmente a más de mil cien lenguas (v. vi), ha transmitido, a lo largo de los últimos veinte siglos, el mensaje del cual ella, es portadora a todos los pueblos de la tierra.
Ese mensaje divino ha influido poderosamente en la vida de la humanidad, no sólo en el aspecto religioso, sino en todos los demás. La B., en cuanto parte de la tradición cristiana y unida a ella, ha informado la vida del antiguo Imperio romano, de amplias y diversas naciones de Oriente, de la Europa occidental, de América, etc. En ocasiones ha sido en la forma de un cristianismo pleno e íntegro; otras en formas limitadas (herejías, cismas); otras incluso a través de personas o movimientos que querían oponerse al cristianismo, pero que en algunos puntos estaban influidos por él. En cualquier caso, las enseñanzas bíblicas y cristianas están en la raíz de numerosísimos rasgos de la cultura y la civilización contemporáneas. El conocimiento de la B. es necesario también desde un punto de vista meramente cultural. Se trata ciertamente de una finalidad secundaria la B. ha sido escrita no en orden a la mera cultura, sino a la salvación, pero no por ello menos real.
J. M. CASCIARD RAMÍREZ.
BIBL.: Para las fuentes, ediciones de la Biblia y Documentos del Magisterio Eclesiástico, v. BIBLIA VI, VII y IX. Enciclopedias y diccionarios: Enciclopedia de la Biblia, dir. A. DÍEZMACHO y S. BARTINA, 6 vols., Barcelona 1965; Diccionario de la Biblia, dir. H. HAAG, A. VAN DER BORN y S. DE AUSEJO, Barcelona 1963; F. SPADAFORA, Diccionario Bíblico, Barcelona 1959, Vocabulario de Teología Bíblica, dir. X. LÉoNDUFOUR, Barcelona 1965; DB, con su Suppl.; TWNT.