Apuntes de clases

Clases de filosofía y ciencias bíblicas del Instituto de Humanidades Luis Campino, y la Parroquia de Guadalupe de Quinta Normal.


jueves, 24 de enero de 2013

Grandes maestres de la Jarretera II a

                                      
Esteban Aguilar Orellana; Giovani Barbatos Epple;Ismael Barrenechea Samaniego; Jorge Catalán Nuñez; Boris Díaz Carrasco; Rafael Díaz del Río Martí;Alfredo Francisco Eloy Barra ;Rodrigo Farias Picon; Franco Antonio González Fortunatti;Patricio Ernesto Hernández Jara; Walter Imilan Ojeda;Jaime Jamet Rojas;Gustavo Morales Guajardo;Francisco Moreno Gallardo; Boris Ormeño Rojas;José Oyarzún Villa;Rodrigo Palacios Marambio;Demetrio Protopsaltis Palma;Cristian Quezada Moreno;Edison Reyes Aramburu; Rodrigo Rivera Hernández;Jorge Rojas Bustos; Alejandro Suau Figueroa; Cristian Vergara Torrealba; Rodrigo Villela Díaz; Nicolas Wasiliew Sala;Marcelo Yañez Garin;Katherine Alejandra del Carmen  Lafoy Guzmán;Paula Flores Vargas; 
              

  Casa de Tudor


9.-Enrique VII, Conde de Pembroke, 1457-1509, Rey de Inglaterra de 1485 a 1509.


Fundador de la dinastía Tudor, hijo de Edmundo Tudor, conde de Richmond, y de Margarita de Beaufort, hija única de Juan, duque de Somerset, y heredera de Juan de Gante; su abuelo, sir Owen Tudor, caballero galés, había casado con Catalina de Francia, viuda de Enrique V, y descendía de los antiguos reyes bretones. Este apellido vino a ser el nombre de la línea de reyes por el fundada
Nació en el castillo de Pembroke el 28-I-1457 y murió en Richmond el 21-IV-1509. Al ocurrir la completa destrucción de los lancasterianos, especialmente después de que Ricardo hubo conquistado el trono haciendo desaparecer a sus sobrinos, Enrique, con el nombre de conde de Richmond, aparece como el alma de la oposición. Desde Francia a Bretaña, donde se había desterrado, no cesó un solo momento en preparar la caída de Ricardo, haciendo después una expedición a Inglaterra con el objeto de prestar ayuda a la infructuosa tentativa de Buckingham.
La creciente impopularidad de Ricardo, contribuyó a que una segunda tentativa diese los resultados apetecidos. Desembarcó en Milford Haven para aprovechar la buena voluntad de sus partidarios de Gales; se internó hacia el condado de Leicéster, y en Bosworth derrotó a Ricardo, el cual pereció en la batalla, terminando así la guerra de las Dos Rosas (1485). Poco tiempo después contrajo matrimonio (1486) con Isabel, hija de Eduardo IV, y las dos familias rivales quedaron unidas.

Pero Enrique no era de los llamados a gozar pacíficamente de la corona. En 1487 apareció en Waterford (Irlanda) un jovencito de diez años que decía ser Eduardo de Warwick, el hijo de Clarence, jefe de la casa de York; fue coronado con el nombre de Eduardo [VI] en la catedral de Dublín; los Fitgerald y el conde de Lincoln abrazaron su causa y le proporcionaron un ejército que desembarcó en 4-VI en Foudray. Enrique VII mostró al verdadero Warwick encerrado en la Torre para demostrar la impostura. Después marchó contra los invasores irlandeses, a los cuales encontró en Stoke-upon-Trent (16-VI), derrotándolos, haciendo en ellos una carnicería, y perdonando únicamente al impostor, que cayó prisionero.
La cuestión de los impuestos sublevó de nuevo los ánimos, y otro impostor, un cierto Perkin Warberck, diciéndose hijo de Eduardo IV, salvado de los asesinos de la Torre, desembarcó en Irlanda, pidiendo a los yorkistas los condados de Kildare y de Desmond. Tras varias peripecias el pretendiente fue derrotado y hecho prisionero, y en 1499 ejecutado. Entonces se llevó a cabo una de las muchas infamias políticas que la historia registra. El verdadero Warwick, prisionero en la Torre desde el advenimiento de los Tudor, fue decapitado por razones de Estado. Todas estas agitaciones molestaron el reinado de Enrique VII pero no hicieron vacilar su trono.
Empuñó con firme mano las riendas del gobierno; tuvo muy bien cuidado en poner a raya la nobleza, casi aniquilada por las guerras civiles, siguiendo así la política de Eduardo IV; les cercenó el derecho de mantener en pie de guerra tropas dispuestas a seguir al señor donde les pluguiese, y aseguró, por todos los medios posibles, su autoridad real sobre los demás poderes.
Enrique era un gobernante pensador y parsimonioso; evitaba la guerra en cuanto le era posible, prefiriendo obtener por la diplomacia lo que otros príncipes conseguían por la fuerza, y todos sus conatos se encaminaron a conservar el trono y a amontonar oro. Sus dos expediciones a Francia no tuvieron más móvil que la codicia. Esta era tan extremada, que desenterró impuestos abolidos, cuyo no cumplimento implicaba multas importantes que iban a henchir las arcas reales.
En esta impopular gestión le ayudaron implícitamente los tan famosos como aborrecidos abogados Empson y Dudley. Su reinado se señaló asimismo por la conclusión de dos casamientos que habían de tener gran influencia en la historia de Inglaterra. Su hijo Arturo contrajo matrimonio con Catalina de Aragón, pero habiendo muerto poco después de su enlace, la infanta permaneció en Inglaterra, prometida a Enrique, segundo hijo de Enrique VII, aun cuando las nupcias no tuvieron lugar hasta la accesión al trono del heredero.
El otro enlace fue el de la princesa Margarita con Jacobo IV de Escocia (1503), cuyo resultado fue la unión de las coronas antes de los cien años. Se dice que Enrique dejó al morir, una fortuna de 2.000.000 de libras esterlinas a su heredero. En medio de su avidez y de su astucia, no puede negarse que consolido el poder real y apaciguó el reino después de una larga serie de desórdenes.


10.-Enrique VIII,  Rey de Inglaterra de 1509 a 1547


(Greenwich, 1491 - Westminster, 1547) Rey de Inglaterra (1509-1547), perteneciente a la dinastía Tudor.
Menos conocido por los logros de su reinado que por sus seis esposas, el celebérrimo Enrique VIII de Inglaterra ha pasado a la cultura popular con una imagen con frecuencia distorsionada. Se suele recordar a sus esposas engañadas, repudiadas o ejecutadas, olvidando que el propio monarca, en su legítima ansia de tener hijos varones en quien perpetuar la dinastía, fue a menudo víctima de las malas artes de sus mujeres, de consejeros poco competentes o simplemente de la fortuna.
Si bien la vida de alcoba de Enrique VIII fue fascinante y merece ser contada y conocida, no menos cierto es que poca incidencia histórica tuvo en su reinado, con la decisiva excepción de la triste historia de Ana Bolena: la amante y luego segundo esposa de Enrique VIII fue uno de los detonantes del cisma anglicano. Desligado de Roma, el rey pasó a ser cabeza de la Iglesia de Inglaterra, disolvió las órdenes religiosas e incautó sus bienes.
Las consecuencias fueron profundas: el poder real se vio fortalecido, y las riquezas obtenidas favorecieron una incipiente industrialización y el desarrollo de la marina inglesa, base de un futuro poderío militar y comercial que se manifestaría en la era isabelina, es decir, en el reinado de Isabel I de Inglaterra (1558-1603), hija precisamente de Ana Bolena. En política exterior, Enrique VIII supo mantener el difícil equilibrio de las potencias europeas, lo que da fe de su capacidad como estadista.

Biografía

Segundo hijo de Enrique VII de Inglaterra, el futuro Enrique VIII tenía nueve años cuando asistió como infante a los desposorios de su hermano mayor Arturo, príncipe de Gales, con Catalina de Aragón, hija menor de los Reyes Católicos. Arturo era el primogénito y en consecuencia el heredero del trono de Enrique VII, quien con esta unión pretendía consolidar su alianza con España y asegurar una prolífica descendencia a su linaje
Todo parecía ir viento en popa para los Tudor cuando, cinco meses después, siendo aún recientes los jubilosos ecos de la boda, el príncipe Arturo moría víctima de una gripe aguda ante la que los médicos de la época se mostraron impotentes. Súbitamente, todo pareció venirse abajo. La salud del rey Enrique VII era notoriamente mala y su único hijo superviviente, el futuro Enrique VIII, no había alcanzado aún la mayoría de edad. Inmediatamente fue declarado sucesor en previsión de cualquier contingencia.
En 1509 falleció Enrique VII, y Enrique VIII ocupó el trono destinado a su difunto hermano. Enrique VIII tenía entonces diecisiete años y era un apuesto mozo a quien no faltaba entendimiento ni habilidad política. Tras ceñir la corona en sustitución de su hermano, consideró que por razones de Estado era preciso reemplazarle también como esposo. Desprenderse de Catalina de Aragón y devolverla a su país suponía perder la cuantiosa dote aportada por sus padres y, lo que era aún más importante, cortar un lazo de inestimable valor con la corona española, más necesario que nunca en el revuelto contexto político europeo de aquel entonces.
La solución consistió en declarar nulo el enlace de la Catalina con Arturo. La propia Catalina de Aragón reconoció ante un tribunal eclesiástico que la unión anterior no se había consumado por incapacidad del cónyuge y que, por tanto, ella continuaba siendo doncella. La Santa Sede no tuvo inconveniente en otorgar la dispensa y, dos meses después de subir al trono, Enrique VIII se casó con Catalina de Aragón, cinco años mayor que él.
Desde el súbito fallecimiento de Arturo, Catalina de Aragón había permanecido recluida en la fortaleza galesa de Ludlow, entregada a rezos y lutos y en espera de lo que le deparase el destino. El largo encierro la había convertido en una matrona de marchita apariencia y exageradas costumbres devotas. Tras su boda con Enrique VIII dio a luz seis veces, pero el único varón nacido con vida sólo alentó durante cincuenta y dos días.
Enrique VIII empezó a tener interesados escrúpulos de conciencia y a considerar que el origen del maleficio estaba en la Biblia: "No debes descubrir la desnudez de la mujer de tu hermano", sentencia el Levítico. Su matrimonio con su cuñada, pensaba, no había sido válido, sino pecaminoso y prohibido; Catalina estaba maldita y era preciso deshacerse de ella. La coyuntura internacional permitió la adopción de medidas drásticas. La preponderancia en Europa del todopoderoso soberano español Carlos V, emperador romano-germánico y dueño de medio mundo, indujeron a Enrique VIII a aproximarse a Francia para contrarrestar su fuerza. Podía, pues, desembarazarse de Catalina sin perder aliados, aunque no iba a ser fácil encontrar un modo legal o aparentemente legal de hacerlo.
No menos determinante que la falta de descendencia y la coyuntura europea fue la entrada en escena de Ana Bolena, noble inglesa que, tras ser educada en Francia, había regresado en 1522 a la corte como dama de la reina Catalina. Su atractivo despertó pasiones entre personajes encumbrados, entre ellos el mismo Enrique VIII, que trató de seducirla y obstaculizó su boda con lord Henry Percy. Pero la ambiciosa Ana Bolena no estaba dispuesta a convertirse en mera amante; quería ser reina y, mediante una fríamente calculada alternancia de favores y desdenes, consiguió que Enrique VIII se enamorase perdidamente de ella.
Culto e inteligente, Enrique VIII había mostrado desde su juventud su ferviente catolicismo. Había empleado su brillantez contra la reforma protestante lanzada por Lutero en 1520, mostrándose como un enérgico defensor de la fe católica. «Defensor de la fe» fue exactamente el título que le dio el papa León X por el Tratado de los siete sacramentos, que el monarca había escrito en 1521.
Pero esta situación cambiaría a raíz del conflicto desatado con la Iglesia por el acuciante problema sucesorio: el matrimonio con Catalina de Aragón no le había dado herederos varones. En 1527, Enrique VIII pidió al papa Clemente VII la anulación del matrimonio so pretexto del parentesco previo entre los cónyuges. El papa, presionado por Carlos V (que era sobrino de Catalina), negó la anulación, y Enrique VIII decidió romper con Roma, aconsejado por Thomas Cranmer y Thomas Cromwell.
Para ello, Enrique VIII se armó de argumentos recabando de diversas universidades europeas dictámenes favorables a su divorcio (1529); y aprovechó el descontento reinante entre el clero secular inglés por la excesiva fiscalidad papal y por la acumulación de riquezas en manos de las órdenes religiosas para hacerse reconocer jefe de la Iglesia de Inglaterra (1531).
En 1533 hizo que Thomas Cranmer (a quien había nombrado arzobispo de Canterbury) anulara su primer matrimonio y coronara reina a su amante, Ana Bolena. El papa Clemente VIII respondió con la excomunión del rey. La reacción de Enrique VIII no fue menos contundente: hizo aprobar en el Parlamento el Acta de Supremacía (1534), en virtud de la cual se declaraba la independencia de la Iglesia Anglicana y se erigía al rey en máxima autoridad de la misma.
La Iglesia de Inglaterra quedó así desligada de la obediencia de Roma y convertida en una Iglesia nacional independiente cuya cabeza era el propio rey, lo cual permitiría a la Corona expropiar y vender el patrimonio de los monasterios; los católicos ingleses que permanecieron fieles a Roma fueron perseguidos como traidores; su principal exponente, el humanista Tomás Moro, autor de Utopía, fue ejecutado en 1535.
Sin embargo, Enrique VIII no permitió que se pusieran en entredicho los dogmas fundamentales del catolicismo; para evitarlo dictó el Acta de los Seis Artículos (1539). Obviamente no pudo impedir que, después de su muerte, Cranmer llevase a cabo la reforma de la Iglesia Anglicana, que se situó definitivamente en el campo del cristianismo protestante, con la introducción de elementos luteranos y calvinistas.
Aun habiendo sido excomulgado y hallándose descontento consigo mismo y víctima de los remordimientos, nada impidió a Enrique VIII disfrutar de los favores de Ana Bolena, que se le había entregado con pasión en cuanto los acontecimientos comenzaron a favorecerla.
A mediados de marzo de 1533, Ana Bolena comunicó a su regio amante que estaba embarazada. Enrique, loco de júbilo, dispuso la ceremonia, que tuvo lugar el 1 de junio en la abadía de Westminster. Pocos vítores se escucharon entre la multitud: las gentes veían en ella a la concubina advenediza carente de escrúpulos que había hechizado a su buen rey con malas artes
Tres meses después, la nueva reina dio a luz una hija que se llamaría Isabel y llegaría a ser una de las más grandes soberanas inglesas, pero Enrique VIII no podía saberlo y se sintió muy decepcionado: todo el escándalo no había servido para asegurar la sucesión. El alumbramiento de una hembra debilitó considerablemente la situación de Ana Bolena.
El 7 de enero de 1536 fallecía Catalina de Aragón, sola, abandonada y lejos de la corte. Veinte días después, Ana Bolena parió de nuevo, esta vez un hijo muerto. Enrique ni siquiera se dignó visitarla; acusada de adulterio, que hubo de confesar tras ser torturada, la altiva y calculadora cabeza de Ana no tardó en caer (19 de mayo de 1536) y el matrimonio fue declarado nulo por los prelados ingleses
Mientras, el rey no había perdido el tiempo. Su nueva favorita se llamaba Juana Seymour y era una joven dama descendiente por rama colateral de Eduardo III. En contraste con la frialdad manipuladora y enérgica de Ana Bolena, Juana Seymour era una mujer tímida y dócil, pero también culta e inteligente, y fue probablemente, de entre todas sus esposas, la que más amó a Enrique VIII.
El monarca se prometió oficialmente con Juana dos días después de la ejecución de Ana Bolena. En 1537, Juana Seymour lo colmó de felicidad al darle un hijo varón, Eduardo, que sucedería a su padre como Eduardo VI. Se alejaba así el fantasma de la maldición que parecía pesar sobre la dinastía; el niño había nacido débil y enfermizo, pero el rey podía abrigar la esperanza de tener pronto más hijos varones, fuertes y sanos. De ahí que se sumiera en la tristeza cuando, dos semanas después del parto, Juana Seymour falleció de unas fiebres puerperales. Enrique VIII la hizo enterrar en el panteón real de Windsor; oficialmente, Juana Seymour había sido la primera reina.
Transcurrieron dos años antes de que se decidiera a contraer nuevas nupcias. En 1540, Enrique VIII volvió a casarse con Ana de Clèves para fortalecer la alianza de Inglaterra con los protestantes alemanes. Cumplidos los cuarenta y siete años y repuesto ya de la desaparición de Juana, se había decidido a probar fortuna una vez más alentado por su valido Thomas Cromwell, quien le mostró un cautivador retrato de la princesa Ana de Clèves pintado por Hans Holbein el Joven, en el que aparecía una muchacha adorable de angelicales facciones
Perteneciente a la nobleza alemana, Ana de Clèves vivía lejos de Londres y jamás había pisado Inglaterra, pero ello no fue óbice para que se firmaran solemnemente las capitulaciones y para que se dispusiera el encuentro del rey con su futura esposa. Por desgracia para Enrique, el maestro Holbein había sido en exceso piadoso con su modelo; Ana tenía el semblante marcado por la viruela, la nariz enorme y los dientes horrorosamente saltones. Además, desconocía otro idioma que no fuera el alemán y su voz recordaba el relincho de un caballo.
El desdichado marido aceptó el yugo que se le imponía y accedió al casamiento por tratarse de una obligación contraída de antemano, pero no pudo consumar la unión porque, según sus palabras, le era imposible vencer la repugnancia que sentía "en compañía de aquella yegua flamenca de pechos flácidos y risa destemplada".
Apenas seis meses después de la boda, la reina fue "expedida" al palacio de Richmond y se iniciaron los trámites para sentenciar la disolución del vínculo. Ana de Clèves fue compensada con dos vastas residencias campestres y una jugosa pensión a cambio de no aparecer nunca más por la corte. Nombrada honoríficamente "Su Gracia la Hermana del Rey", permaneció recluida en sus posesiones el resto de su existencia y cumplió con los términos del pacto.
El caso de la siguiente esposa, Catalina Howard, tuvo un comienzo completamente opuesto. Si bien los retratos que se conservan de ella no le hacen justicia, hoy se sabe que en persona resultaba deslumbrante. En presencia de aquella ninfa, el rey creyó estar soñando. Sus avellanados ojos, sus cabellos rojizos y su figura perfecta hechizaron de tal modo al monarca que la boda fue dispuesta con una inusual celeridad.
Todo el boato de la corte de los Tudor, extinguido tras la muerte de Juana Seymour, apareció de nuevo bajo el estímulo de la nueva reina, esplendorosa, vivaz y siempre risueña. Enrique VIII parecía estar viviendo una segunda juventud, pero su entusiasmo fue breve. Cuanto se había inventado para desacreditar a Ana Bolena y llevarla al patíbulo resultó ser una verdad incontrovertible en el caso de Catalina Howard: al parecer, la caprichosa muchacha había sostenido relaciones amorosas con su preceptor y con varios músicos desde la edad de trece años, actividad que había continuado incluso después de su enlace con el rey.
La nómina de sus amantes se incrementó por momentos y algunos galanes de la corte fueron descuartizados tras confesar sus relaciones con Catalina. La reina fue tildada crudamente de "ser ramera antes del matrimonio y adúltera después de él". El 12 de febrero de 1542 fue ejecutada en el mismo lugar que Ana Bolena y por el mismo verdugo.
Con este currículum a sus espaldas, no es de extrañar que, cuando una bellísima duquesa recibió años después a unos comisionados reales encargados de pedir su mano en nombre de Enrique VIII, ella respondiese sin pestañear: "Digan a Su Majestad que me casaría con él si tuviera una cabeza de repuesto". Porque el rey, a pesar de haber engordado considerablemente y ser víctima de intensos ataques de gota, deseaba una nueva esposa.
El príncipe heredero era demasiado débil y no hacía concebir esperanzas, así que para asegurar la sucesión era necesaria una nueva reina que le diese más hijos. Sin embargo, Enrique VIII era el primero en mostrarse escéptico, sobre todo después de las muchas decepciones y pesadumbres que las mujeres le habían proporcionado en sus matrimonios y amoríos anteriores: "Ahora soy viejo y necesito más una enfermera que una esposa; dudo que haya alguna mujer dispuesta a soportarme y a cuidar de mi pobre cuerpo."
Sin embargo, esa mujer apareció en la vida del anciano rey. Se trataba de Catalina Parr, dama de noble condición que había estado casada dos veces, poseía una considerable fortuna y era extraordinariamente culta para su tiempo. Hacendosa, responsable, estudiosa e inteligente, no había duda de que se trataba de la persona idónea para acompañar al rey en sus últimos años. Al acceder al trono no dio ni una sola muestra de arrogancia. Discretamente pero con eficacia tomó a su cargo todos los asuntos domésticos y supo proporcionar a Enrique, tras sus trágicos matrimonios anteriores, cinco años de paz y sosegada vejez.
El soberano murió el 28 de enero de 1547. En su entierro, junto al estandarte real, se colocaron las enseñas familiares de Juana Seymour y Catalina Parr, las dos únicas mujeres que oficialmente habían contraído matrimonio con Enrique VIII y por lo tanto figuraban como reinas. Atrás quedaban la devota Catalina de Aragón, la ambiciosa Ana Bolena, la poco agraciada Ana de Clèves y la lujuriosa Catalina Howard, forjadoras de un funesto destino del que la casa Tudor escapó milagrosamente
Le sucedió en el trono su único hijo varón, Eduardo VI, nacido del matrimonio con Juana Seymour, que contaba sólo nueve años y falleció en 1553. Se abrió entonces un periodo de reacción católica bajo el reinado de María I Tudor, hija mayor de Enrique VIII, nacida de su matrimonio con Catalina de Aragón. Al morir María Tudor en 1558, ocupó el trono otra hija de Enrique VIII, Isabel I, nacida del matrimonio con Ana Bolena.
Es preciso señalar que el episodio de Catalina de Aragón y Ana Bolena tuvo una incidencia fundamental en su reinado; a consecuencia del Acta de Supremacía (1534), los destinos de Inglaterra tomaron un rumbo bien distinto a los que podían señalarse como probables. El Acta de Supremacía creó una Iglesia anglicana desligada de la católica y sometida a la autoridad real, aunque sin renunciar a los dogmas y condenando las doctrinas reformadas (Acta de los Seis Artículos, 1539). Pero si bien esta Iglesia fue al principio tan sólo cismática, no heterodoxa, no tardaría en distanciarse del dogma y en acercarse al luteranismo.
La hegemonía del monarca sobre la Iglesia sería el firme fundamento sobre el que se asentó una nueva era. La monarquía se enriqueció con los beneficios obtenidos con la venta de los bienes eclesiásticos (en 1539 fueron disueltas las órdenes religiosas e incautados todos sus bienes), lo que abrió una etapa de prosperidad económica que favoreció una naciente industrialización y condujo a la creación de una poderosa flota marítima, base del posterior poderío militar y comercial.
El reinado de Enrique VIII de Inglaterra, en suma, se caracterizó por un fortalecimiento de la autoridad real, al someter por entero a la Iglesia y eliminar las últimas estructuras feudales. Ello no impidió la consolidación del Parlamento, a la vez como instrumento de la política del rey y como órgano representativo del reino. El País de Gales fue asimilado a Inglaterra (1536) y se centralizó la jurisdicción sobre las Marcas. Se anexionó además Irlanda, de la que Enrique VIII fue proclamado rey en 1541.

Otro capítulo importante fueron las campañas victoriosas contra Escocia en 1512-1513 y en 1542-1545, que no fueron suficientes para unificar Gran Bretaña bajo su poder. Por otra parte, Inglaterra incrementó su protagonismo en Europa, gracias al crecimiento de su marina de guerra y a una política exterior dominada por la búsqueda del equilibrio entre las potencias continentales: primero luchó contra Francia aliándose con Carlos V, pero cuando, tras la victoria de Pavía (1525), le pareció que el emperador español alcanzaba un poderío excesivo, Enrique VIII se alió contra él al lado del monarca francés Francisco I.

11.-Eduardo VI, Rey de Inglaterra de 1547 a 1553


Eduardo VI de Inglaterra (Hampton Court, 12 de octubre de 1537 - Palacio de Greenwich, 6 de julio de 1553) fue rey de Inglaterra e Irlanda desde el 28 de enero de 1547 hasta el día de su muerte en 1553.
Eduardo, el tercer monarca de la dinastía Tudor, fue el primer gobernante inglés protestante, aunque fue su padre Enrique VIII el que rompió las relaciones con la Iglesia católica

Fue durante el reinado de Eduardo cuando la Iglesia de Inglaterra inició su proceso de transformación hacia una forma moderada de protestantismo que se conocería en adelante como anglicanismo.
No fue más que un rey nominal, ya que siempre estuvo bajo el control de sus distintos favoritos. Asistió indiferente a los acontecimientos que sucedían en su reino. Enfermo de viruela, su muerte provocó una crisis sucesoria, pues el pueblo no admitió a Juana Grey como reina

12.-María I «la Sangrienta», Reina de Inglaterra de 1553 a 1558


(Greenwich, Inglaterra, 1516 - Londres, 1558) Reina de Inglaterra e Irlanda. Hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, la historiografía tradicional anglosajona la ha presentado como un ser cruel y despiadado. Siendo de formación católica, son comprensibles las suspicacias que su acceso al trono originó en la sociedad inglesa, cada vez más cercana al protestantismo.
Su intención fue en todo momento restablecer el catolicismo en Inglaterra, por lo que abolió muchas de las leyes promulgadas por Eduardo VI y encarceló a los obispos protestantes. En 1554 se casó con Felipe II, heredero de la Corona española e hijo del emperador Carlos V, quien esperaba establecer una alianza con Inglaterra para aislar a Francia siguiendo las directrices políticas tradicionales entre los Austrias.
Este enlace fue muy mal acogido por los protestantes ingleses, que vieron en él la alianza con el principal adalid del Papado: la monarquía hispana. Ya cuando se anunció, se produjo una rebelión en Kent alentada por el embajador francés y encabezada por sir Thomas Wyatt, que fue aplastada y a la cual siguió una dura represión, que se cebó en las clases populares.
La presencia de Felipe y la comitiva española no hizo sino encrespar los ánimos, aunque parece que los propios castellanos recomendaron prudencia y moderación a la reina, frente a la actitud agresiva y revanchista que mantenían los obispos británicos
Tras la partida de Felipe, a partir de 1555 la política de restauración de la antigua Iglesia del cardenal Pole enfureció más aún a los protestantes, a lo cual se unió la desastrosa marcha de la guerra con Francia, a la que María se había lanzado en alianza con su esposo; mientras las tropas de éste triunfaban en los campos de batalla, los ingleses perdían Calais frente a los franceses al mando del duque de Guisa. Este disgusto tuvo graves repercusiones en la salud de María, cuya muerte evitó que estallara una nueva sublevación.

13.-Elizabeth I «la Reina Virgen», Reina de Inglaterra de 1558 a 1603


El reinado de Isabel I de Inglaterra, prototipo del monarca autoritario del Quinientos, tiene un interés histórico de primera magnitud por cuanto fue fundamento de la grandeza de Inglaterra y sentó las bases de la preponderancia británica en Europa, que alcanzaría su cenit en los siglos XVIII y XIX. Pero la protagonista de esta edad de oro, que conocemos con el nombre de "era isabelina", se destaca ante nosotros por su no menos singular vida privada, llena de enigmas, momentos dramáticos, peligros y extravagancias. Isabel I, soberana de un carácter y un talento arrolladores, sintió una aversión casi patológica por el matrimonio y quiso ser recordada como la "Reina Virgen", aunque de sus múltiples virtudes fuese la virginidad la única absolutamente cuestionable.
Tras repudiar a la primera de sus seis esposas, la devota española Catalina de Aragón, en 1533 el rey Enrique VIII de Inglaterra contrajo matrimonio con su amante, la altiva y ambiciosa Ana Bolena, que se hallaba en avanzado estado de gestación. Este esperado vástago debía resolver el problema derivado de la falta de descendencia masculina del monarca, a quien Catalina de Aragón sólo había dado una hija, María, que andando el tiempo reinaría como Maria I. Aunque el nuevo matrimonio no había sido reconocido por la Iglesia de Roma y Enrique VIII acababa de ser excomulgado por su pecaminosa rebeldía, el próximo y ansiado alumbramiento del príncipe llenó de alegría todos los corazones y el del rey en primer lugar. Sólo faltaba que la soberana cumpliera con su misión pariendo un hijo vivo y sano que habría de llamarse Enrique, como su padre. El 7 de septiembre de 1533 se produjo el feliz acontecimiento, pero resultó que Ana Bolena dio a luz no a un niño sino a una niña, la futura Isabel I de Inglaterra.

El monarca sufrió una terrible decepción. El hecho de haber alumbrado una hembra debilitó considerablemente la situación de la reina, más aún cuando el desencantado padre se vio obligado a romper definitivamente con Roma y a declarar la independencia de la Iglesia Anglicana, todo por un príncipe que nunca había sido concebido. Cuando dos años después Ana Bolena parió un hijo muerto, su destino quedó sellado: fue acusada de adulterio, sometida a juicio y decapitada a la edad de veintinueve años. Su hija Isabel fue declarada bastarda y quedó en la misma situación que su hermanastra María, hija del primer matrimonio Enrique VIII con Catalina de Aragón y diecisiete años mayor que ella. Ambas fueron desposeídas de sus legítimos derechos hereditarios al trono de Inglaterra.
Ana Bolena fue sustituida en el tálamo y el trono por la dulce Juana Seymour, la única esposa de Enrique VIII que le dio un heredero varón, el futuro rey Eduardo VI. Muerta Juana Seymour, la esperpéntica Ana de Cleves y la frívola Catalina Howard ciñeron sucesivamente la corona, siendo por fin relevadas por una dama (dos veces viuda a los treinta años) que iba a ser para el decrépito monarca, ya en la última etapa de su vida, más enfermera que esposa: la amable y bondadosa Catalina Parr. En 1543, poco antes de la sexta boda del rey, los decretos de bastardía de María e Isabel fueron revocados y ambas fueron llamadas a la corte; los deseos de Catalina Parr tenían para el viejo soberano rango de ley y ella deseaba que aquellas niñas, hijas al fin y al cabo de su marido y por lo tanto responsabilidad suya, estuviesen en su compañía.

Isabel tenía diez años cuando regresó a Greenwich, donde había nacido y estaba instalada la corte. Era una hermosa niña, despierta, pelirroja como todos los Tudor y esbelta como Ana Bolena. Allí, de manos de mentores sin duda cercanos al protestantismo, recibió una educación esmerada que le llevó a poseer una sólida formación humanística. Leía griego y latín y hablaba perfectamente las principales lenguas europeas de la época: francés, italiano y castellano. Catalina Parr fue para ella como una madre hasta la muerte de Enrique VIII, quien antes de expirar dispuso oficialmente el orden sucesorio: primero Eduardo, su heredero varón; después María, la hija de Catalina de Aragón; por último Isabel, hija de su segunda esposa. Catalina Parr mandó apresurar los funerales y quince días después se casó con Thomas Seymour, hermano de la finada reina Juana, a cuyo amor había renunciado tres años atrás ante la llamada del deber y de la realeza. Esta precipitada boda con Seymour, reputado seductor, fue la primera y la única insensatez cometida por la prudente y discreta Catalina Parr a lo largo de toda su vida
Thomas Seymour ambicionaba ser rey y había estudiado detalladamente todas sus posibilidades. Para él, Catalina Parr no era más que un trampolín hacia el trono. Puesto que Eduardo VI era un muchacho enfermizo y su inmediata heredera, María Tudor, presentaba también una salud delicada, se propuso seducir a la joven Isabel, cuyo vigor presagiaba una larga vida y cuya cabeza parecía la más firme candidata a ceñir la corona en un próximo futuro. Las dulces palabras, los besos y las caricias aparentemente paternales no tardaron en enamorar a Isabel; cierto día, Catalina Parr sorprendió abrazados a su esposo y a su hijastra; la princesa fue confinada en Hatfield, al norte de Londres, y las sensuales familiaridades del libertino comenzaron a circular por boca de los cortesanos.
Catalina Parr murió en septiembre de 1548 y los ingleses empezaron a preguntarse si no habría sido "ayudada" a viajar al otro mundo por su infiel esposo, que no tardó en ser acusado de "mantener relaciones con Su Gracia la princesa Isabel" y de "conspirar para casarse con ella, puesto que, como hermana de Su Majestad Eduardo, tenía posibilidades de sucederle en el trono". El proceso subsiguiente dio con los huesos de Seymour en la lóbrega Torre de Londres, antesala para una breve pero definitiva visita al cadalso; la quinceañera princesa, caída en desgracia y a punto de seguir los pasos de su ambicioso enamorado, se defendió con insólita energía de las calumnias que la acusaban de llevar en las entrañas un hijo de Seymour y, haciendo gala de un regio orgullo y de una inteligencia muy superior a sus años, salió incólume del escándalo. El 20 de marzo de 1549, la cabeza de Thomas Seymour fue separada de su cuerpo por el verdugo; al saberlo, la precoz Isabel se limitó a decir fríamente: "Ha muerto un hombre de mucho ingenio y poco juicio.
Por primera vez se había mostrado una cualidad que la futura reina conservó durante toda su existencia: un talento excepcional para hacer frente a los problemas y salir airosa de las situaciones más comprometidas. Si bien su aversión por el matrimonio pareció originarse en el trágico episodio de Seymour, Isabel aprendió también a raíz del suceso el arte del rápido contraataque y el inteligente disimulo, esenciales para sobrevivir en aquellos días turbulentos.
Cuando en 1553 murió Eduardo, Isabel apoyó a María I frente a Juana Grey, biznieta de Enrique VIII que fue proclamada reina el 10 de julio de 1553 para poco después ser detenida y condenada a muerte en el proceso por la conspiración de Thomas Wyatt, un movimiento destinado a impedir el matrimonio de María I con su sobrino Felipe (el futuro Felipe II de España), con el fin de evitar la previsible reacción ultracatólica de la reina. Durante la investigación de este caso, Isabel estuvo encarcelada durante algunos meses en la torre de Londres, ya que su inclinación por la doctrina protestante la hizo sospechosa a ojos de su hermanastra, pese al apoyo que Isabel le había brindado.

El reinado de María I de Inglaterra fue poco afortunado. Su persecución contra los protestantes le valió ser conocida como María la Sanguinaria; y su alianza con España indignó a los ingleses, sobre todo porque condujo a una guerra desastrosa contra Francia en la que Inglaterra perdió Calais y la evolución económica del país fue bastante desfavorable. En 1558 murió María sin descendencia y, de acuerdo con el testamento de Enrique VIII, debía sucederla Isabel. El partido católico volvió a esgrimir sus argumentos acerca de la ilegitimidad de la heredera y apoyó las pretensiones de su prima María Estuardo de Escocia. Sin embargo, los errores del anterior reinado y la conocida indiferencia de Isabel en la polémica religiosa hicieron que acabara siendo aceptada de buen grado tanto por los protestantes como por la mayoría de los católicos. También influyó en su aceptación su aspecto joven, hermoso y saludable, que contrastaba notablemente con el de sus dos hermanastros: enfermizo el uno, avejentada y amargada la otra.
Hija y hermana de reyes, acostumbrada a enfrentarse a las adversidades y a mantenerse alejada de las conjuras, Isabel I ocupó el trono a los veinticinco años de edad. Era la reina de Inglaterra e iba a ser intransigente con todo lo que se relacionara con los derechos de la corona, pero seguiría mostrándose prudente, calculadora y tolerante en todo lo demás, sin más objetivo que preservar sus intereses y los de su país, que vivía en plena ebullición religiosa intelectual y económica y que tenía un exacerbado sentimiento nacionalista. Uno de sus primeros actos de gobierno fue nombrar primer secretario de Estado a sir William Cecil, un hombre procedente de la alta burguesía y que compartía la prudencia y la tolerancia de la reina. Cecil mantuvo la plena confianza de Isabel I durante cuarenta años; al morir, su puesto de consejero fue ocupado por su hijo.
En el terreno religioso, Isabel I restableció el anglicanismo y lo situó en un término medio entre la Reforma protestante y la tradición católica. En el campo político la amenaza más importante procedía de Escocia, donde María I Estuardo, católica y francófila, proclamaba sus derechos al trono de Inglaterra. En 1560, los calvinistas escoceses pidieron ayuda a Isabel, quien vio la ocasión de debilitar a su adversaria, y en 1568, cuando la reina escocesa tuvo que refugiarse en Inglaterra, la hizo encerrar en prisión. Por otra parte, Isabel I ayudaba indirectamente a los protestantes de Francia y de los Países Bajos, mientras que los navegantes y comerciantes ingleses tomaban conciencia de las posibilidades atlánticas y se enfrentaban al monopolio español en América.

Era, por tanto, inevitable el choque entre Inglaterra y España, la antigua aliada en época de María I. Mientras Felipe II de España daba crédito a su embajador en Londres y a la misma María Estuardo, quienes pretendían que en Inglaterra existían condiciones para una rebelión católica que daría el trono a María Estuardo, la reina Isabel y su consejero William Cecil apoyaban las acciones corsarias contra los intereses españoles, impulsaban la construcción de una flota naval moderna e intentaban retrasar el enfrentamiento entre los dos reinos. Después de ser el centro de varias conspiraciones fracasadas, en 1587 María Estuardo fue condenada a muerte y ejecutada. Felipe II, perdida la baza de la sustitución de Isabel por María, preparó minuciosamente y anunció a los cuatro vientos la invasión de Inglaterra.
En 1588, después de que Francis Drake atacara las costas gallegas para evitar las concentraciones de navíos, se hicieron a la mar 130 buques de guerra y más de 30 embarcaciones de acompañamiento, tripuladas por 8.000 marinos y casi 20.000 soldados: era la Armada Invencible, a la que más tarde, según los planes, debían apoyar los 100.000 hombres que tenía Alejandro Farnesio en Flandes. Los españoles planteaban una batalla al abordaje y un desembarco; los ingleses, en cambio, habían trabajado para perfeccionar la guerra en la mar. Sus 200 buques, más ligeros y maniobrables, estaban tripulados por 12.000 marineros, y sus cañones tenían mayor alcance que los de los españoles. Todo ello, combinado con la furia de los elementos (pues los barcos españoles no eran los más adecuados para soportar las tempestades del océano) llevaron a la victoria inglesa y al desastre español.
La reina Isabel I, que había arengado personalmente a sus tropas, fue considerada la personificación del triunfo inglés e incrementó el alto grado de compenetración que tenía ya con su pueblo. Tras este momento culminante de 1588, los últimos años del reinado de Isabel I aparecen bastante grises; en ellos sólo sobresale la preocupación de la reina por poner orden en las flacas finanzas inglesas; la rebelión irlandesa, pronto sofocada; y el crecimiento del radicalismo protestante.
Pese a que una de las constantes de Inglaterra en la época de Isabel I fueron los conflictos dinásticos, la reina nunca contrajo matrimonio. Se han elaborado multitud de teorías sobre este hecho, desde las que atribuyen su soltería a malformaciones físicas hasta las que buscan explicaciones psicológicas derivadas de sus traumas infantiles. En cualquier caso, Isabel I efectuó varias negociaciones matrimoniales, en todas las cuales jugó a fondo la carta diplomática para obtener ventajas para su país. Por otra parte, tuvo numerosos favoritos, desde su gran escudero lord Robert Dudley hasta Robert Devereux, conde de Essex, veinte años más joven que ella y que pagó con la vida su intento de mezclar la influencia política con la relación amorosa, algo que Isabel I nunca permitió a los hombres a quienes concedía sus favores.
La formación humanística de Isabel I la llevó a interesarse por las importantes manifestaciones que se produjeron durante su reinado en el campo del arte. El llamado «renacimiento isabelino» se manifestó en la arquitectura, en la música y sobre todo en la literatura, con escritores como John Lyly, Christopher Marlowe y principalmente William Shakespeare, auténticos creadores de la literatura nacional inglesa. En cuanto a la economía, durante su reinado se inició el desarrollo de la Inglaterra moderna. Su política religiosa permitió que se establecieran en sus dominios numerosos refugiados que huían de la represión en los Países Bajos, lo cual, unido al proteccionismo gubernamental, impulsó la industria de los paños. El crecimiento de la actividad comercial y la rivalidad con España redundaron en un gran desarrollo de la industria naval.
Hacia el año 1598, Isabel parecía, según expresión de un mordaz cortesano, "una momia descarnada y cubierta de joyas". Calva, marchita y grotesca, pretendía ser aún para sus súbditos la encarnación de la virtud, la justicia y la belleza perfectas. Poco a poco fue hundiéndose en las sombras que preludian la muerte. La agonía fue patética. Aunque su cuerpo se cubrió de úlceras, continuó ordenando que la vistieran lujosamente y la adornaran con sus ostentosas joyas, y no dejó de sonreír mostrando sus descarnadas encías cada vez que un cortesano ambicioso y adulador la galanteaba con un mal disimulado rictus de asco en sus labios. Falleció el 24 de marzo de 1603, después de designar como sucesor a Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia, hijo de María I Estuardo, lo que se inició el proceso de unificación de los dos reinos. Su último gesto fue colocar sobre su pecho la mano en que lucía el anillo de la coronación, testimonio de la unión, más fuerte que el matrimonio, de la Reina Virgen con su reino y con su amado pueblo.



Casa  de estuardo

14.-Jacobo I,  Rey de Escocia en 1567, Rey de Inglaterra de 1603 a 1625


(Jacobo I de Inglaterra e Irlanda y VI de Escocia; Edimburgo, 1566 - Theobalds Park, Hertfordshire, 1625) Rey de Inglaterra e Irlanda (1603-1625) y de Escocia (1567-1625) con el nombre de Jacobo VI. Era hijo de María Estuardo y de su segundo marido, el barón Darnley. Aunque subió al trono escocés por la abdicación forzada de su madre en 1567, no gobernó personalmente hasta 1583.
Su política se centró en tres cuestiones fundamentales: la lucha contra los católicos, el freno a los presbiterianos, que pretendían limitar la autoridad real, y la obtención del reconocimiento oficial de sus derechos sucesorios sobre el trono de Inglaterra. Sucedió a Isabel I en el trono inglés en 1603. Debido a su escasa popularidad entre sus nuevos súbditos y a su desconocimiento de las costumbres de Inglaterra, su reinado suscitó notables controversias.
En el plano religioso siguió las directrices anglicanas de sus predecesores, si bien sus persecuciones a los católicos y a los puritanos no fueron tan despiadadas como lo habían sido anteriormente. En materia financiera, el deseo del monarca de incrementar sus rentas lo llevó a un enfrentamiento con la Cámara de los Comunes, que a cambio de mayores impuestos reclamaba ciertas concesiones. El rey adquirió una gran impopularidad a causa de su política exterior de entendimiento con España. A su muerte le sucedió en el trono su hijo Carlos I de Inglaterra


15.-Carlos I, Rey de Inglaterra y de Escocia de 1625 a 1649

(Dunfermline, Gran Bretaña, 1600 - Whitehall, id., 1649) Rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Segundo hijo de Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia, accedió al trono en 1625. Casó con la princesa francesa y católica Enriqueta María. Como los gastos de la guerra contra España incrementaran la oposición de sucesivos parlamentos a las demandas reales, se insistió en fijar los límites de las prerrogativas reales, pero el monarca se negó a escuchar las reclamaciones de sus súbditos.
En 1628, el Parlamento remitió al rey la petición de derechos, que limitaba las atribuciones reales. Carlos, que creía firmemente en los derechos monárquicos y estaba muy comprometido con la Iglesia de Inglaterra, fingió aceptar la petición, pero dejó de respetarla al cabo de poco tiempo, y disolvió el Parlamento en 1629.
Empezaron entonces los once años de gobierno absolutista, durante los que el monarca impuso el culto anglicano, persiguió a los puritanos ingleses y extendió la liturgia inglesa a Escocia en 1636, lo cual provocó la revuelta de la Escocia presbiteriana. Apremiado por la necesidad de dinero, no tuvo otra salida que convocar, en mayo de 1640, un Parlamento («Parlamento corto»), que rechazó las peticiones reales y fue disuelto.
En noviembre de 1640 el rey convocó, nuevamente por urgencias económicas, un nuevo Parlamento («Parlamento largo»), que, presidido por John Pym, encarceló primero y ejecutó después a los dos consejeros del rey, el arzobispo de Canterbury, William Laud, y el conde de Strafford.
Estalló entonces en Irlanda una sublevación, detrás de la cual se sospechó que estaba el propio Carlos, y se desencadenó luego la guerra civil, en la que los ejércitos reales fueron derrotados en Naseby (1645). Entregado por los escoceses al Parlamento inglés, la evasión de Carlos en 1647 dio origen a una nueva guerra civil, pronto ganada por los ironsides (caballería) de Oliver Cromwell. El nuevo Parlamento juzgó y condenó al monarca, que murió ejecutado en el cadalso.


16.-Carlos II «el Alegre Monarca», 1630-1685, Rey de Inglaterra y de Escocia de 1660 a 1685

Era hijo de Carlos I de Inglaterra, destronado y ajusticiado tras su derrota en la guerra civil que le enfrentó al Parlamento (1649); dicha guerra llevó al príncipe al exilio en Francia. Intentó recuperar al menos el Trono de Escocia, en donde contaba con partidarios, pero fue derrotado por Oliver Cromwell en la batalla de Worcester (1651).
Hubo de esperar a que muriera Cromwell (1658) para ser entronizado por el general Monk en 1660, quedando así restaurada en Inglaterra la dinastía Estuardo. En lo exterior, su reinado estuvo marcado por dos nuevas guerras contra Holanda (1665-67 y 1672-74), continuación de la primera de 1652-54. En lo interior, cabe destacar los desastres de la peste (1665) y el gran incendio de Londres (1666).
Pero, a la larga, lo más importante fue su enfrentamiento con el Parlamento, que demostró que el poder que éste había adquirido durante la guerra civil de 1642-46 no había desaparecido drásticamente con el regreso de los Estuardo. Carlos intentó restablecer el absolutismo monárquico frente al anterior predominio del Parlamento; no proclamó públicamente su fe católica para evitar nuevos conflictos, pero sí restableció la Iglesia anglicana frente a la hegemonía puritana de tiempos de Cromwell.
Sin embargo, el Parlamento impuso su fuerza: rechazó la proposición regia de tolerancia hacia los católicos, a los que excluyó en lo sucesivo de ocupar cargos públicos (1673); y arrancó del monarca la ley de Habeas Corpus, que garantizaba la libertad individual frente a detenciones arbitrarias.
Durante su reinado fue tomando forma la monarquía parlamentaria inglesa, apareciendo los dos grandes partidos que se disputarían el poder en lo sucesivo: los whigs (liberales) y los tories (conservadores). Le sucedió en el Trono su hermano, Jacobo II de Inglaterra, a quien los whigs habían tratado en vano de excluir por su catolicismo.


17-Jacobo II, 1633-1701, Rey de Inglaterra y de Escocia de 1685 a 1689 (depuesto)

Jacobo II de Inglaterra y VII de Escocia, (Ing. James II of England and VII of Scotland) (14 de octubre de 1633 - 16 de septiembre de 1701) fue rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda desde el 6 de febrero de 1685 hasta su deposición en 1688. Fue el último monarca católico en reinar sobre lo que sería el Reino Unido. Algunos de sus súbditos sintieron gran desconfianza por sus políticas religiosas y alegando que había caído en el despotismo, organizaron una revuelta que terminaría con el derrocamiento del rey, la Gloriosa Revolución. No fue sustituido por su hijo católico, Jacobo Francisco Eduardo Estuardo, sino por su hija mayor y yerno protestantes, María II y Guillermo III, que fueron proclamados conjuntamente reyes. Jacobo II, además, fue el último soberano de Escocia en utilizar el título de Rey de los Escoceses, que había sido utilizado desde la unificación del reino en el año 843 por Kenneth I MacAlpin. Sus herederos pretendientes al trono tomaron el nombre de jacobitas y durante muchos años lucharon por la restauración dinástica, sin lograrlo.

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